/ miércoles 14 de octubre de 2020

Breve crónica de un anuncio mortal

Santiago Ramírez se levantó esa mañana con un fuerte dolor en el pecho. Empezaba septiembre, el mes de su cumpleaños, y tenía el firme propósito de festejar su sexta década de vida en grande.

Se metió a bañar y mientras repasó mentalmente su breve lista de invitados, una pertinaz tos lo atrapó hasta obligarlo a apurar la ducha; salió para afeitarse y no hizo mucho caso de la falta de respiración que le estaba molestando. “Ando pasado de peso”, pensó, porque eso le sucedía cuando la báscula, colocada siempre debajo de la cama, le advertía de esos kilos de más.

Mientras pasó el rastrillo por las mejillas para limpiar la barba de las últimas 24 horas, Santiago observó un inusual enrojecimiento en sus ojos; pero también sentía una extraña temblorina en las piernas y, para completar el cuadro, le faltaba el aire que en medio de ese cansancio que notó desde la noche anterior, ya no fue de su agrado.

Aun así decidió seguir la rutina. Santiago empezó a vestirse, pero cuando hacía el nudo de la corbata, sintió que sus piernas se doblaron. Despertó en el hospital, pero no supo después de cuánto tiempo. Escuchó un agudo sonido que le punzaba los oídos. Abrió los ojos y apenas alcanzó a ver el techo blanco de una habitación muy parecida a la de un cuarto de hospital.

Quería moverse, pero no pudo. Estaba lleno de sondas por todos lados. Sintió que un largo y grueso tubo le atravesaba la garganta. Se asustó. Con el cuerpo inmóvil, sudando y aterrado, quería gritar, pero tampoco lo logró.

Un hombre vestido de blanco, con una careta de plástico que le cubría el rostro, se acercó hasta su cama y les dijo a dos de sus acompañantes que había que mantener al paciente aislado.

“Creo que es coronavirus”, escuchó Santiago. ¿Coronavirus? ¿Qué diablos es eso? -se preguntó-. El médico ordenó además análisis de sangre del paciente, una placa del tórax y dio instrucciones a las enfermeras para que cada dos horas midieran el oxígeno, pulso y presión arterial.

No podía hablar ni moverse. Estaba rodeado de médicos y enfermeras. Ese tubo dentro de su boca le impedía hacer preguntas. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué pasó? ¿En qué momento llegó al hospital y desde cuándo lo tenían entubado?

Abrió los ojos lo más que pudo en señal de atención. El médico le pidió no hacer esfuerzo y trató de explicarle, muy despacio, cuál era el diagnóstico inicial. “Don Santiago, usted llegó hace tres días con un severo cuadro de neumonía. Al principio pensamos que se trataba de un paro respiratorio, pero debo decirle que lo estoy aislando, porque se trata de un virus altamente contagioso. Nadie puede acompañarlo, pero su familia está pendiente de usted.

Tres semanas después fue dado de alta y el médico decidió enviarlo a casa, con una serie de recomendaciones que al principio a Santiago le parecieron exageradas: el uso permanente de cubrebocas, el lavado de manos cuando menos cinco veces al día, no saludar a nadie, permanecer aislado en una recámara y, a la familia, el galeno le recomendó sanitizar toda la casa, limpiar cuidadosamente cada mueble, puertas, cerraduras, controles electrónicos, llaves, anteojos, utensilios de cocina, todo ello, con agua clorada.

“Cada vez que alguien salga o entre a la casa, deberá dejar los zapatos en la entrada, de preferencia darse un baño; nadie debe acercarse a don Santiago a más de metro y medio de distancia, tendrá que vivir las próximas dos semanas con ustedes, pero alejado, ¿me explico?”, dijo el médico a la esposa y dos de los hijos del paciente.

Los síntomas -les informó- son inequívocos: alta temperatura, fuertes dolores de cabeza, a veces puede haber malestar estomacal -diarrea-, pero creo que dos de los indicadores más claros son la pérdida del gusto y el olfato. Las personas que están contagiadas sienten un fuerte resfriado, pero en grado máximo, porque el coronavirus se confunde con la gripe. En cuanto usted vea que alguien de la familia tiene algún síntoma, de inmediato debe venir al hospital.

Una semana más tarde, Santiago Ramírez reingresó al hospital con un aparente cuadro grave de neumonía, al que ya no resistió. Esta no es una historia creada desde la fantasía. Ya es algo común. Y no debiera serlo. ¿Qué necesitamos para hacer caso? Son sólo cosas comunes.

Santiago Ramírez se levantó esa mañana con un fuerte dolor en el pecho. Empezaba septiembre, el mes de su cumpleaños, y tenía el firme propósito de festejar su sexta década de vida en grande.

Se metió a bañar y mientras repasó mentalmente su breve lista de invitados, una pertinaz tos lo atrapó hasta obligarlo a apurar la ducha; salió para afeitarse y no hizo mucho caso de la falta de respiración que le estaba molestando. “Ando pasado de peso”, pensó, porque eso le sucedía cuando la báscula, colocada siempre debajo de la cama, le advertía de esos kilos de más.

Mientras pasó el rastrillo por las mejillas para limpiar la barba de las últimas 24 horas, Santiago observó un inusual enrojecimiento en sus ojos; pero también sentía una extraña temblorina en las piernas y, para completar el cuadro, le faltaba el aire que en medio de ese cansancio que notó desde la noche anterior, ya no fue de su agrado.

Aun así decidió seguir la rutina. Santiago empezó a vestirse, pero cuando hacía el nudo de la corbata, sintió que sus piernas se doblaron. Despertó en el hospital, pero no supo después de cuánto tiempo. Escuchó un agudo sonido que le punzaba los oídos. Abrió los ojos y apenas alcanzó a ver el techo blanco de una habitación muy parecida a la de un cuarto de hospital.

Quería moverse, pero no pudo. Estaba lleno de sondas por todos lados. Sintió que un largo y grueso tubo le atravesaba la garganta. Se asustó. Con el cuerpo inmóvil, sudando y aterrado, quería gritar, pero tampoco lo logró.

Un hombre vestido de blanco, con una careta de plástico que le cubría el rostro, se acercó hasta su cama y les dijo a dos de sus acompañantes que había que mantener al paciente aislado.

“Creo que es coronavirus”, escuchó Santiago. ¿Coronavirus? ¿Qué diablos es eso? -se preguntó-. El médico ordenó además análisis de sangre del paciente, una placa del tórax y dio instrucciones a las enfermeras para que cada dos horas midieran el oxígeno, pulso y presión arterial.

No podía hablar ni moverse. Estaba rodeado de médicos y enfermeras. Ese tubo dentro de su boca le impedía hacer preguntas. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué pasó? ¿En qué momento llegó al hospital y desde cuándo lo tenían entubado?

Abrió los ojos lo más que pudo en señal de atención. El médico le pidió no hacer esfuerzo y trató de explicarle, muy despacio, cuál era el diagnóstico inicial. “Don Santiago, usted llegó hace tres días con un severo cuadro de neumonía. Al principio pensamos que se trataba de un paro respiratorio, pero debo decirle que lo estoy aislando, porque se trata de un virus altamente contagioso. Nadie puede acompañarlo, pero su familia está pendiente de usted.

Tres semanas después fue dado de alta y el médico decidió enviarlo a casa, con una serie de recomendaciones que al principio a Santiago le parecieron exageradas: el uso permanente de cubrebocas, el lavado de manos cuando menos cinco veces al día, no saludar a nadie, permanecer aislado en una recámara y, a la familia, el galeno le recomendó sanitizar toda la casa, limpiar cuidadosamente cada mueble, puertas, cerraduras, controles electrónicos, llaves, anteojos, utensilios de cocina, todo ello, con agua clorada.

“Cada vez que alguien salga o entre a la casa, deberá dejar los zapatos en la entrada, de preferencia darse un baño; nadie debe acercarse a don Santiago a más de metro y medio de distancia, tendrá que vivir las próximas dos semanas con ustedes, pero alejado, ¿me explico?”, dijo el médico a la esposa y dos de los hijos del paciente.

Los síntomas -les informó- son inequívocos: alta temperatura, fuertes dolores de cabeza, a veces puede haber malestar estomacal -diarrea-, pero creo que dos de los indicadores más claros son la pérdida del gusto y el olfato. Las personas que están contagiadas sienten un fuerte resfriado, pero en grado máximo, porque el coronavirus se confunde con la gripe. En cuanto usted vea que alguien de la familia tiene algún síntoma, de inmediato debe venir al hospital.

Una semana más tarde, Santiago Ramírez reingresó al hospital con un aparente cuadro grave de neumonía, al que ya no resistió. Esta no es una historia creada desde la fantasía. Ya es algo común. Y no debiera serlo. ¿Qué necesitamos para hacer caso? Son sólo cosas comunes.

ÚLTIMASCOLUMNAS