/ viernes 19 de octubre de 2018

Familiaristas

En las últimas décadas hemos podido observar grandes cambios culturales. En este asunto han tenido una función muy importante los nuevos sistemas de comunicación. Pero sería un error culpar a los avances técnicos de estos fenómenos sociales, pues los teléfonos inteligentes no se controlan a sí mismos. Estos medios son manejados por seres humanos y somos nosotros quienes les damos un uso correcto o incorrecto. Por poner un ejemplo concreto; todos sabemos que los celulares no inventan las calumnias.

Hoy en día cualquier persona puede subir a las redes sociales información falsa y críticas que pueden destrozar la buena fama de personas honradas y buenas. No hace falta presentar argumentos sólidos y bien fundamentados. Las difamaciones vuelan por los aires a grandes distancias como los papeles soltados desde un avión, y lo peor de todo es que después de propagados los vituperios es imposible reparar el daño que se haya hecho.

Muchos confunden el derecho a la libre expresión con el derecho a criticar. Basta leer los comentarios a cualquier noticia, para descubrir la amargura cáustica que llena los cerebros y los corazones de muchos quienes se sienten con autoridad para insultar públicamente a cualquiera.

Otra forma de dañar le imagen de personas, instituciones y valores es bautizándolas con términos humillantes o que suenan ridículos para desautorizar los argumentos o tipo de vida. Quienes actúan de esta manera demuestran poco valor cívico y poca categoría humana. Es algo parecido a quien con un martillo destrozara una obra de arte. Es decir, ese tipo de actos los puede hacer un loco, un imprudente o un simple estúpido.

Me llamó poderosamente la atención que en un texto donde se favorecía la idea de que a cualquier tipo de relación se le puede dar la categoría de familia, se humillaba a los defensores de la familia llamándolos: “Familiaristas”, cuando a lo largo de muchos siglos y en todo el mundo se ha reconocido el valor fundamental de esta institución como el fundamento de la sociedad. Bastará preguntarle a cualquier persona prudente qué es para ella lo más importante en su vida, y la respuesta será siempre la misma.

www.padrealejandro.com


En las últimas décadas hemos podido observar grandes cambios culturales. En este asunto han tenido una función muy importante los nuevos sistemas de comunicación. Pero sería un error culpar a los avances técnicos de estos fenómenos sociales, pues los teléfonos inteligentes no se controlan a sí mismos. Estos medios son manejados por seres humanos y somos nosotros quienes les damos un uso correcto o incorrecto. Por poner un ejemplo concreto; todos sabemos que los celulares no inventan las calumnias.

Hoy en día cualquier persona puede subir a las redes sociales información falsa y críticas que pueden destrozar la buena fama de personas honradas y buenas. No hace falta presentar argumentos sólidos y bien fundamentados. Las difamaciones vuelan por los aires a grandes distancias como los papeles soltados desde un avión, y lo peor de todo es que después de propagados los vituperios es imposible reparar el daño que se haya hecho.

Muchos confunden el derecho a la libre expresión con el derecho a criticar. Basta leer los comentarios a cualquier noticia, para descubrir la amargura cáustica que llena los cerebros y los corazones de muchos quienes se sienten con autoridad para insultar públicamente a cualquiera.

Otra forma de dañar le imagen de personas, instituciones y valores es bautizándolas con términos humillantes o que suenan ridículos para desautorizar los argumentos o tipo de vida. Quienes actúan de esta manera demuestran poco valor cívico y poca categoría humana. Es algo parecido a quien con un martillo destrozara una obra de arte. Es decir, ese tipo de actos los puede hacer un loco, un imprudente o un simple estúpido.

Me llamó poderosamente la atención que en un texto donde se favorecía la idea de que a cualquier tipo de relación se le puede dar la categoría de familia, se humillaba a los defensores de la familia llamándolos: “Familiaristas”, cuando a lo largo de muchos siglos y en todo el mundo se ha reconocido el valor fundamental de esta institución como el fundamento de la sociedad. Bastará preguntarle a cualquier persona prudente qué es para ella lo más importante en su vida, y la respuesta será siempre la misma.

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