/ domingo 30 de octubre de 2022

“El amor no existe, existen las pruebas de amor”

Por Jesús Abdala Abbud Yepiz / CPC

La frase: “El amor no existe, existen las pruebas de amor”, se puede extrapolar a cualquier ámbito de la vida en un sentido muy amplio. En México, como en Chihuahua, sobre los temas de anticorrupción, podríamos decir entonces que: “El combate a la corrupción no existe, existen los hechos que demuestran combatir la corrupción”, en ese sentido, me pareció interesante reflexionar cómo a lo largo de la incipiente vida democrática de nuestros país -la cual tiene poco más de 20 años y que surge en los hechos por la alternancia en el poder- hemos escuchado un sinfín de discursos políticos que, de manera enérgica y “decidida”, aseguraban que combatirían las causas y repararían las funestas consecuencias de este fenómeno que ha fracturado la vida pública y privada de México, causando, de forma directa o indirecta, la pérdida de generaciones enteras de mexicanos por obstruirles, por comisión u omisión, el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales como la libertad, el acceso a la salud, a la seguridad, a la educación y a la justicia, secuestrados por la violencia y, muchas veces, por los intereses del crimen organizado. No se diga sobre la enorme brecha de desigualdad que vivimos, en donde la corrupción tiene una participación importante, además de reducir la competitividad del sector privado en muchos aspectos.

En 2015 -en los hechos- se diseñó y construyó un Sistema Nacional Anticorrupción cobijado por la sociedad civil organizada que logró mover voluntades políticas de los distintos grupos parlamentarios para consumar una reforma constitucional robusta, la creación de leyes secundarias y la modificación de otras que dotaron a distintas instituciones de atribuciones y facultades que le permitirían al Estado mexicano prevenir, detectar, y sancionar faltas administrativas y hechos de corrupción. Lo mismo debió suceder en las 32 entidades federativas del país.

Así, México tuvo que introducir en su Constitución la palabra “corrupción”, para buscar disminuirla y controlarla en los hechos. Sin embargo, desde entonces y a la fecha, los poderes ejecutivos locales y el federal han abusado de un discurso “anticorrupción” que promete castigar (enfoque punitivo) a aquellos que utilizaron su poder -en el pasado- para beneficiarse y beneficiar a unos cuantos en detrimento de los intereses de todos los mexicanos, pero ninguno de estos actores políticos han puesto al centro de la mesa la promesa de renunciar a su poder de influencia con los otros poderes, de asumir -en los hechos- el compromiso de respetar su autonomía y de abstenerse de capturar decisiones, presupuestos, y nombramientos clave en el combate a la corrupción, como los son los órganos internos de control, las auditorías superiores locales y la federal, las fiscalías anticorrupción, jueces y magistrados, tribunales de justicia administrativa, organismos constitucionalmente autónomos, entre otros.

El combate a la corrupción con enfoque político es el más dañino para nuestro país, ese que se hace con armas contra los adversarios, pero con escudos protectores con los aliados, porque en ese mismo hecho va implícita la corrupción: utilizar instituciones públicas para fines de grupo o de partido, con la única intención de conservar o incrementar el poder, o disminuir o perjudicar el poder de otro.

La corrupción no es otra cosa más que el efecto del fallo en el control del poder de los poderosos. Por eso la tarea es mayúscula y cuesta arriba. Por ello, existe este gran dilema, ya que es el propio Estado mexicano (entendido en sus 3 órdenes de gobierno) quien tiene que autocontrolarse en contra, incluso, de sus propios intereses y de los poderes informales que le presionan (crimen organizado, medios de comunicación, grupos empresariales, Iglesia, etc).

Para que pasemos del discurso a los hechos, además de la renuncia a este poder de influencia que deriva en la captura de instituciones clave, es no sólo aprobar una política anticorrupción robusta que haya puesto en el centro de la discusión del problema de la corrupción a las personas, sino destinar los recursos humanos, financieros, materiales y tecnológicos suficientes y necesarios para que ésta se logre materializar y se puedan evaluar y medir sus resultados, para así realizar los cambios y mejoras que resulten necesarias.

De la frase que titula esta columna “El amor no existe, existen las pruebas de amor”, podemos imaginar a esta persona que le pide a su pareja que le demuestre su amor y no sólo que le diga que la/lo ama. En ese mismo sentido la sociedad reclama al gobierno pasar del discurso a los hechos, con toda la fuerza del Estado, para prevenir, detectar y sancionar la corrupción.

- La verdad desde mi ignorancia.

Autor: Jesús Abdala Abbud Yepiz, integrante del Comité de Participación Ciudadana del Sistema Anticorrupción del Estado de Chihuahua.

Twitter: @pibe_abbud

Por Jesús Abdala Abbud Yepiz / CPC

La frase: “El amor no existe, existen las pruebas de amor”, se puede extrapolar a cualquier ámbito de la vida en un sentido muy amplio. En México, como en Chihuahua, sobre los temas de anticorrupción, podríamos decir entonces que: “El combate a la corrupción no existe, existen los hechos que demuestran combatir la corrupción”, en ese sentido, me pareció interesante reflexionar cómo a lo largo de la incipiente vida democrática de nuestros país -la cual tiene poco más de 20 años y que surge en los hechos por la alternancia en el poder- hemos escuchado un sinfín de discursos políticos que, de manera enérgica y “decidida”, aseguraban que combatirían las causas y repararían las funestas consecuencias de este fenómeno que ha fracturado la vida pública y privada de México, causando, de forma directa o indirecta, la pérdida de generaciones enteras de mexicanos por obstruirles, por comisión u omisión, el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales como la libertad, el acceso a la salud, a la seguridad, a la educación y a la justicia, secuestrados por la violencia y, muchas veces, por los intereses del crimen organizado. No se diga sobre la enorme brecha de desigualdad que vivimos, en donde la corrupción tiene una participación importante, además de reducir la competitividad del sector privado en muchos aspectos.

En 2015 -en los hechos- se diseñó y construyó un Sistema Nacional Anticorrupción cobijado por la sociedad civil organizada que logró mover voluntades políticas de los distintos grupos parlamentarios para consumar una reforma constitucional robusta, la creación de leyes secundarias y la modificación de otras que dotaron a distintas instituciones de atribuciones y facultades que le permitirían al Estado mexicano prevenir, detectar, y sancionar faltas administrativas y hechos de corrupción. Lo mismo debió suceder en las 32 entidades federativas del país.

Así, México tuvo que introducir en su Constitución la palabra “corrupción”, para buscar disminuirla y controlarla en los hechos. Sin embargo, desde entonces y a la fecha, los poderes ejecutivos locales y el federal han abusado de un discurso “anticorrupción” que promete castigar (enfoque punitivo) a aquellos que utilizaron su poder -en el pasado- para beneficiarse y beneficiar a unos cuantos en detrimento de los intereses de todos los mexicanos, pero ninguno de estos actores políticos han puesto al centro de la mesa la promesa de renunciar a su poder de influencia con los otros poderes, de asumir -en los hechos- el compromiso de respetar su autonomía y de abstenerse de capturar decisiones, presupuestos, y nombramientos clave en el combate a la corrupción, como los son los órganos internos de control, las auditorías superiores locales y la federal, las fiscalías anticorrupción, jueces y magistrados, tribunales de justicia administrativa, organismos constitucionalmente autónomos, entre otros.

El combate a la corrupción con enfoque político es el más dañino para nuestro país, ese que se hace con armas contra los adversarios, pero con escudos protectores con los aliados, porque en ese mismo hecho va implícita la corrupción: utilizar instituciones públicas para fines de grupo o de partido, con la única intención de conservar o incrementar el poder, o disminuir o perjudicar el poder de otro.

La corrupción no es otra cosa más que el efecto del fallo en el control del poder de los poderosos. Por eso la tarea es mayúscula y cuesta arriba. Por ello, existe este gran dilema, ya que es el propio Estado mexicano (entendido en sus 3 órdenes de gobierno) quien tiene que autocontrolarse en contra, incluso, de sus propios intereses y de los poderes informales que le presionan (crimen organizado, medios de comunicación, grupos empresariales, Iglesia, etc).

Para que pasemos del discurso a los hechos, además de la renuncia a este poder de influencia que deriva en la captura de instituciones clave, es no sólo aprobar una política anticorrupción robusta que haya puesto en el centro de la discusión del problema de la corrupción a las personas, sino destinar los recursos humanos, financieros, materiales y tecnológicos suficientes y necesarios para que ésta se logre materializar y se puedan evaluar y medir sus resultados, para así realizar los cambios y mejoras que resulten necesarias.

De la frase que titula esta columna “El amor no existe, existen las pruebas de amor”, podemos imaginar a esta persona que le pide a su pareja que le demuestre su amor y no sólo que le diga que la/lo ama. En ese mismo sentido la sociedad reclama al gobierno pasar del discurso a los hechos, con toda la fuerza del Estado, para prevenir, detectar y sancionar la corrupción.

- La verdad desde mi ignorancia.

Autor: Jesús Abdala Abbud Yepiz, integrante del Comité de Participación Ciudadana del Sistema Anticorrupción del Estado de Chihuahua.

Twitter: @pibe_abbud