/ viernes 17 de mayo de 2019

Bodas de oro

Cincuenta años de casados;

no es fácil aniversario,

pues son cuentas de un rosario,

de rezo mancomunado.


El día 30 de abril del presente, mi consorte y yo cumplimos cincuenta años de casados

–bodas de oro- y aunque ella dice sentirse muy “perjudicada”, yo por el contrario me siento como de 18 años de edad, con la salvedad que nada más me siento, porque a la hora de demostrar rendimiento, es el de una persona de 70 o 90 años de edad. No cualquier pareja alcanza sus bodas de oro; y tengo la firme creencia que para llegar a ellos, se requiere la madura convicción de inicio y de ambos lados, de que se toma estado para toda la vida. No como muchas parejas de hoy que llegan pensando… “a la primera que me haga me divorcio”; o bien… “ya cuando esté muy fea o me haya aburrido, la cambio”. Factores que en la actualidad son el pan nuestro de muchos jóvenes, que en ese momento no advierten que la belleza física es efímera; y los caprichos más allá de la equidad… feminismo trasnochado. Yo me casé con el maduro criterio de que lo hacía para “de una sola vez”; y gracias al Supremo Hacedor, me salió aguantadora “mi vieja”, si no, “aí” andaría yo de “perra flaca” dando qué decir; porque los jóvenes deben entender que la mujer es el núcleo de la familia; es el hogar –el fuego que alimenta- el varón sólo somos complemento; y en ocasiones muy deficiente. A propósito… “Mujer que no hace comida, ni lava ni plancha… aunque labore, no es buena vida”; de mi autoría. Y hay otra muy antigua, para las mujeres eruditas emancipadas: “Mujer que sabe latín, ni encuentra marido, ni tiene buen fin”; voz popular.

Ya alguna vez lo comenté: conocí a mi mujer en un baile en palacio -como en los buenos cuentos- sí, en Palacio de Gobierno en el salón 25 de Marzo, en 1968 –entonces rentaban el salón para eventos-. Y cuando nos casamos ella tenía 18 y su servidor 20, en 1969. Los dos estudiantes, de enfermería y medicina respectivamente; ambos alcanzaríamos la licenciatura.

Viendo los álbumes de boda se descubre algo triste y siniestro, no el que envejezcamos, no, sino que los que nos acompañaron en la boda, casi el 50% están muertos. Los que como nosotros tenían 20 años, hoy tienen o tendrían 70, los jóvenes de 30, hoy tienen o tendrían 80 y las personas de 40 en delante, ya difícilmente algunos viven. Perdimos padres, vecinos, conocidos y hasta amigos de nuestra edad, que fallecieron de muerte natural o accidental; hasta el juez de lo civil que nos casó en el domicilio de mis suegros –juez que casó a medio Chihuahua-, Armando Herrera, moriría poco tiempo después.

Hacemos un voto de agradecimiento al Altísimo, por habernos permitido envejecer juntos, ver crecer a nuestros hijos –dos varones y una mujer-; a nuestros nietos –cuatro hombres y tres mujeres- el nieto mayor de 30 años, el menor de 16; y hasta llegar a conocer a dos bisnietos –hembra y varón- “Bendito es aquel que logra ver a su tercera generación”; lo hicimos, y contando. Todo esto conlleva una trágica circunstancia, el que cada vez nos hacemos mayormente dependientes el uno del otro; y el tiempo de la separación forzada se acerca. Yo deseo irme primero; pero la vida por desgracia, no son complacencias.

Yo pedí una esposa como Dios manda, y me envió una esposa que “manda como Dios”. Y me apuro a dejarles, porque todavía tengo que hacer la cena y lavar los trastos. Esta gracejada me la envió mi compadre Luis Díaz de León –inche compadre-.


Cincuenta años de casados;

no es fácil aniversario,

pues son cuentas de un rosario,

de rezo mancomunado.


El día 30 de abril del presente, mi consorte y yo cumplimos cincuenta años de casados

–bodas de oro- y aunque ella dice sentirse muy “perjudicada”, yo por el contrario me siento como de 18 años de edad, con la salvedad que nada más me siento, porque a la hora de demostrar rendimiento, es el de una persona de 70 o 90 años de edad. No cualquier pareja alcanza sus bodas de oro; y tengo la firme creencia que para llegar a ellos, se requiere la madura convicción de inicio y de ambos lados, de que se toma estado para toda la vida. No como muchas parejas de hoy que llegan pensando… “a la primera que me haga me divorcio”; o bien… “ya cuando esté muy fea o me haya aburrido, la cambio”. Factores que en la actualidad son el pan nuestro de muchos jóvenes, que en ese momento no advierten que la belleza física es efímera; y los caprichos más allá de la equidad… feminismo trasnochado. Yo me casé con el maduro criterio de que lo hacía para “de una sola vez”; y gracias al Supremo Hacedor, me salió aguantadora “mi vieja”, si no, “aí” andaría yo de “perra flaca” dando qué decir; porque los jóvenes deben entender que la mujer es el núcleo de la familia; es el hogar –el fuego que alimenta- el varón sólo somos complemento; y en ocasiones muy deficiente. A propósito… “Mujer que no hace comida, ni lava ni plancha… aunque labore, no es buena vida”; de mi autoría. Y hay otra muy antigua, para las mujeres eruditas emancipadas: “Mujer que sabe latín, ni encuentra marido, ni tiene buen fin”; voz popular.

Ya alguna vez lo comenté: conocí a mi mujer en un baile en palacio -como en los buenos cuentos- sí, en Palacio de Gobierno en el salón 25 de Marzo, en 1968 –entonces rentaban el salón para eventos-. Y cuando nos casamos ella tenía 18 y su servidor 20, en 1969. Los dos estudiantes, de enfermería y medicina respectivamente; ambos alcanzaríamos la licenciatura.

Viendo los álbumes de boda se descubre algo triste y siniestro, no el que envejezcamos, no, sino que los que nos acompañaron en la boda, casi el 50% están muertos. Los que como nosotros tenían 20 años, hoy tienen o tendrían 70, los jóvenes de 30, hoy tienen o tendrían 80 y las personas de 40 en delante, ya difícilmente algunos viven. Perdimos padres, vecinos, conocidos y hasta amigos de nuestra edad, que fallecieron de muerte natural o accidental; hasta el juez de lo civil que nos casó en el domicilio de mis suegros –juez que casó a medio Chihuahua-, Armando Herrera, moriría poco tiempo después.

Hacemos un voto de agradecimiento al Altísimo, por habernos permitido envejecer juntos, ver crecer a nuestros hijos –dos varones y una mujer-; a nuestros nietos –cuatro hombres y tres mujeres- el nieto mayor de 30 años, el menor de 16; y hasta llegar a conocer a dos bisnietos –hembra y varón- “Bendito es aquel que logra ver a su tercera generación”; lo hicimos, y contando. Todo esto conlleva una trágica circunstancia, el que cada vez nos hacemos mayormente dependientes el uno del otro; y el tiempo de la separación forzada se acerca. Yo deseo irme primero; pero la vida por desgracia, no son complacencias.

Yo pedí una esposa como Dios manda, y me envió una esposa que “manda como Dios”. Y me apuro a dejarles, porque todavía tengo que hacer la cena y lavar los trastos. Esta gracejada me la envió mi compadre Luis Díaz de León –inche compadre-.