/ lunes 19 de abril de 2021

El arte de perder un tesoro

Por: Lizbeth Chavira Ortiz

Hace mucho tiempo perdí un tesoro. La realidad es que no entendía lo valioso que era, hasta que entendí que jamás lo tendría de vuelta.

Son esa clase de tesoros que se materializan en una fotografía y es todavía más impresionante cuando ésta gira alrededor de una persona en específico. Puedes oler su loción, sentir la calidez de su voz o escuchar las ondas de su risa haciendo eco en lo más profundo de tus recuerdos.

Y es ese momento en donde sueñas despierto.

Imaginamos un mundo distinto. Uno en el que escribimos diálogos que jamás se dirán o dibujamos escenarios distintos que nunca pasarán. Y eso hago exactamente.

Estoy sentada cerca de la ventana más amplia de la cafetería. Es esa clase de lugar arrinconado en el sitio más olvidado de la ciudad, pero que tiene un aroma placentero a vainilla que me es incluso terapéutico.

Por otro lado, los transeúntes caminan en la acera frente a mí, algunos con apuro, otros indiferentes. No me pasa desapercibido un hombre, quien chista molesto en el otro lado de la calle y todo porque las ganancias de su florería no han sido las mejores, a un costado camina una pareja que discute sobre algo que no percibo del todo y en el otro extremo pasea una mujer con un niño de la mano, éste gimotea sin parar.

Cada quien vive el momento a su manera. Yo difiero de guardar silencio y observarlo todo. Sigilosa y expectante.

Mi invitada no ha hecho acto de presencia, pero no hago nada al respecto. Solo espero pacientemente mientras bebo un café amargo, a recomendación suya.

El mesero se acerca y me pregunta si estoy dispuesta a esperar un poco más o si decidiré marcharme pronto. Le respondo que estoy bien y sigo esperando por ella.

No te puedo decir a quién aún, sin embargo, quisiera que te quedaras para descubrirlo. Quizá puedas entender mis palabras sin sentido más tarde. Sí, lo harás. Porque—probablemente—tú también has perdido un tesoro muy valioso, tan valioso, que nada ni nadie puede igualarlo.

Te explicaré mejor. Mi tesoro tenía una sonrisa enigmática y su voz era inconfundible. Yo era feliz con su sola existencia; vivía en una nube de ignorancia en la que nunca analicé la posibilidad de perderlo, pero sucedió en el momento menos inimaginable.

Un día ya no estaba. Su ausencia causó en mí el dolor más agobiante, no te mentiré.

“¿Qué puedes hacer para recuperar un tesoro perdido?”. Me pregunté tantas veces sin obtener respuesta.

Sé que tú—al igual que yo—perdiste algo valioso y es insustituible, de eso no cabe duda. No encontrarás otro tesoro semejante, pero es tu decisión quedarte y esperar.

Es más, quédate, espera y vive.

Permite sentir el dolor como un matiz de aprendizaje.

Sí, me costó entenderlo y aún lo hace; lo admito. Pero camino poco a poco sin pasos gigantescos.

Las campanas de la puerta me regresan en sí y me hacen saber que mi invitada—finalmente—ha llegado. La recibo de pie aliviada.

Es verdad: Después de la Tormenta, siempre viene la Calma.

Por: Lizbeth Chavira Ortiz

Hace mucho tiempo perdí un tesoro. La realidad es que no entendía lo valioso que era, hasta que entendí que jamás lo tendría de vuelta.

Son esa clase de tesoros que se materializan en una fotografía y es todavía más impresionante cuando ésta gira alrededor de una persona en específico. Puedes oler su loción, sentir la calidez de su voz o escuchar las ondas de su risa haciendo eco en lo más profundo de tus recuerdos.

Y es ese momento en donde sueñas despierto.

Imaginamos un mundo distinto. Uno en el que escribimos diálogos que jamás se dirán o dibujamos escenarios distintos que nunca pasarán. Y eso hago exactamente.

Estoy sentada cerca de la ventana más amplia de la cafetería. Es esa clase de lugar arrinconado en el sitio más olvidado de la ciudad, pero que tiene un aroma placentero a vainilla que me es incluso terapéutico.

Por otro lado, los transeúntes caminan en la acera frente a mí, algunos con apuro, otros indiferentes. No me pasa desapercibido un hombre, quien chista molesto en el otro lado de la calle y todo porque las ganancias de su florería no han sido las mejores, a un costado camina una pareja que discute sobre algo que no percibo del todo y en el otro extremo pasea una mujer con un niño de la mano, éste gimotea sin parar.

Cada quien vive el momento a su manera. Yo difiero de guardar silencio y observarlo todo. Sigilosa y expectante.

Mi invitada no ha hecho acto de presencia, pero no hago nada al respecto. Solo espero pacientemente mientras bebo un café amargo, a recomendación suya.

El mesero se acerca y me pregunta si estoy dispuesta a esperar un poco más o si decidiré marcharme pronto. Le respondo que estoy bien y sigo esperando por ella.

No te puedo decir a quién aún, sin embargo, quisiera que te quedaras para descubrirlo. Quizá puedas entender mis palabras sin sentido más tarde. Sí, lo harás. Porque—probablemente—tú también has perdido un tesoro muy valioso, tan valioso, que nada ni nadie puede igualarlo.

Te explicaré mejor. Mi tesoro tenía una sonrisa enigmática y su voz era inconfundible. Yo era feliz con su sola existencia; vivía en una nube de ignorancia en la que nunca analicé la posibilidad de perderlo, pero sucedió en el momento menos inimaginable.

Un día ya no estaba. Su ausencia causó en mí el dolor más agobiante, no te mentiré.

“¿Qué puedes hacer para recuperar un tesoro perdido?”. Me pregunté tantas veces sin obtener respuesta.

Sé que tú—al igual que yo—perdiste algo valioso y es insustituible, de eso no cabe duda. No encontrarás otro tesoro semejante, pero es tu decisión quedarte y esperar.

Es más, quédate, espera y vive.

Permite sentir el dolor como un matiz de aprendizaje.

Sí, me costó entenderlo y aún lo hace; lo admito. Pero camino poco a poco sin pasos gigantescos.

Las campanas de la puerta me regresan en sí y me hacen saber que mi invitada—finalmente—ha llegado. La recibo de pie aliviada.

Es verdad: Después de la Tormenta, siempre viene la Calma.