/ miércoles 10 de junio de 2020

Hablar con las máquinas

No sé si es en todos los sectores, pero últimamente los apagones suceden con mayor frecuencia. Y no tengo explicación alguna del porqué, ni conozco del tema, ni me atrevo a especular. Lo único que sí puedo hacer es relatar de manera muy breve la escena que ocurrió en la casa de uno de mis mejores amigos. Y creo que ocurre en muchos hogares.

En uno de esos apagones, el hijo adolescente de mi amigo pegó un grito aterrador, cuando se dio cuenta que, además de la falta de luz, no tenía redes sociales. El intenso calor -consecuencia de la falla eléctrica en el fraccionamiento-, fue lo que menos le importó. Para él lo más dramático era no tener contacto con sus “miles de amigos” en “Face”.

“No te preocupes hijo, al rato llega (la luz), pero podemos aprovechar y hablemos entre nosotros ¿te parece?”, le dijo su amable madre. “¡Ay no qué aburrido!”, fue la respuesta tajante del muchacho.

Pudiera ser una frase muy, pero muy simple, es más: intrascendente. Pero yo creo, como lo confirman los padres de este adolescente, que esas cuatro palabras suenan preocupantes. ¿Aburrido hablar entre nosotros, entre las personas? ¿Desde cuándo es más divertido “hablar” con las máquinas?

Estamos mandando mensajes a través de la tecnología, pero últimamente no ejercemos la maravillosa cosa llamada comunicación. No sé si te has dado cuenta, estimado lector: entre más tecnología de la comunicación inventamos, menos nos estamos comunicando entre los seres humanos cara a cara.

Entre más aparatos destinados a la comunicación estén a nuestro alcance, más nos estaremos alejando de una hermosa y placentera conversación entre dos o más personas. Con mucha frecuencia nos quejamos, los padres de familia, de la forma tan abrupta en que nuestros hijos se alejan de las conversaciones en casa. Y yo digo, con respeto a quienes somos papás y mamás: la mayor parte de la culpa es nuestra. Sí, nuestra. ¿Sabes por qué los hijos no quieren hablar? Porque nosotros no queremos escuchar. ¿Simple? No: ¡gravísimo!

Ejemplos sobran: enseñamos a nuestros hijos, desde que son niños, a no meterse en las conversaciones de los adultos; les decimos que son “cosas de grandes” y es cierto, pero… ¿qué nos cuesta bajar el nivel de comprensión del lenguaje para suministrarle a los pequeños información. Luego, cuando llegan a la adolescencia, toda la vida (no me equivoco) les estamos pidiendo “váyanse a jugar ustedes los chavos, o váyanse a platicar entre ustedes…”.

Nuestros hijos han encontrado (y también muchos adultos), en las redes y en sus propios aparatos telefónicos, la mejor alternativa para intercambiar conversaciones electrónicas con sus iguales; ojo: dije conversaciones electrónicas. Y de ahí habrán de derivarse una serie de deformaciones lingüísticas, gramaticales y hasta semánticas que tendrán consecuencias directas en el impacto de la comunicación.

Y aún así eso ha quedado atrás: hoy podemos estar bajo el más poderoso de los fenómenos comunicacionales (estoy hablando de interconexiones virtuales), y jamás se va a comparar con una conversación cara a cara, porque en la pantalla de tu más potente teléfono celular, nunca, escucha bien, nunca habrá de palpitar un corazón, ni podrás ver en un mensaje cuando alguien cierre un ojo en señal de complicidad amorosa y tampoco podremos percibir el aroma de un perfume que agrada y hasta enamora.

“Ahora se llama FaceTime”, dice uno de los programadores con quien diariamente trabajo, y me explica, aunque lo sé, que es una aplicación como otras tantas que hoy, sin duda, sin verdaderamente importantes para generar el trabajo en casa, videoconferencias de empresas, clases virtuales y muchas más tareas… pero me refiero a esa comunicación familiar, la que debe ser cara a cara. Esa comunicación que está ahí, a medio metro de distancia y que preferimos una máquina a una plática en vivo.

Finalmente… nada nos cuesta, de veras lo digo, nada nos cuesta sentarnos un par de horas a la semana, en familia, comiendo juntos, viendo una película o simplemente estar ahí hablando entre nosotros, sin la presencia de eso que parece ser el mejor amigo: el celular. Vamos a darnos tiempo, un poco, porque se nos está acabando el maravilloso instante que sirve para hablar entre nosotros. Yo sólo le cuento cosas comunes.

No sé si es en todos los sectores, pero últimamente los apagones suceden con mayor frecuencia. Y no tengo explicación alguna del porqué, ni conozco del tema, ni me atrevo a especular. Lo único que sí puedo hacer es relatar de manera muy breve la escena que ocurrió en la casa de uno de mis mejores amigos. Y creo que ocurre en muchos hogares.

En uno de esos apagones, el hijo adolescente de mi amigo pegó un grito aterrador, cuando se dio cuenta que, además de la falta de luz, no tenía redes sociales. El intenso calor -consecuencia de la falla eléctrica en el fraccionamiento-, fue lo que menos le importó. Para él lo más dramático era no tener contacto con sus “miles de amigos” en “Face”.

“No te preocupes hijo, al rato llega (la luz), pero podemos aprovechar y hablemos entre nosotros ¿te parece?”, le dijo su amable madre. “¡Ay no qué aburrido!”, fue la respuesta tajante del muchacho.

Pudiera ser una frase muy, pero muy simple, es más: intrascendente. Pero yo creo, como lo confirman los padres de este adolescente, que esas cuatro palabras suenan preocupantes. ¿Aburrido hablar entre nosotros, entre las personas? ¿Desde cuándo es más divertido “hablar” con las máquinas?

Estamos mandando mensajes a través de la tecnología, pero últimamente no ejercemos la maravillosa cosa llamada comunicación. No sé si te has dado cuenta, estimado lector: entre más tecnología de la comunicación inventamos, menos nos estamos comunicando entre los seres humanos cara a cara.

Entre más aparatos destinados a la comunicación estén a nuestro alcance, más nos estaremos alejando de una hermosa y placentera conversación entre dos o más personas. Con mucha frecuencia nos quejamos, los padres de familia, de la forma tan abrupta en que nuestros hijos se alejan de las conversaciones en casa. Y yo digo, con respeto a quienes somos papás y mamás: la mayor parte de la culpa es nuestra. Sí, nuestra. ¿Sabes por qué los hijos no quieren hablar? Porque nosotros no queremos escuchar. ¿Simple? No: ¡gravísimo!

Ejemplos sobran: enseñamos a nuestros hijos, desde que son niños, a no meterse en las conversaciones de los adultos; les decimos que son “cosas de grandes” y es cierto, pero… ¿qué nos cuesta bajar el nivel de comprensión del lenguaje para suministrarle a los pequeños información. Luego, cuando llegan a la adolescencia, toda la vida (no me equivoco) les estamos pidiendo “váyanse a jugar ustedes los chavos, o váyanse a platicar entre ustedes…”.

Nuestros hijos han encontrado (y también muchos adultos), en las redes y en sus propios aparatos telefónicos, la mejor alternativa para intercambiar conversaciones electrónicas con sus iguales; ojo: dije conversaciones electrónicas. Y de ahí habrán de derivarse una serie de deformaciones lingüísticas, gramaticales y hasta semánticas que tendrán consecuencias directas en el impacto de la comunicación.

Y aún así eso ha quedado atrás: hoy podemos estar bajo el más poderoso de los fenómenos comunicacionales (estoy hablando de interconexiones virtuales), y jamás se va a comparar con una conversación cara a cara, porque en la pantalla de tu más potente teléfono celular, nunca, escucha bien, nunca habrá de palpitar un corazón, ni podrás ver en un mensaje cuando alguien cierre un ojo en señal de complicidad amorosa y tampoco podremos percibir el aroma de un perfume que agrada y hasta enamora.

“Ahora se llama FaceTime”, dice uno de los programadores con quien diariamente trabajo, y me explica, aunque lo sé, que es una aplicación como otras tantas que hoy, sin duda, sin verdaderamente importantes para generar el trabajo en casa, videoconferencias de empresas, clases virtuales y muchas más tareas… pero me refiero a esa comunicación familiar, la que debe ser cara a cara. Esa comunicación que está ahí, a medio metro de distancia y que preferimos una máquina a una plática en vivo.

Finalmente… nada nos cuesta, de veras lo digo, nada nos cuesta sentarnos un par de horas a la semana, en familia, comiendo juntos, viendo una película o simplemente estar ahí hablando entre nosotros, sin la presencia de eso que parece ser el mejor amigo: el celular. Vamos a darnos tiempo, un poco, porque se nos está acabando el maravilloso instante que sirve para hablar entre nosotros. Yo sólo le cuento cosas comunes.

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