/ viernes 4 de diciembre de 2020

“Chairo” y “facho”; de Zurdópolis y Fifilandia


“La forma de hablarnos a nosotros mismos afecta tremendamente a nuestra manera de relacionarnos con el mundo”. (Mario Alonso Puig)

“Una vida sin conflictos no vale la pena ser vivida”, sería el apotegma del militante y enemigo, quien si ve que no hay reyerta de inmediato la provoca. Y en un momento de expansión mediática a través de las redes sociales, qué mejor que provocar el conflicto con palabras desafiantes, términos que suenan a desprecio y odio.

Que te llamen “chairo” o que te digan “facho” no es más que una muestra de cómo la postura ideológica nos dispone al conflicto y no al diálogo. Y a pesar de que sabemos las ventajas sociales de éste sobre aquél, nuestra militancia y enemistad pueden más. Es la pasión militante con capa de dignidad la que se pone en juego.

El lenguaje sirve para expresar nuestro mundo, tanto interior como exterior. El lenguaje es, ante todo, un sistema significativo. El mundo -nuestro mundo- y sus signos son lo que hace posible el lenguaje como un todo que intenta comprender y expresar lo que somos y lo que hay alrededor de nuestro ser.

Y hay tantos mundos como lenguajes (¡Sí hay un multiverso, desde este enfoque!); unos y otros evolucionan, y las palabras vienen y van; las palabras nos cambian y nosotros cambiamos a las palabras. Y algo importante, nuestro repertorio de palabras nos hace decidir y actuar.

Esto último es importante: es nuestra cultura la que moldea nuestras palabras y viceversa: las perspectivas combativas de la convivencia humana están ancladas en las palabras con las que o abrimos la posibilidad del diálogo o la cancelamos.

Cada quién halla confort en la realidad correspondiente a su lenguaje, puesto que cada quien interpreta y designa la comodidad de su realidad. Pero hay otros otros lenguajes, otras interpretaciones y otras conformidades (e inconformidades) con la realidad. Y suele ocurrir que buscamos motivos para estar “contra” ellos, en lugar de esforzarnos para ir “con” ellos.

El otro lenguaje es el lenguaje del otro, del que no es igual a nosotros; es un lenguaje al que no nos acomodamos y a veces hasta rechazamos y combatimos en una franca lucha generada por la misma alteridad, es decir, la mera presencia del otro con su mundo y expresiones distintos a los nuestros.

Aquí la cosa se vuelve radical cuando no estamos dispuestos a aceptar esa alteridad y decidimos combatirla desde el lenguaje mismo: “Es un conservador”, “es un reaccionario”, “es un zurdo”, “es un revoltoso”, “es un fifí”, “es un chairo”. Y como eso es, ¡pues a la lucha!

El lenguaje también es terreno de conflicto, librándose con él batallas entre expectativas de vida y tradiciones, valores y actitudes. En la diversidad del lenguaje hay un espíritu combativo, pero igual hay la opción del diálogo, del acuerdo.



“La forma de hablarnos a nosotros mismos afecta tremendamente a nuestra manera de relacionarnos con el mundo”. (Mario Alonso Puig)

“Una vida sin conflictos no vale la pena ser vivida”, sería el apotegma del militante y enemigo, quien si ve que no hay reyerta de inmediato la provoca. Y en un momento de expansión mediática a través de las redes sociales, qué mejor que provocar el conflicto con palabras desafiantes, términos que suenan a desprecio y odio.

Que te llamen “chairo” o que te digan “facho” no es más que una muestra de cómo la postura ideológica nos dispone al conflicto y no al diálogo. Y a pesar de que sabemos las ventajas sociales de éste sobre aquél, nuestra militancia y enemistad pueden más. Es la pasión militante con capa de dignidad la que se pone en juego.

El lenguaje sirve para expresar nuestro mundo, tanto interior como exterior. El lenguaje es, ante todo, un sistema significativo. El mundo -nuestro mundo- y sus signos son lo que hace posible el lenguaje como un todo que intenta comprender y expresar lo que somos y lo que hay alrededor de nuestro ser.

Y hay tantos mundos como lenguajes (¡Sí hay un multiverso, desde este enfoque!); unos y otros evolucionan, y las palabras vienen y van; las palabras nos cambian y nosotros cambiamos a las palabras. Y algo importante, nuestro repertorio de palabras nos hace decidir y actuar.

Esto último es importante: es nuestra cultura la que moldea nuestras palabras y viceversa: las perspectivas combativas de la convivencia humana están ancladas en las palabras con las que o abrimos la posibilidad del diálogo o la cancelamos.

Cada quién halla confort en la realidad correspondiente a su lenguaje, puesto que cada quien interpreta y designa la comodidad de su realidad. Pero hay otros otros lenguajes, otras interpretaciones y otras conformidades (e inconformidades) con la realidad. Y suele ocurrir que buscamos motivos para estar “contra” ellos, en lugar de esforzarnos para ir “con” ellos.

El otro lenguaje es el lenguaje del otro, del que no es igual a nosotros; es un lenguaje al que no nos acomodamos y a veces hasta rechazamos y combatimos en una franca lucha generada por la misma alteridad, es decir, la mera presencia del otro con su mundo y expresiones distintos a los nuestros.

Aquí la cosa se vuelve radical cuando no estamos dispuestos a aceptar esa alteridad y decidimos combatirla desde el lenguaje mismo: “Es un conservador”, “es un reaccionario”, “es un zurdo”, “es un revoltoso”, “es un fifí”, “es un chairo”. Y como eso es, ¡pues a la lucha!

El lenguaje también es terreno de conflicto, librándose con él batallas entre expectativas de vida y tradiciones, valores y actitudes. En la diversidad del lenguaje hay un espíritu combativo, pero igual hay la opción del diálogo, del acuerdo.