/ martes 18 de junio de 2019

Ayer y hoy

Si no fuera por ese espejo que aumenta la imagen diez veces o más, ya no me sería posible ver a detalle mi cara. Miro con claridad esos vellos que crecen inoportunos y me quieren hacer una mujer bigotona. Veo arrugas que insistentes vuelven a aparecer días después de una masacrilla o un facial que las suavizó. Las manchas de la edad salpican por aquí y por allá, acentuándose en color y cantidad. Y ahí observando lo que hoy acontece en mí, recuerdo cómo, cuando yo era muy joven me asombraba al ver todo esto en una persona mayor.

Me pongo lentes y me doy cuenta de que necesito urgentemente rasurarme y que aquella secretaria del Instituto Femenino que me espantaba con sus piernas peludas quizá ya no veía con claridad esos remolinos negros que se aplastaban debajo de sus medias y que una mujer francesa que me impactó por sus axilas al natural, simplemente vivía libre de convencionalismos.

Mis dientes tercos quieren adoptar un color amarillento y mis ojos un tono rojizo por la falta de sueño, la piel de mi cuerpo necesita más crema que nunca y aun así grita con su aspecto que la sequedad viene desde adentro.

Me peino y las canas con perseverancia saltan obstinadas para hacerse presentes con un blanco que está vetado en la ilusión de aparentar menos edad. No quiero ya tanto químico en mi cuerpo y dejo que se manifiesten estos pelos blancos hasta ese punto donde algún evento requiere mi “mejor versión”.

La fuerza de gravedad se está ensañando con mi falta de lozanía y la piel cae como una anticipación de ese regreso inevitable a la tierra.

Gracias a Dios me puedo reír de esta realidad y busco aminorar los estragos con una ayuda natural, la edad no perdona en lo que se refiere a la materia.

Las tradiciones me quieren tragar y lucho por no ser como esas señoras chismosas como a las que un día en mi juventud oí hacer garras a sus más cercanos. Mujeres que miran juzgando, que cuchichean sus tremendos demonios y después dicen lo contrario en presencia del agraviado.

Quiero ser fiel a la congruencia, y a las personas que amo o estimo decirles lo que pienso, respetando siempre lo que ellas piensan o hacen. No quiero evadir mi realidad señalando y juzgando la ajena, ni caer en la trampa de ¡Yo soy o estoy mejor que tú!

¡No quiero, definitivamente no quiero insistir en tener la razón! No quiero estar encerrada en una caja de creencias que obstinada pretenda que todos quepan ahí. Quiero celebrar que somos diferentes y que mi enfoque está en perseguir mis sueños y no en abuchear los de los demás.

Mi energía es vital y está para que yo viva y deje vivir. Celebro estar así exactamente como estoy, como soy, porque aunque el cuerpo ya refleja ciertos estragos, mi mente celebra haberse expandido y mi espíritu goza la transformación.

“Lo siento, perdóname, gracias, te amo”. Porque somos parte de un todo y para amarme genuinamente he de amar al prójimo y a la naturaleza, creación maravillosa de Dios.

Si no fuera por ese espejo que aumenta la imagen diez veces o más, ya no me sería posible ver a detalle mi cara. Miro con claridad esos vellos que crecen inoportunos y me quieren hacer una mujer bigotona. Veo arrugas que insistentes vuelven a aparecer días después de una masacrilla o un facial que las suavizó. Las manchas de la edad salpican por aquí y por allá, acentuándose en color y cantidad. Y ahí observando lo que hoy acontece en mí, recuerdo cómo, cuando yo era muy joven me asombraba al ver todo esto en una persona mayor.

Me pongo lentes y me doy cuenta de que necesito urgentemente rasurarme y que aquella secretaria del Instituto Femenino que me espantaba con sus piernas peludas quizá ya no veía con claridad esos remolinos negros que se aplastaban debajo de sus medias y que una mujer francesa que me impactó por sus axilas al natural, simplemente vivía libre de convencionalismos.

Mis dientes tercos quieren adoptar un color amarillento y mis ojos un tono rojizo por la falta de sueño, la piel de mi cuerpo necesita más crema que nunca y aun así grita con su aspecto que la sequedad viene desde adentro.

Me peino y las canas con perseverancia saltan obstinadas para hacerse presentes con un blanco que está vetado en la ilusión de aparentar menos edad. No quiero ya tanto químico en mi cuerpo y dejo que se manifiesten estos pelos blancos hasta ese punto donde algún evento requiere mi “mejor versión”.

La fuerza de gravedad se está ensañando con mi falta de lozanía y la piel cae como una anticipación de ese regreso inevitable a la tierra.

Gracias a Dios me puedo reír de esta realidad y busco aminorar los estragos con una ayuda natural, la edad no perdona en lo que se refiere a la materia.

Las tradiciones me quieren tragar y lucho por no ser como esas señoras chismosas como a las que un día en mi juventud oí hacer garras a sus más cercanos. Mujeres que miran juzgando, que cuchichean sus tremendos demonios y después dicen lo contrario en presencia del agraviado.

Quiero ser fiel a la congruencia, y a las personas que amo o estimo decirles lo que pienso, respetando siempre lo que ellas piensan o hacen. No quiero evadir mi realidad señalando y juzgando la ajena, ni caer en la trampa de ¡Yo soy o estoy mejor que tú!

¡No quiero, definitivamente no quiero insistir en tener la razón! No quiero estar encerrada en una caja de creencias que obstinada pretenda que todos quepan ahí. Quiero celebrar que somos diferentes y que mi enfoque está en perseguir mis sueños y no en abuchear los de los demás.

Mi energía es vital y está para que yo viva y deje vivir. Celebro estar así exactamente como estoy, como soy, porque aunque el cuerpo ya refleja ciertos estragos, mi mente celebra haberse expandido y mi espíritu goza la transformación.

“Lo siento, perdóname, gracias, te amo”. Porque somos parte de un todo y para amarme genuinamente he de amar al prójimo y a la naturaleza, creación maravillosa de Dios.

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