/ domingo 7 de marzo de 2021

A fuego lento

Hace unas semanas un buen amigo me obsequió un valioso libro: “Fernando de Magallanes, el hombre y su gesta”, de Stefan Zweig. La vida extraordinaria del gran navegante que no pudo concluir el primer viaje de circunnavegación es, naturalmente, el tema central de la obra del ilustre pensador y viajero judío. Pero ahora quiero referirme al antecedente del que el propio Zweig da cuenta.

Se trata de la reflexión de que esa y otras grandes gestas marítimas habrían sido imposibles sin el arduo trabajo, durante 50 años, de un príncipe: Enrique, llamado el Navegante, aunque nunca surcó los mares. Pero el apodo es correcto: sin su esfuerzo fecundo que logró reunir todo el conocimiento teórico y práctico disponible, mediante la consulta de documentos y entrevistas con marineros, constructores de barcos y geógrafos, no se habrían podido fabricar las naves ni conseguir las tripulaciones necesarias para aventurarse más allá del Finnis Terrae. El fin de la tierra en el que se encontraba Portugal.

Este hallazgo me retornó a una idea que ha aparecido frecuentemente en mi vida: los grandes cambios se cuecen a fuego lento. Sin cincuenta años de preparación, la nao de Magallanes no habría podido zarpar de Europa.

Y lo mismo ocurre con las instituciones: si mi memoria no me falla, fue Locke quien, palabras más, palabras menos, expresó que se requieren cien años para construir un Estado, aunque basta un minuto para destruirlo.

Porque cuando los cambios implican modificaciones culturales, las resistencias naturales pueden hacer que, para que el cambio se consolide, sea necesaria la renovación de toda una generación. Esto es así, porque la cultura, en una feliz expresión de Geert Hofstede, no es otra cosa que un conjunto de valores compartidos por una comunidad. Y cambiar la concepción de los valores (que no los valores mismos, que de alguna manera permanecen) no es una tarea sencilla.

Suelo ilustrar esta situación aludiendo a una reflexión bíblica: cuando Moisés, según el relato del Antiguo Testamento, tomó al pueblo de Israel y lo sacó de Egipto, una vez que cruzó el mar Rojo lo hizo vagar durante cuarenta años por el desierto. A pesar de la corta distancia entre Egipto y Palestina (alrededor de seiscientos kilómetros que habrían podido ser recorridos en unas cuantas semanas), hubo necesidad de caminar durante cuarenta años. ¿Por qué? Porque ese era el tiempo que se necesitaba para que hubiera un relevo generacional. Es decir, para que todos los que salieron de Egipto ya hubieren muerto en el camino. El mismo Moisés no llegó a pisar la Tierra Prometida. La razón de ese vagar por el desierto para permitir el cambio generacional consiste en que sólo quienes habían nacido libres estaban en condiciones de fundar una nación libre.

Vivimos en tiempos convulsos. Son tiempos de transformación. Son tiempos de grandes retos. Tiempos que demandan la ingeniosa y comprometida construcción de nuevas formas de convivir, es decir, de compartir un destino común. Es necesario hacerlo con paciencia. Sin prisa, pero sin pausa. A fuego lento.


Hace unas semanas un buen amigo me obsequió un valioso libro: “Fernando de Magallanes, el hombre y su gesta”, de Stefan Zweig. La vida extraordinaria del gran navegante que no pudo concluir el primer viaje de circunnavegación es, naturalmente, el tema central de la obra del ilustre pensador y viajero judío. Pero ahora quiero referirme al antecedente del que el propio Zweig da cuenta.

Se trata de la reflexión de que esa y otras grandes gestas marítimas habrían sido imposibles sin el arduo trabajo, durante 50 años, de un príncipe: Enrique, llamado el Navegante, aunque nunca surcó los mares. Pero el apodo es correcto: sin su esfuerzo fecundo que logró reunir todo el conocimiento teórico y práctico disponible, mediante la consulta de documentos y entrevistas con marineros, constructores de barcos y geógrafos, no se habrían podido fabricar las naves ni conseguir las tripulaciones necesarias para aventurarse más allá del Finnis Terrae. El fin de la tierra en el que se encontraba Portugal.

Este hallazgo me retornó a una idea que ha aparecido frecuentemente en mi vida: los grandes cambios se cuecen a fuego lento. Sin cincuenta años de preparación, la nao de Magallanes no habría podido zarpar de Europa.

Y lo mismo ocurre con las instituciones: si mi memoria no me falla, fue Locke quien, palabras más, palabras menos, expresó que se requieren cien años para construir un Estado, aunque basta un minuto para destruirlo.

Porque cuando los cambios implican modificaciones culturales, las resistencias naturales pueden hacer que, para que el cambio se consolide, sea necesaria la renovación de toda una generación. Esto es así, porque la cultura, en una feliz expresión de Geert Hofstede, no es otra cosa que un conjunto de valores compartidos por una comunidad. Y cambiar la concepción de los valores (que no los valores mismos, que de alguna manera permanecen) no es una tarea sencilla.

Suelo ilustrar esta situación aludiendo a una reflexión bíblica: cuando Moisés, según el relato del Antiguo Testamento, tomó al pueblo de Israel y lo sacó de Egipto, una vez que cruzó el mar Rojo lo hizo vagar durante cuarenta años por el desierto. A pesar de la corta distancia entre Egipto y Palestina (alrededor de seiscientos kilómetros que habrían podido ser recorridos en unas cuantas semanas), hubo necesidad de caminar durante cuarenta años. ¿Por qué? Porque ese era el tiempo que se necesitaba para que hubiera un relevo generacional. Es decir, para que todos los que salieron de Egipto ya hubieren muerto en el camino. El mismo Moisés no llegó a pisar la Tierra Prometida. La razón de ese vagar por el desierto para permitir el cambio generacional consiste en que sólo quienes habían nacido libres estaban en condiciones de fundar una nación libre.

Vivimos en tiempos convulsos. Son tiempos de transformación. Son tiempos de grandes retos. Tiempos que demandan la ingeniosa y comprometida construcción de nuevas formas de convivir, es decir, de compartir un destino común. Es necesario hacerlo con paciencia. Sin prisa, pero sin pausa. A fuego lento.


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