/ viernes 17 de junio de 2022

La actitud radical

La vida democrática exige a cada uno de quienes formamos parte de ella la aceptación del otro, con sus creencias y principios muy personales; y si es necesario dialogar, se dialoga. El grupo está hecho de lo distinto y, al final de cuentas, es lo distinto lo que le da cierta fortaleza a la comunidad.

Sin embargo, para el individuo radical sólo vale un punto de vista: el de él. Se le escucha al radical decir: “si no es como yo lo veo o lo hago, entonces no lo acepto”. Así que el radical no admite opinión o conducta distinta y distante de sus convicciones ideológicas o códigos de conducta.

Los pensamientos o acciones de los demás (las creencias y las guías de acción) sólo son aceptados por el radical si van de acuerdo con lo que él cree o hace; lo que no sea así, lo que implique otra visión o guía, entonces es falso, innecesario, perjudicial.

La actitud radical termina siendo, finalmente, un gesto de intolerancia ante quienes son considerados como diferentes por su pensar y su actuar. La actualidad, marcada por la promoción de los derechos de las personas, exige de nosotros la apertura a lo otro, a lo distinto.

Sin la disposición para convivir y dialogar con el otro es difícil alcanzar la comunidad, la cual no significa uniformidad e imposición, sino diversidad e intercambio de opiniones. Es la realidad democrática la que nos obliga a respetar al otro, como al otro lo obliga a respetarnos.

La actitud radical, que a simple vista parece ser tan solo un disgusto frente a lo que es diferente, puede llegar a nutrir un profundo sentimiento de odio desde el cual la aniquilación de lo que es diferente se convierte en una misión. Este es el peligro real de esa actitud.

El peligro es mayor cuando el radicalismo se traduce en una obsesión extrema por reformar todo el orden social, atentando así contra las diferencias en las ideas y en las acciones, contra la diversidad social. Es entonces una declaración de guerra a la libertad.

La actitud radical corresponde a un marco de valores muy reducido, desde el cual es prácticamente imposible construir la sociedad basada en el respeto a las libertades que se traducen en derechos para el fortalecimiento de la dignidad de las personas.

Es importante, entonces, que desde la misión educativa en una sociedad se priorice la formación de personas respetuosas de la diversidad. Es necesaria la educación para respetar derechos y libertades, algo así como una vacuna contra el radicalismo y la intolerancia.

Es ideal una educación para alimentar la disposición al diálogo y a la comprensión de los otros, y evitar así contribuir a la intolerancia, a la falta de respeto hacia los demás, al desprecio de un derecho fundamental: el de ser diferentes.


La vida democrática exige a cada uno de quienes formamos parte de ella la aceptación del otro, con sus creencias y principios muy personales; y si es necesario dialogar, se dialoga. El grupo está hecho de lo distinto y, al final de cuentas, es lo distinto lo que le da cierta fortaleza a la comunidad.

Sin embargo, para el individuo radical sólo vale un punto de vista: el de él. Se le escucha al radical decir: “si no es como yo lo veo o lo hago, entonces no lo acepto”. Así que el radical no admite opinión o conducta distinta y distante de sus convicciones ideológicas o códigos de conducta.

Los pensamientos o acciones de los demás (las creencias y las guías de acción) sólo son aceptados por el radical si van de acuerdo con lo que él cree o hace; lo que no sea así, lo que implique otra visión o guía, entonces es falso, innecesario, perjudicial.

La actitud radical termina siendo, finalmente, un gesto de intolerancia ante quienes son considerados como diferentes por su pensar y su actuar. La actualidad, marcada por la promoción de los derechos de las personas, exige de nosotros la apertura a lo otro, a lo distinto.

Sin la disposición para convivir y dialogar con el otro es difícil alcanzar la comunidad, la cual no significa uniformidad e imposición, sino diversidad e intercambio de opiniones. Es la realidad democrática la que nos obliga a respetar al otro, como al otro lo obliga a respetarnos.

La actitud radical, que a simple vista parece ser tan solo un disgusto frente a lo que es diferente, puede llegar a nutrir un profundo sentimiento de odio desde el cual la aniquilación de lo que es diferente se convierte en una misión. Este es el peligro real de esa actitud.

El peligro es mayor cuando el radicalismo se traduce en una obsesión extrema por reformar todo el orden social, atentando así contra las diferencias en las ideas y en las acciones, contra la diversidad social. Es entonces una declaración de guerra a la libertad.

La actitud radical corresponde a un marco de valores muy reducido, desde el cual es prácticamente imposible construir la sociedad basada en el respeto a las libertades que se traducen en derechos para el fortalecimiento de la dignidad de las personas.

Es importante, entonces, que desde la misión educativa en una sociedad se priorice la formación de personas respetuosas de la diversidad. Es necesaria la educación para respetar derechos y libertades, algo así como una vacuna contra el radicalismo y la intolerancia.

Es ideal una educación para alimentar la disposición al diálogo y a la comprensión de los otros, y evitar así contribuir a la intolerancia, a la falta de respeto hacia los demás, al desprecio de un derecho fundamental: el de ser diferentes.