/ jueves 8 de marzo de 2018

A propósito de Macaulay

El famoso historiador acatólico Thomas Macaulay escribió las siguientes palabras de perenne hermosura: “¿Cuál es la institución existente todavía, exceptuada la Iglesia Católica, que haya sido testigo de aquellos tiempos en que aún se levantaba del panteón el humo de los sacrificios, y en que los leopardos y tigres rugían en el anfiteatro de Flavio? Las casas reales más orgullosas datan de ayer, si se las compara con la serie de los papas. La república veneciana fue en esto la que más se acercó al Pontificado.

 “Pero la república veneciana, muy poca cosa es, puesta en parangón con el poder de los papas; desapareció para siempre, y el papado subsiste. Y subsiste, no en decadencia o como un resto anticuado de los tiempos que fueron para no volver, sino rebosando vida y fuerza de juventud. Y no hay el menor indicio de que se acerque el fin de este largo reinado de la Iglesia Católica. Esta Iglesia vio el origen de todas las formas de gobierno e instituciones religiosas que hoy existen en el mundo, y no estamos seguros de que no sea llamada a ver el fin de todas ellas.

 “Esta Iglesia era ya grande y respetada antes de poner el pie los anglosajones en la tierra británica, y antes de pasar los francos el Rhin; y era grande y respetada cuando en Grecia resonaban todavía los acentos de la elocuencia clásica y en el templo de la Meca se adoraban los ídolos paganos. Y puede ocurrir que se mantenga en pie, con vigor de lozanía joven, no menguada, cuando un día algún viajero de Nueva Zelanda, en medio de un desierto, se apoye en una columna derrumbada de Londres, para dibujar las ruinas del templo de san Pablo”.

 Ciertamente, ¡cuántas cosas han visto y vivido los papas en su sucesión interminable! Han visto cómo el odio de los emperadores romanos se cebaba en la joven Iglesia…, y vieron cómo se anegaban en su propia sangre la mayor parte de los perseguidores. Han visto pasar bajo el arco triunfal de Tito los batallones germanos, rubios y victoriosos, atónitos ante la pompa de Roma, que miraban con ojos azules y pasmados…, y vieron también la muerte de los jefes germanos y oyeron las marchas fúnebres de sus guerreros, que les acompañaban a la tumba. 

Han visto a Carlomagno, resplandeciente, con majestad imperial, y vieron también el fin de los Carolingios. ¡Cuánto ha luchado la Iglesia con los Hohenstaufens, y cómo al fin llegaron a ver la cabeza rubia del último Hohenstaufens rodar bajo el hacha del verdugo! Han visto surgir y desaparecer múltiples dinastías sobre los tronos de Europa: Capetos, Valois, señores sajones, daneses y normandos en Inglaterra; jefes mongoles y zares de Rusia; han visto a los arpades, a los anjous, a los habsburgos, orléans, angoulemas, los borbones.

 Vieron al “Rey Sol” en medio de su pompa, pero también oyeron las palabras de un gran obispo, Massillon, que pronunció sobre el féretro de aquel monarca: “Hermanos, sólo Dios es grande”. También vieron centellear la gloria de Napoleón, y la vieron extinguirse poco a poco. No fue la fuerza de las armas la que sostuvo a la Iglesia. Sólo fue la promesa divina de su fundador, que es la transposición al lenguaje de un historiador, de estas palabras eternas de la Sagrada Escritura: “Las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella”. agusperezr@hotmail.com

 

El famoso historiador acatólico Thomas Macaulay escribió las siguientes palabras de perenne hermosura: “¿Cuál es la institución existente todavía, exceptuada la Iglesia Católica, que haya sido testigo de aquellos tiempos en que aún se levantaba del panteón el humo de los sacrificios, y en que los leopardos y tigres rugían en el anfiteatro de Flavio? Las casas reales más orgullosas datan de ayer, si se las compara con la serie de los papas. La república veneciana fue en esto la que más se acercó al Pontificado.

 “Pero la república veneciana, muy poca cosa es, puesta en parangón con el poder de los papas; desapareció para siempre, y el papado subsiste. Y subsiste, no en decadencia o como un resto anticuado de los tiempos que fueron para no volver, sino rebosando vida y fuerza de juventud. Y no hay el menor indicio de que se acerque el fin de este largo reinado de la Iglesia Católica. Esta Iglesia vio el origen de todas las formas de gobierno e instituciones religiosas que hoy existen en el mundo, y no estamos seguros de que no sea llamada a ver el fin de todas ellas.

 “Esta Iglesia era ya grande y respetada antes de poner el pie los anglosajones en la tierra británica, y antes de pasar los francos el Rhin; y era grande y respetada cuando en Grecia resonaban todavía los acentos de la elocuencia clásica y en el templo de la Meca se adoraban los ídolos paganos. Y puede ocurrir que se mantenga en pie, con vigor de lozanía joven, no menguada, cuando un día algún viajero de Nueva Zelanda, en medio de un desierto, se apoye en una columna derrumbada de Londres, para dibujar las ruinas del templo de san Pablo”.

 Ciertamente, ¡cuántas cosas han visto y vivido los papas en su sucesión interminable! Han visto cómo el odio de los emperadores romanos se cebaba en la joven Iglesia…, y vieron cómo se anegaban en su propia sangre la mayor parte de los perseguidores. Han visto pasar bajo el arco triunfal de Tito los batallones germanos, rubios y victoriosos, atónitos ante la pompa de Roma, que miraban con ojos azules y pasmados…, y vieron también la muerte de los jefes germanos y oyeron las marchas fúnebres de sus guerreros, que les acompañaban a la tumba. 

Han visto a Carlomagno, resplandeciente, con majestad imperial, y vieron también el fin de los Carolingios. ¡Cuánto ha luchado la Iglesia con los Hohenstaufens, y cómo al fin llegaron a ver la cabeza rubia del último Hohenstaufens rodar bajo el hacha del verdugo! Han visto surgir y desaparecer múltiples dinastías sobre los tronos de Europa: Capetos, Valois, señores sajones, daneses y normandos en Inglaterra; jefes mongoles y zares de Rusia; han visto a los arpades, a los anjous, a los habsburgos, orléans, angoulemas, los borbones.

 Vieron al “Rey Sol” en medio de su pompa, pero también oyeron las palabras de un gran obispo, Massillon, que pronunció sobre el féretro de aquel monarca: “Hermanos, sólo Dios es grande”. También vieron centellear la gloria de Napoleón, y la vieron extinguirse poco a poco. No fue la fuerza de las armas la que sostuvo a la Iglesia. Sólo fue la promesa divina de su fundador, que es la transposición al lenguaje de un historiador, de estas palabras eternas de la Sagrada Escritura: “Las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella”. agusperezr@hotmail.com