No serán los únicos pero sí son los primeros que han puesto sobre la mesa, según nuestro entender, la disyuntiva en que se encuentra México y que da título a nuestra colaboración.
Es Jorge Zepeda Paterson, abierto partidario del presidente Manuel López Obrador, al publicar en el sitio www.Sinembargo.mx (09.01.19), su artículo “La democracia no se come”.
El otro es Macario Schettino, que escribió su artículo “Religión y mundo” en El Financiero (16.01.19).
Dice GZP que las palabras en las discusiones a favor y en contra de López Obrador se han convertido en agua y aceite; como si habláramos un idioma distinto. “Las palabras son las mismas pero los significados difieren sustancialmente”.
Para “los Silva Herzog, Aguilar Camín y Pardiñas escuchar democracia, Derechos Humanos o equilibrio de poderes son frases en bronce, inapelables, innegociables”.
Es la misma veneración con la que amloístas otorgan a palabras como pobreza, pueblo o injusticia social.
Así, se quisiera una sociedad más democrática; más justa y menos desigual. Incluso, sacrificar prácticas democráticas si eso permite disminuir la pobreza y alcanzar un justo reparto de la riqueza.
“Es más grave que el aguacate haya desaparecido de su canasta básica por la pérdida del poder adquisitivo. Por desgracia ´la democracia no se come´. Peor aún, se comienza a sospechar que la democracia se los come a ellos”.
Hoy apenas el 38% de los mexicanos cree en ella. En consecuencia: “el triunfo de López Obrador no fue más que el resultado de esta convicción”.
Llama JZP a los intelectuales liberales no a que apoyen a López Obrador; pero sí a que se pregunten por qué la tan añorada democracia no mejoró las condiciones de las mayorías.
Macario Schettino reconoce que en México la característica principal de la política es la polarización; hay dificultades tanto en lo económico como en lo político, dentro y fuera del país: el ascenso del populismo no se detiene; lo mismo en América que en Asia y Europa.
Las razones siguen en discusión, y por lo mismo el futuro es todavía menos predecible de lo normal. Los gobiernos emanados de la corriente populista promueven el enfrentamiento. Aquí ocurre lo mismo.
Las conferencias diarias del presidente se han convertido en foros de descalificación de sus adversarios, no muy diferentes de los tuits de Donald Trump: mezquinos, canallas, neofascistas.
El miedo que sufre buena pate de la población al haber perdido una interpretación coherente del mundo abre el espacio a liderazgos carismáticos, “religiosos”.
Una vez construida esta relación entre el líder y la masa, es muy difícil romperla. Es el caso de Donald Trump que sigue conservando el mismo porcentaje que votó por él.
Y es también el caso de López Obrador que mantiene su apoyo sin importar lo que haga: Hundió 8 mil millones de dólares en la cancelación de Aeropuerto en Texcoco. Decidió militarizar la seguridad pública. Bastó la palabra del líder para mover las voluntades.
Lo mismo ocurre con el desabasto de combustible, error flagrante del nuevo gobierno. Recibió un apoyo de 50, 60, 70 o hasta 80 por ciento.
La democracia no ha resuelto la desigualdad en México y por ello habría que tener confianza en el salvador.
Sus detractores son herejes a quienes no se debe escuchar. No hay evidencia que destruya una creencia, por esto estos movimientos carismáticos son muy peligrosos.
Para eso se inventaron las instituciones democráticas, para tratar de controlarlos. La nueva religión nos lleva a problemas serios si no hay contrapesos políticos y periodísticos a su credo.
Pero es una religión de plastilina: con el calor (de la crítica) se desvanece y regresa a su forma natural, tratable. Aunque el frío (la indiferencia), la endurece y eterniza.