/ sábado 24 de abril de 2021

In memoriam: Rodolfo Disner, entre el azar y la eternidad

El azar y la eternidad en la obra de Rodolfo Disner se llama el más hermoso y completo libro que sobre este notable artista plástico chiapaneco promovió en su alma máter mi dilecto amigo Roberto Villers. Las dos más visibles antípodas en su ecléctica obra, establece estrechas amarras con la identidad de un estado de muy ricas tradiciones, con tan exuberantes fauna y flora que sobrecogen los sentidos y superan cualquier desinhibido ejercicio de la imaginación. Eros y Thanatos se multiplican aquí en los temas más específicos que pueblan su multitonal obra donde el color y la luz parecieran desbordarse y fecundarlo todo.

Ya sean sus paisajes, o sus marinas, o sus confabularios de lo que Carpentier llamó lo “real-maravilloso”, o sus máscaras y personajes de las mitologías occidentales y amerindias ––o mestizas––, o sus símbolos de rituales de la tradición judeo-cristiana o pagana, la obra de Disner es tan mexicana y chiapaneca y huixtleca como universal, tan académica como popular, porque en su formación en San Carlos, de la mano de artistas de la talla de Luis Nishizawa, entendió que el arte de verdad trasciende etiquetas, calificativos y fronteras. Siendo Premio Chiapas, sabido es que su estado lo propuso en varias ocasiones para el Premio Nacional, y los jurados tuvieron la pifia de clasificarlo en la categoría de “arte popular”, sin entender el valor estético de su ya muy definido quehacer de más de media centuria, quizá por el prejuicio de su notable presencia en el terreno de la cerámica en el que muchos otros importantes artistas han abonado de igual modo sin miramientos.

Conectado de igual manera con el arte naif de Rousseau, y el primitivismo de Gauguin, y el fauvismo de Matisse, y el denominado art brut de Dubuffet, entre otras herencias que notoriamente abrevaron en su obra, Rodolfo Disner evolucionó hacia una combinación siempre razonada del empleo de los elementos tradicionales y un rompimiento hasta cierto punto anárquico, pero eficaz de los mismos. Incluso el empleo de los propios medios de la tradición popular en su caso es atravesado por el tamiz de la reflexión iconoclasta, en el entendido de que los artes moderno y contemporáneo se han edificado sobre la base de la ruptura crítica, porque su evolución se construye sobre el cruce de dos vías a la vez distantes y complementarias: la tradición y la originalidad. Bien dijo alguna vez el mismo Dalí que el arte no puede responder más que a su necesidad imperante de mirar hacia delante, aunque en ese avanzar se tenga continuamente que recapitular sobre lo hecho en el pasado.

Con la muerte del ya nonagenario Rodoldo Disner se ha ido el decano de la plástica en su entidad, donde con admiración se le conoce como “el alquimista del oro” o “el artista con fuego”, y con su nutrido e influyente legado deja un vívido testimonio de quien a partir del empleo oficioso e inspirado de técnicas y materiales diversos, en prácticamente todos los formatos, concibió una obra palpitante y dinámica, con las siempre saludables búsqueda y experimentación como principios inagotables de toda creación estética.

El azar y la eternidad en la obra de Rodolfo Disner se llama el más hermoso y completo libro que sobre este notable artista plástico chiapaneco promovió en su alma máter mi dilecto amigo Roberto Villers. Las dos más visibles antípodas en su ecléctica obra, establece estrechas amarras con la identidad de un estado de muy ricas tradiciones, con tan exuberantes fauna y flora que sobrecogen los sentidos y superan cualquier desinhibido ejercicio de la imaginación. Eros y Thanatos se multiplican aquí en los temas más específicos que pueblan su multitonal obra donde el color y la luz parecieran desbordarse y fecundarlo todo.

Ya sean sus paisajes, o sus marinas, o sus confabularios de lo que Carpentier llamó lo “real-maravilloso”, o sus máscaras y personajes de las mitologías occidentales y amerindias ––o mestizas––, o sus símbolos de rituales de la tradición judeo-cristiana o pagana, la obra de Disner es tan mexicana y chiapaneca y huixtleca como universal, tan académica como popular, porque en su formación en San Carlos, de la mano de artistas de la talla de Luis Nishizawa, entendió que el arte de verdad trasciende etiquetas, calificativos y fronteras. Siendo Premio Chiapas, sabido es que su estado lo propuso en varias ocasiones para el Premio Nacional, y los jurados tuvieron la pifia de clasificarlo en la categoría de “arte popular”, sin entender el valor estético de su ya muy definido quehacer de más de media centuria, quizá por el prejuicio de su notable presencia en el terreno de la cerámica en el que muchos otros importantes artistas han abonado de igual modo sin miramientos.

Conectado de igual manera con el arte naif de Rousseau, y el primitivismo de Gauguin, y el fauvismo de Matisse, y el denominado art brut de Dubuffet, entre otras herencias que notoriamente abrevaron en su obra, Rodolfo Disner evolucionó hacia una combinación siempre razonada del empleo de los elementos tradicionales y un rompimiento hasta cierto punto anárquico, pero eficaz de los mismos. Incluso el empleo de los propios medios de la tradición popular en su caso es atravesado por el tamiz de la reflexión iconoclasta, en el entendido de que los artes moderno y contemporáneo se han edificado sobre la base de la ruptura crítica, porque su evolución se construye sobre el cruce de dos vías a la vez distantes y complementarias: la tradición y la originalidad. Bien dijo alguna vez el mismo Dalí que el arte no puede responder más que a su necesidad imperante de mirar hacia delante, aunque en ese avanzar se tenga continuamente que recapitular sobre lo hecho en el pasado.

Con la muerte del ya nonagenario Rodoldo Disner se ha ido el decano de la plástica en su entidad, donde con admiración se le conoce como “el alquimista del oro” o “el artista con fuego”, y con su nutrido e influyente legado deja un vívido testimonio de quien a partir del empleo oficioso e inspirado de técnicas y materiales diversos, en prácticamente todos los formatos, concibió una obra palpitante y dinámica, con las siempre saludables búsqueda y experimentación como principios inagotables de toda creación estética.