/ jueves 5 de mayo de 2022

Cartucheras al cañón… | Objetos testigos de la historia

-Un fusilamiento-

“Una bala se incrustó en un hueso y dejó huella; debió causar gran querella, cuando el cuerpo atravesó”.

Yo tuve padre-abuelo; esto es, cuando yo nací mi padre tenía 54 años de edad; nació el 16 de enero de 1895 y murió en 1970, a la edad de 75 años. Vio nacer y pasar los 30 años que duró la Revolución; y convivió con casi todos los destacados revolucionarios de Chihuahua, y atestiguó el México postrevolucionario y el moderno. Avecindado en Cd. Camargo y copropietario –con su hermano Enrique- de la Hacienda de Encinillas, vecina al mineral La Perla, don Jesús Visconti Picazo recibió muchas veces de buen grado o forzado a todas las facciones armadas beligerantes en el estado. Mi niñez y mis pláticas de sobremesa estuvieron cargadas de relatos revolucionarios que mi padre nos narraba a mi madre y a mí, y de los que ya he perdido datos y recuerdos. Sabedor mi padre de mi gusto por los “objetos históricos”, me fue llevando con los años algunos que guardaba. En una ocasión, teniendo yo unos 10 años de edad, llegó del rancho trayendo una vértebra humana, correspondiente a la región dorsal; con una bala incrustada en el cuerpo de la vértebra, y que me traía como un dramático recuerdo. Mi padre nos narró que a finales de 1912, siendo él muy joven, derivado de la sublevación de Pascual Orozco al gobierno de Madero, un contingente de maderistas llegó al rancho, trayendo prisioneros remisos; a cerca de 15 hombres orozquistas; pernoctaron ahí, y al día siguiente dieron la orden de fusilar a los prisioneros. Mi padre les pidió que no lo hicieran allí; cerca de las casas, logrando que los llevaran a unos doscientos metros más allá. Recordaba mi padre que eran hombres de todas las edades; desde viejos de 60 o más años, hasta muchachos de 14 o 15 años. Así, unos profundamente tristes y otros con ojos llorosos, recibieron la orden de ¡fuego!, que los exterminó; para luego recibir el tiro de gracia en la cabeza. Los maderistas procedieron a retirarse, dejando como regalo para mi padre y los trabajadores la tarea de sepultarlos. Apenas eran cinco hombres en el rancho y la tarea resultaba harto difícil, por lo que decidieron juntar lo más posible los cuerpos y cubrirlos con grandes piedras que ahí abundaban. La tarea se llevó todo el día y parte del otro; pero ahí quedaron bajo un cerro de piedras los infortunados revolucionarios para evitar los devoraran los animales. A los pocos días la fetidez era insoportable y se acrecentaba si el viento soplaba desde el montículo con dirección a las casas. Veinte años más tarde, sus sobrinos, los hijos mayores de don Enrique, removían las piedras y sacaban las calaveras para contarles los dientes y deducir su edad. Así salió la mencionada vértebra; que con una bala de máuser incrustada en ella era fiel testigo de una época violenta y aciaga. La guardé con esmero y luego por mucho tiempo estuvo sobre el tocador de la recámara de mis padres, hasta que ya no la vi. Investigando, recibí la noticia por parte de mi madre de que no quería tener aquellos restos sobre su tocador; y los había tirado. Así perdí aquél singular testimonio revolucionario; tan difícil de igualar y tan evidente.



-Un fusilamiento-

“Una bala se incrustó en un hueso y dejó huella; debió causar gran querella, cuando el cuerpo atravesó”.

Yo tuve padre-abuelo; esto es, cuando yo nací mi padre tenía 54 años de edad; nació el 16 de enero de 1895 y murió en 1970, a la edad de 75 años. Vio nacer y pasar los 30 años que duró la Revolución; y convivió con casi todos los destacados revolucionarios de Chihuahua, y atestiguó el México postrevolucionario y el moderno. Avecindado en Cd. Camargo y copropietario –con su hermano Enrique- de la Hacienda de Encinillas, vecina al mineral La Perla, don Jesús Visconti Picazo recibió muchas veces de buen grado o forzado a todas las facciones armadas beligerantes en el estado. Mi niñez y mis pláticas de sobremesa estuvieron cargadas de relatos revolucionarios que mi padre nos narraba a mi madre y a mí, y de los que ya he perdido datos y recuerdos. Sabedor mi padre de mi gusto por los “objetos históricos”, me fue llevando con los años algunos que guardaba. En una ocasión, teniendo yo unos 10 años de edad, llegó del rancho trayendo una vértebra humana, correspondiente a la región dorsal; con una bala incrustada en el cuerpo de la vértebra, y que me traía como un dramático recuerdo. Mi padre nos narró que a finales de 1912, siendo él muy joven, derivado de la sublevación de Pascual Orozco al gobierno de Madero, un contingente de maderistas llegó al rancho, trayendo prisioneros remisos; a cerca de 15 hombres orozquistas; pernoctaron ahí, y al día siguiente dieron la orden de fusilar a los prisioneros. Mi padre les pidió que no lo hicieran allí; cerca de las casas, logrando que los llevaran a unos doscientos metros más allá. Recordaba mi padre que eran hombres de todas las edades; desde viejos de 60 o más años, hasta muchachos de 14 o 15 años. Así, unos profundamente tristes y otros con ojos llorosos, recibieron la orden de ¡fuego!, que los exterminó; para luego recibir el tiro de gracia en la cabeza. Los maderistas procedieron a retirarse, dejando como regalo para mi padre y los trabajadores la tarea de sepultarlos. Apenas eran cinco hombres en el rancho y la tarea resultaba harto difícil, por lo que decidieron juntar lo más posible los cuerpos y cubrirlos con grandes piedras que ahí abundaban. La tarea se llevó todo el día y parte del otro; pero ahí quedaron bajo un cerro de piedras los infortunados revolucionarios para evitar los devoraran los animales. A los pocos días la fetidez era insoportable y se acrecentaba si el viento soplaba desde el montículo con dirección a las casas. Veinte años más tarde, sus sobrinos, los hijos mayores de don Enrique, removían las piedras y sacaban las calaveras para contarles los dientes y deducir su edad. Así salió la mencionada vértebra; que con una bala de máuser incrustada en ella era fiel testigo de una época violenta y aciaga. La guardé con esmero y luego por mucho tiempo estuvo sobre el tocador de la recámara de mis padres, hasta que ya no la vi. Investigando, recibí la noticia por parte de mi madre de que no quería tener aquellos restos sobre su tocador; y los había tirado. Así perdí aquél singular testimonio revolucionario; tan difícil de igualar y tan evidente.