/ viernes 8 de julio de 2022

Capacidad de adaptación

Alejandro Cortés González-Báez

Es asombrosa la capacidad que tiene el ser humano para adaptarse a todo tipo de realidades como son: el clima, la alimentación, las costumbres sociales… y mucho más. Ahora bien, como sucede en diversos temas, esa capacidad de supervivencia puede tener su lado bueno y su lado malo.

En el caso de aquellos que defienden el relativismo —según mi apreciación— encontramos un error básico: la negación de la verdad, aunque muchas veces ésta sea evidente. Existe un principio lógico que nos señala que sólo a la verdad se le puede exigir coherencia, pues cuando se parte del error es imposible mantener un razonamiento correcto.

Ahora bien, es importante que cuidemos de no ser “invasivos” en lo tocante a la intimidad de los demás. Al mismo tiempo que tenemos el derecho y, hasta la obligación, de exigir que los demás respeten nuestra intimidad; incluyendo nuestra forma de pensar en lo tocante a los principios que confeccionan una vida éticamente correcta. Como se puede ver, todo esto exige un equilibrio muy fino en la práctica de la prudencia.

La tolerancia en cuanto virtud tiene sus límites. Esta idea no es admitida por muchos, pero como lo demuestra la experiencia en frecuentes ocasiones, los que exigen una tolerancia sin límites suelen caer en la intolerancia hacia quienes no están de acuerdo con sus ideas.

No pretendo entablar un enfrentamiento, pues entiendo que en estos temas es difícil mantener un diálogo sereno y enriquecedor, siendo muy fácil terminar en discusiones polarizadas que facilitan las faltas de consideración y nos pueden llevar a malos sentimientos. Si queremos una convivencia social positiva, necesitamos basarnos en el respeto a los demás, sobre todo, cuando hoy en día contemplamos que existe una aguda crisis por el deterioro del respeto como virtud y, por lo mismo, como algo valioso.

Partiendo de todo lo anterior, podemos entrever que la capacidad de adaptación a veces exige la renuncia a los valores personales, lo cual vendría a provocar un deterioro en la persona misma. Si para ser admitido en un grupo social, o para poder mantener una relación de amistad, noviazgo o laboral, se nos presionara exigiéndonos el abandono de nuestros principios, tendríamos que escoger entre nuestros valores y esas relaciones con los demás. Es aquí donde se pondría a prueba el auténtico valor de cada persona.

Cuando se considera a la libertad sin límites como el valor máximo, estamos ante una postura amorfa, líquida, volátil, cambiante…, y, por lo mismo, sin un contenido sólido, sin peso específico concreto; lo cual es comparable a una moneda que se devalúa dependiendo de lo que le exija un mercado caprichoso y anárquico.

Solemos entender que una persona vale por sus principios, por aquello que le sirve de sustento y señala su forma de vivir, conviviendo con los demás, aportando siempre algo bueno. Colocar a la tolerancia en la cúspide de los valores equivale a dinamitar la ética, destruyendo la diferencia entre el bien y el mal.


www.padrealejandro.org



Alejandro Cortés González-Báez

Es asombrosa la capacidad que tiene el ser humano para adaptarse a todo tipo de realidades como son: el clima, la alimentación, las costumbres sociales… y mucho más. Ahora bien, como sucede en diversos temas, esa capacidad de supervivencia puede tener su lado bueno y su lado malo.

En el caso de aquellos que defienden el relativismo —según mi apreciación— encontramos un error básico: la negación de la verdad, aunque muchas veces ésta sea evidente. Existe un principio lógico que nos señala que sólo a la verdad se le puede exigir coherencia, pues cuando se parte del error es imposible mantener un razonamiento correcto.

Ahora bien, es importante que cuidemos de no ser “invasivos” en lo tocante a la intimidad de los demás. Al mismo tiempo que tenemos el derecho y, hasta la obligación, de exigir que los demás respeten nuestra intimidad; incluyendo nuestra forma de pensar en lo tocante a los principios que confeccionan una vida éticamente correcta. Como se puede ver, todo esto exige un equilibrio muy fino en la práctica de la prudencia.

La tolerancia en cuanto virtud tiene sus límites. Esta idea no es admitida por muchos, pero como lo demuestra la experiencia en frecuentes ocasiones, los que exigen una tolerancia sin límites suelen caer en la intolerancia hacia quienes no están de acuerdo con sus ideas.

No pretendo entablar un enfrentamiento, pues entiendo que en estos temas es difícil mantener un diálogo sereno y enriquecedor, siendo muy fácil terminar en discusiones polarizadas que facilitan las faltas de consideración y nos pueden llevar a malos sentimientos. Si queremos una convivencia social positiva, necesitamos basarnos en el respeto a los demás, sobre todo, cuando hoy en día contemplamos que existe una aguda crisis por el deterioro del respeto como virtud y, por lo mismo, como algo valioso.

Partiendo de todo lo anterior, podemos entrever que la capacidad de adaptación a veces exige la renuncia a los valores personales, lo cual vendría a provocar un deterioro en la persona misma. Si para ser admitido en un grupo social, o para poder mantener una relación de amistad, noviazgo o laboral, se nos presionara exigiéndonos el abandono de nuestros principios, tendríamos que escoger entre nuestros valores y esas relaciones con los demás. Es aquí donde se pondría a prueba el auténtico valor de cada persona.

Cuando se considera a la libertad sin límites como el valor máximo, estamos ante una postura amorfa, líquida, volátil, cambiante…, y, por lo mismo, sin un contenido sólido, sin peso específico concreto; lo cual es comparable a una moneda que se devalúa dependiendo de lo que le exija un mercado caprichoso y anárquico.

Solemos entender que una persona vale por sus principios, por aquello que le sirve de sustento y señala su forma de vivir, conviviendo con los demás, aportando siempre algo bueno. Colocar a la tolerancia en la cúspide de los valores equivale a dinamitar la ética, destruyendo la diferencia entre el bien y el mal.


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