/ viernes 19 de abril de 2019

Esas manchas blancas

Para algunos la Cuaresma marca el fin de su carnaval; para otros es tiempo de pescado y tantas recetas más de abolengo popular. Aunque su verdadero sentido seguirá siendo el mismo: acompañar a Jesús de Nazaret, con amor y penitencia, recordando su prolongado ayuno en el desierto; así como preparación para la Semana Santa, en la cual recordamos su ofrecimiento por nosotros como víctima inocente muriendo en la cruz.

Prestemos un poco de atención al asunto de las cruces. Cruces, muchas cruces, en paredes del negocio y en cadenitas de 18 quilates para llevar con nosotros. Cruces bonitas para adornar la casa; una clara muestra de nuestra fe. Somos católicos, no faltaba más. Cruces de pasta, y si la familia es rica, de marfil; pero que sean bonitas; que adornen.

Un Cristo ensangrentado de arriba a abajo, no. Un Cristo destrozado a latigazos, no. De una vida de dolor y sufrimiento… líbranos Señor. En el taller mecánico las paredes repletas de fotos impúdicas enmarcando a la Guadalupana. En el espejo del coche un rosario, y el claxon siempre pronto a entonar el himno a la madre cuando nos dan un cerrón. Lejos de nosotros el perdonar al enemigo. Ni que fuéramos santos.

Hoy recuerdo lo que unos amigos me contaron, una de esas historias familiares muy sencilla pero llena de Teología Ascética.

Le llegó su turno —para ser pintado— al cuarto de los papás, abandonaron su sitio en las paredes los cuadros, adornos, y el viejo crucifijo que, con mucho cuidado, fueron depositados en el suelo. Este último recargado en unas cortinas.

Mamá entra a su cuarto para ver cómo marchan las cosas, y se encuentra a su hijo de tres años, de rodillas, manchando el crucifijo con una pasta blanca. Entre sus manitas encuentra un tubito de Neosporín. ¿Qué haces, Bernardo? Le pregunta, y él con voz tierna, responde: “Lo estoy curando”.

Dora le contó el suceso a Alberto y de común acuerdo, dejaron el Cristo manchado de blanco. Quizás “aquello” alivie un poco sus heridas. Al recordar esta anécdota siento vergüenza por ser adulto, uno de esos que buscan “cruces bonitas para decorar”, y por no ser capaz de ver en ellas a Jesús, como amor sangrante.

www.padrealejandro.com


Para algunos la Cuaresma marca el fin de su carnaval; para otros es tiempo de pescado y tantas recetas más de abolengo popular. Aunque su verdadero sentido seguirá siendo el mismo: acompañar a Jesús de Nazaret, con amor y penitencia, recordando su prolongado ayuno en el desierto; así como preparación para la Semana Santa, en la cual recordamos su ofrecimiento por nosotros como víctima inocente muriendo en la cruz.

Prestemos un poco de atención al asunto de las cruces. Cruces, muchas cruces, en paredes del negocio y en cadenitas de 18 quilates para llevar con nosotros. Cruces bonitas para adornar la casa; una clara muestra de nuestra fe. Somos católicos, no faltaba más. Cruces de pasta, y si la familia es rica, de marfil; pero que sean bonitas; que adornen.

Un Cristo ensangrentado de arriba a abajo, no. Un Cristo destrozado a latigazos, no. De una vida de dolor y sufrimiento… líbranos Señor. En el taller mecánico las paredes repletas de fotos impúdicas enmarcando a la Guadalupana. En el espejo del coche un rosario, y el claxon siempre pronto a entonar el himno a la madre cuando nos dan un cerrón. Lejos de nosotros el perdonar al enemigo. Ni que fuéramos santos.

Hoy recuerdo lo que unos amigos me contaron, una de esas historias familiares muy sencilla pero llena de Teología Ascética.

Le llegó su turno —para ser pintado— al cuarto de los papás, abandonaron su sitio en las paredes los cuadros, adornos, y el viejo crucifijo que, con mucho cuidado, fueron depositados en el suelo. Este último recargado en unas cortinas.

Mamá entra a su cuarto para ver cómo marchan las cosas, y se encuentra a su hijo de tres años, de rodillas, manchando el crucifijo con una pasta blanca. Entre sus manitas encuentra un tubito de Neosporín. ¿Qué haces, Bernardo? Le pregunta, y él con voz tierna, responde: “Lo estoy curando”.

Dora le contó el suceso a Alberto y de común acuerdo, dejaron el Cristo manchado de blanco. Quizás “aquello” alivie un poco sus heridas. Al recordar esta anécdota siento vergüenza por ser adulto, uno de esos que buscan “cruces bonitas para decorar”, y por no ser capaz de ver en ellas a Jesús, como amor sangrante.

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