/ martes 5 de octubre de 2021

Hacia una cultura de paz | El engorroso protocolo ceremonial

Amy Vanderblit fue una autoridad en el rebuscado arte de la etiqueta. En 1954 publicó un libro sobre el tema que continúa en circulación y sigue tan vigente como entonces. Resaltaba la importancia de mostrar buenos modales y que, para hacerlos sonar como verdad, había que sentirlos, no sólo exhibirlos, es decir, ser genuinos. La etiqueta se refiere a ese comportamiento de carácter personal de mostrar un trato cortés, atento y educado. No es exclusivo de clases sociales altas, sino de todas las personas interesadas en mostrar amabilidad hacia los demás, sin distinción alguna. Etiqueta y protocolo son cosas distintas. En la primera se observan esos buenos modales que esperemos jamás pasen de moda, y en la segunda, se muestran los usos y costumbres que deben guardarse en público. Con el deseo de que la organización de eventos, congresos, toma de protestas e incluso en textos de difusión sean exitosos, estas “formalísimas” reglas ceremoniales y protocolarias son aplicadas, incluso en exceso. En México somos solemnes y rimbombantes, nos cautivan las formas, la vestimenta y el papel a desarrollar en un evento; procuramos que la iluminación, el sonido y el escenario sean perfectos, no se diga los cocktails y vino de honor para brindar al final. Es protocolo, así es y ha sido.

Nos encanta la “faramalla” y abusamos de la cortesía, por ejemplo al escribir: “Estimado lector, me es muy grato saludarle este día esperando se encuentre bien al lado de sus seres queridos y acompañado de una buena taza de café. Es de mi interés comunicarle un tema muy especial que espero disfrute…” y ¿dónde quedó lo que tenía que decir? En una toma de protesta, después de varios minutos de introducción del o la maestra de ceremonias, primero se leen los kilométricos “ridículums” de los integrantes del presídium, mencionando cualquier información adicional que le haga distinguirse de los demás. Se intercambian “flores y ovaciones” a la luz de los reflectores. Luego pronuncian el discurso, igual de ceremonioso, agradeciendo y adulando a los presentes, para finalmente compartir algunas palabras con el tiempo que quedó. El evento puede llegar a durar hasta horas sin mostrar información sustancial alguna más que solemnidades. El protocolo es una tradición milenaria que ha facilitado las relaciones sociales de acuerdo con las tradiciones de un lugar determinado. Los políticos, más en esta parte del mundo, son muy dados a este rimbombante momento. Se suben al pódium y con gracia disfrutan del “spot light”. Los tiempos cambian y algunas costumbres con ellos, en este caso, convendría agilizarlo. Me pregunto qué pasaría si en una presentación, en lugar de gastar diez minutos hablando de la hoja de vida de la persona, se dijera su nombre, algún antecedente y se le diera la oportunidad de compartir lo que tiene que decir, o si al hablar quitáramos adjetivos calificativos “paja” que a veces no sirven de nada. ¿Seguiría habiendo eventos si fuésemos más directos con lo que decimos, o simplemente la gente perdería el interés? ¿Qué es lo que realmente disfrutamos de un evento de esa naturaleza? En lo particular, no me agradan estas prácticas, pero en el afán de conservar algunas tradiciones, espero se tornen más ágiles y al punto.


Amy Vanderblit fue una autoridad en el rebuscado arte de la etiqueta. En 1954 publicó un libro sobre el tema que continúa en circulación y sigue tan vigente como entonces. Resaltaba la importancia de mostrar buenos modales y que, para hacerlos sonar como verdad, había que sentirlos, no sólo exhibirlos, es decir, ser genuinos. La etiqueta se refiere a ese comportamiento de carácter personal de mostrar un trato cortés, atento y educado. No es exclusivo de clases sociales altas, sino de todas las personas interesadas en mostrar amabilidad hacia los demás, sin distinción alguna. Etiqueta y protocolo son cosas distintas. En la primera se observan esos buenos modales que esperemos jamás pasen de moda, y en la segunda, se muestran los usos y costumbres que deben guardarse en público. Con el deseo de que la organización de eventos, congresos, toma de protestas e incluso en textos de difusión sean exitosos, estas “formalísimas” reglas ceremoniales y protocolarias son aplicadas, incluso en exceso. En México somos solemnes y rimbombantes, nos cautivan las formas, la vestimenta y el papel a desarrollar en un evento; procuramos que la iluminación, el sonido y el escenario sean perfectos, no se diga los cocktails y vino de honor para brindar al final. Es protocolo, así es y ha sido.

Nos encanta la “faramalla” y abusamos de la cortesía, por ejemplo al escribir: “Estimado lector, me es muy grato saludarle este día esperando se encuentre bien al lado de sus seres queridos y acompañado de una buena taza de café. Es de mi interés comunicarle un tema muy especial que espero disfrute…” y ¿dónde quedó lo que tenía que decir? En una toma de protesta, después de varios minutos de introducción del o la maestra de ceremonias, primero se leen los kilométricos “ridículums” de los integrantes del presídium, mencionando cualquier información adicional que le haga distinguirse de los demás. Se intercambian “flores y ovaciones” a la luz de los reflectores. Luego pronuncian el discurso, igual de ceremonioso, agradeciendo y adulando a los presentes, para finalmente compartir algunas palabras con el tiempo que quedó. El evento puede llegar a durar hasta horas sin mostrar información sustancial alguna más que solemnidades. El protocolo es una tradición milenaria que ha facilitado las relaciones sociales de acuerdo con las tradiciones de un lugar determinado. Los políticos, más en esta parte del mundo, son muy dados a este rimbombante momento. Se suben al pódium y con gracia disfrutan del “spot light”. Los tiempos cambian y algunas costumbres con ellos, en este caso, convendría agilizarlo. Me pregunto qué pasaría si en una presentación, en lugar de gastar diez minutos hablando de la hoja de vida de la persona, se dijera su nombre, algún antecedente y se le diera la oportunidad de compartir lo que tiene que decir, o si al hablar quitáramos adjetivos calificativos “paja” que a veces no sirven de nada. ¿Seguiría habiendo eventos si fuésemos más directos con lo que decimos, o simplemente la gente perdería el interés? ¿Qué es lo que realmente disfrutamos de un evento de esa naturaleza? En lo particular, no me agradan estas prácticas, pero en el afán de conservar algunas tradiciones, espero se tornen más ágiles y al punto.