/ martes 10 de diciembre de 2019

Ante las crisis matrimoniales

Hoy, de hecho, cuando una pareja entra en crisis, se encuentra con muchas personas dispuestas a aconsejar la separación. Incluso a los esposos casados en el nombre del Señor se les propone con facilidad el divorcio, olvidando que el hombre no puede separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19,6; Mc 10,9).

Lo anterior, expuesto por Benedicto XVI, se vuelve frecuente. Invita a pensar que quienes así se expresan no han captado en profundidad la grandeza del matrimonio, no de aquellas uniones que desde el principio –y en nuestro tiempo es común- cojean en su relación, sino en aquellos que han creído en el amor y buscan crecer juntos durante su vida.

Las crisis conyugales siempre han existido denotando conflictos leves o graves, pero todas, aunque sean muchos quienes busquen negarlo, pueden ser superadas, no quizá solos hombre y mujer sino con auxilio y apoyo de otros, y con la gracia de Dios.

El que frente a situaciones que pueden orillar a la desesperación de uno o ambos esposos se les invite de entrada a la separación, es echar más leña al fuego y orillar a que una posible solución se diluya. Y quienes así actúan no dejan de tener responsabilidad en esa inducción con las consecuencias que –aunque se niegue o se ponga en duda- todo divorcio conlleva.

Son muchos los factores que llevan al inicio y al crecimiento de una crisis matrimonial, y puede llegar un momento en que el divorcio se mire como una salida de emergencia sin posibilidad de reconstruir las relaciones que parecen perdidas.

En un momento dado habrá que preguntarse qué fue lo que detonó el conflicto y cómo empezó a crecer, y también si un verdadero amor se manifestó al inicio de la unión conyugal. Las cosas no surgen solas ni de la noche a la mañana. Hay elementos que van generando tales o cuales dificultades. Descubrir, con terapias, apoyo psicológico o consejo profesional, el origen y las causas de la crisis puede ser un camino para alcanzar la reconciliación.

Más allá de ello cuando las crisis son serias y graves, con una fase aguda y dolorosa, que se miran como un fracaso, como una prueba de que el sueño ha terminado y “ya no hay nada que hacer”, se puede volver la cara para ver la crisis como un paso para una nueva fase de la vida.

La gracia sacramental, aunque no la veamos o sintamos, siempre está presente en quienes se han comprometido a amarse y respetarse todos los días de su vida. Los parientes, los amigos, los compañeros de los esposos podemos ser vehículos para que esa gracia salga a flote, ser apoyo en quien confiar en esos momentos de dificultad. No podemos –ni debemos- meternos a resolver conflictos según nuestro muy particular parecer desde fuera, donde los esposos no puedan expresar su palabra, ni mucho menos propiciar con nuestras palabras o acciones una separación que puede ser fatal y podría evitarse. ¿Lo ven?


Hoy, de hecho, cuando una pareja entra en crisis, se encuentra con muchas personas dispuestas a aconsejar la separación. Incluso a los esposos casados en el nombre del Señor se les propone con facilidad el divorcio, olvidando que el hombre no puede separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19,6; Mc 10,9).

Lo anterior, expuesto por Benedicto XVI, se vuelve frecuente. Invita a pensar que quienes así se expresan no han captado en profundidad la grandeza del matrimonio, no de aquellas uniones que desde el principio –y en nuestro tiempo es común- cojean en su relación, sino en aquellos que han creído en el amor y buscan crecer juntos durante su vida.

Las crisis conyugales siempre han existido denotando conflictos leves o graves, pero todas, aunque sean muchos quienes busquen negarlo, pueden ser superadas, no quizá solos hombre y mujer sino con auxilio y apoyo de otros, y con la gracia de Dios.

El que frente a situaciones que pueden orillar a la desesperación de uno o ambos esposos se les invite de entrada a la separación, es echar más leña al fuego y orillar a que una posible solución se diluya. Y quienes así actúan no dejan de tener responsabilidad en esa inducción con las consecuencias que –aunque se niegue o se ponga en duda- todo divorcio conlleva.

Son muchos los factores que llevan al inicio y al crecimiento de una crisis matrimonial, y puede llegar un momento en que el divorcio se mire como una salida de emergencia sin posibilidad de reconstruir las relaciones que parecen perdidas.

En un momento dado habrá que preguntarse qué fue lo que detonó el conflicto y cómo empezó a crecer, y también si un verdadero amor se manifestó al inicio de la unión conyugal. Las cosas no surgen solas ni de la noche a la mañana. Hay elementos que van generando tales o cuales dificultades. Descubrir, con terapias, apoyo psicológico o consejo profesional, el origen y las causas de la crisis puede ser un camino para alcanzar la reconciliación.

Más allá de ello cuando las crisis son serias y graves, con una fase aguda y dolorosa, que se miran como un fracaso, como una prueba de que el sueño ha terminado y “ya no hay nada que hacer”, se puede volver la cara para ver la crisis como un paso para una nueva fase de la vida.

La gracia sacramental, aunque no la veamos o sintamos, siempre está presente en quienes se han comprometido a amarse y respetarse todos los días de su vida. Los parientes, los amigos, los compañeros de los esposos podemos ser vehículos para que esa gracia salga a flote, ser apoyo en quien confiar en esos momentos de dificultad. No podemos –ni debemos- meternos a resolver conflictos según nuestro muy particular parecer desde fuera, donde los esposos no puedan expresar su palabra, ni mucho menos propiciar con nuestras palabras o acciones una separación que puede ser fatal y podría evitarse. ¿Lo ven?