/ jueves 10 de mayo de 2018

El sacerdote y la política

Las personas ven, a veces, una cierta incompatibilidad entre la dignidad del ministerio del sacerdocio y la actividad política propiamente dicha. El error podría estar, como diría el padre Elías Yanes Álvarez, en pensar como en absoluta esta incompatibilidad. La política, como las demás profesiones, no es ni buena ni mala, antes bien, es más buena que mala, y necesaria en una sociedad bien organizada. El pecado depende de la persona, de la intención; no de la profesión. Siendo, en principio, una profesión honesta, no hay oposición entre ambas.

Aunque a veces es positivo que el sacerdote participe en política, y que de ello resulten beneficios para la Iglesia y la patria, como lo prueban un Francisco de Vitoria, el cardenal Cisneros o un Bartolomé de las Casas, sin embargo, hay graves motivos para que, en general, el sacerdote se abstenga de actuar en la vida política de un país. La política es materia disputable. Pocas cosas encienden vivamente los ánimos. Es una fuente abundante de apasionamientos y odios irreconciliables. Inclinado a un bando, su apostolado sería estéril en el bando opuesto.

En otros ambientes hay peligro de que el pueblo haga a la Iglesia responsable de los errores que en política pudiera cometer el sacerdote y que los ataques a uno llevarán fácilmente al otro. Por estas y otras razones, la Iglesia aconseja a los sacerdotes que eviten actuar públicamente en política, salvo que ciertas circunstancias particulares lo ameriten. Esto no implica que la Iglesia prohíba que el sacerdote, como persona privada, tenga opiniones en política, sobre arte o futbol, y tenga los mismos derechos que un ciudadano como votar.

En un país democrático puede ejercer su derecho a votar libremente, aunque no esté obligado por prudencia. Mas no faltan circunstancias en que un verdadero deber de conciencia le obligue a ejercer su derecho ciudadano pese a los escándalos injustificados –o maliciosos- de algunos, especialmente, cuando un sistema de gobierno, por su estructura o sus programas, se opone a la doctrina de Cristo, y por consiguiente, a los derechos del hombre y de la sociedad: el bien común, la justicia social, la libertad (no el libertinaje), el derecho a asociarse, etc.

Hay regímenes políticos con verdaderos errores en el orden político que, sin embargo, respetan la religión, con los que la Iglesia podrá manifestar su desacuerdo. Y puede haber otros regímenes con grandes aciertos políticos, pero que no respetan la religión, a los que necesariamente se opondrá por cuestión de principios. La política, como la economía, la medicina, etc., tienen relación con el Dogma y la Moral Católica, en los que no puede ignorarse el peligro de faltar gravemente a la justicia y perjudicar gravemente al prójimo y a la sociedad.

Esto es lo que precisamente escandaliza a muchos. Es como si se dijera que el Estado nada tiene que hacer fuera de los edificios públicos. En relación a lo que piensan de la Iglesia, puede no ser mala fe, sino falta de información, en cuanto que la actitud de la Iglesia en política es parte de su ideario religioso. Tampoco puede pensarse que las personas de bien no se opongan a un Estado cuya política vaya en contra del bien común y sea impopular en general, tal como lo es, en lo particular, para la Iglesia. ¿Por qué no ayudarse sin faltar a sus misiones?

agusperezr@hotmail.com


Las personas ven, a veces, una cierta incompatibilidad entre la dignidad del ministerio del sacerdocio y la actividad política propiamente dicha. El error podría estar, como diría el padre Elías Yanes Álvarez, en pensar como en absoluta esta incompatibilidad. La política, como las demás profesiones, no es ni buena ni mala, antes bien, es más buena que mala, y necesaria en una sociedad bien organizada. El pecado depende de la persona, de la intención; no de la profesión. Siendo, en principio, una profesión honesta, no hay oposición entre ambas.

Aunque a veces es positivo que el sacerdote participe en política, y que de ello resulten beneficios para la Iglesia y la patria, como lo prueban un Francisco de Vitoria, el cardenal Cisneros o un Bartolomé de las Casas, sin embargo, hay graves motivos para que, en general, el sacerdote se abstenga de actuar en la vida política de un país. La política es materia disputable. Pocas cosas encienden vivamente los ánimos. Es una fuente abundante de apasionamientos y odios irreconciliables. Inclinado a un bando, su apostolado sería estéril en el bando opuesto.

En otros ambientes hay peligro de que el pueblo haga a la Iglesia responsable de los errores que en política pudiera cometer el sacerdote y que los ataques a uno llevarán fácilmente al otro. Por estas y otras razones, la Iglesia aconseja a los sacerdotes que eviten actuar públicamente en política, salvo que ciertas circunstancias particulares lo ameriten. Esto no implica que la Iglesia prohíba que el sacerdote, como persona privada, tenga opiniones en política, sobre arte o futbol, y tenga los mismos derechos que un ciudadano como votar.

En un país democrático puede ejercer su derecho a votar libremente, aunque no esté obligado por prudencia. Mas no faltan circunstancias en que un verdadero deber de conciencia le obligue a ejercer su derecho ciudadano pese a los escándalos injustificados –o maliciosos- de algunos, especialmente, cuando un sistema de gobierno, por su estructura o sus programas, se opone a la doctrina de Cristo, y por consiguiente, a los derechos del hombre y de la sociedad: el bien común, la justicia social, la libertad (no el libertinaje), el derecho a asociarse, etc.

Hay regímenes políticos con verdaderos errores en el orden político que, sin embargo, respetan la religión, con los que la Iglesia podrá manifestar su desacuerdo. Y puede haber otros regímenes con grandes aciertos políticos, pero que no respetan la religión, a los que necesariamente se opondrá por cuestión de principios. La política, como la economía, la medicina, etc., tienen relación con el Dogma y la Moral Católica, en los que no puede ignorarse el peligro de faltar gravemente a la justicia y perjudicar gravemente al prójimo y a la sociedad.

Esto es lo que precisamente escandaliza a muchos. Es como si se dijera que el Estado nada tiene que hacer fuera de los edificios públicos. En relación a lo que piensan de la Iglesia, puede no ser mala fe, sino falta de información, en cuanto que la actitud de la Iglesia en política es parte de su ideario religioso. Tampoco puede pensarse que las personas de bien no se opongan a un Estado cuya política vaya en contra del bien común y sea impopular en general, tal como lo es, en lo particular, para la Iglesia. ¿Por qué no ayudarse sin faltar a sus misiones?

agusperezr@hotmail.com