/ martes 10 de agosto de 2021

La falacia de la meritocracia y la igualdad de oportunidades 

Por: Antonio Ríos Ramírez

Hace apenas unos años era común que personas privilegiadas “defendieran” la desigualdad económica y social, por el solo hecho de haber nacido en entornos diferentes.

Muchas personas privilegiadas y, hasta estos años, algunos siguen pensando en que los contextos de nacimiento los hace superiores a muchos y por consecuencia ellos tienen derecho a disfrutar del ocio y las comodidades que su patrimonio y ganancias les proporcionan.

Según el principio meritocrático, las desigualdades realmente existentes son, o deberían ser, resultado de las diferencias de talento y esfuerzo que distinguen a las personas. Las primeras son una realidad dada; las segundas, el resultado de la responsabilidad o irresponsabilidad con que encaramos los desafíos de la vida. Por tanto, pretender reducir la desigualdad, por ejemplo, por medio del pago de impuestos, sería ir contra la naturaleza humana, cometer una injusticia o, incluso, perpetrar un crimen. Según el principio meritocrático, que al fin y al cabo es hijo de la democracia, la única igualdad deseable es la de oportunidades. Como en el caso de las competencias de atletismo, la intervención pública se justifica sólo para nivelar la carrera en el punto de partida. Pretender limitar las diferencias en el punto de llegada resulta ridículo.

Como toda falacia convincente, lo que hace poderoso al relato meritocrático es que se construye sobre principios muy razonables. Así lo entienden muchos niños que en la escuela aprenden la importancia de compartir y se convierten en defensores fuertes de la igualdad. Pero sus convicciones van debilitándose ante el entorno en que viven. Un ejemplo es cuando un profesor le pregunta a sus estudiantes de secundaria si sería justo y deseable que, para no hacer diferencias entre los alumnos, todos tuvieran la misma calificación, pudiera ser un siete. Y si es un estudiante dedicado y responsable que toma muy en serio las tareas y que le gusta tener notas altas, respondió que no. También razonó que en ese caso no tendría mucho sentido preocuparse tanto por las tareas y obligaciones.

Sólo una parte muy pequeña de las diferencias de ingreso y riqueza entre las personas se explican por sus méritos. Mucho más importantes son factores que en nada dependen de los individuos, como el hogar en el que nacen. Que lo bien o mal que nos vaya en nuestra vida depende en gran medida de circunstancias sobre las que no tenemos incidencia es algo ampliamente conocido y documentado en las ciencias sociales. En sociedades desiguales como las latinoamericanas, haber nacido en un hogar de padres pobres (o ricos) casi garantiza ser pobre (o rico) una vez que se es adulto.

En realidad cierto nivel de desigualdad es justo y socialmente deseable. Pero (y es un pero muy grande) la idea de que las desigualdades económicas se explican por las diferencias en los méritos no se sostiene en la realidad. Puede ser que a los privilegiados les guste pensar que sus privilegios no son tales, sino el fruto de su esfuerzo; pero si lo creen se engañan y si no lo creen, intentan engañarnos.

La verdad es que la desigualdad de oportunidades hunde sus raíces en la desigualdad de resultados de la generación anterior. Por tanto, quienes realmente consideren deseable que todos los niños y niñas de hoy tengan igualdad de oportunidades mañana deberían pugnar por una reducción de las desigualdades presentes. No es posible que, como es habitual en este caso, declararse a favor de algo y oponerse a las medidas que permitirían lograr ese algo.

email: antonio.rios@tec.mx, miembro de la Asociación de Editorialistas de Chihuahua


Por: Antonio Ríos Ramírez

Hace apenas unos años era común que personas privilegiadas “defendieran” la desigualdad económica y social, por el solo hecho de haber nacido en entornos diferentes.

Muchas personas privilegiadas y, hasta estos años, algunos siguen pensando en que los contextos de nacimiento los hace superiores a muchos y por consecuencia ellos tienen derecho a disfrutar del ocio y las comodidades que su patrimonio y ganancias les proporcionan.

Según el principio meritocrático, las desigualdades realmente existentes son, o deberían ser, resultado de las diferencias de talento y esfuerzo que distinguen a las personas. Las primeras son una realidad dada; las segundas, el resultado de la responsabilidad o irresponsabilidad con que encaramos los desafíos de la vida. Por tanto, pretender reducir la desigualdad, por ejemplo, por medio del pago de impuestos, sería ir contra la naturaleza humana, cometer una injusticia o, incluso, perpetrar un crimen. Según el principio meritocrático, que al fin y al cabo es hijo de la democracia, la única igualdad deseable es la de oportunidades. Como en el caso de las competencias de atletismo, la intervención pública se justifica sólo para nivelar la carrera en el punto de partida. Pretender limitar las diferencias en el punto de llegada resulta ridículo.

Como toda falacia convincente, lo que hace poderoso al relato meritocrático es que se construye sobre principios muy razonables. Así lo entienden muchos niños que en la escuela aprenden la importancia de compartir y se convierten en defensores fuertes de la igualdad. Pero sus convicciones van debilitándose ante el entorno en que viven. Un ejemplo es cuando un profesor le pregunta a sus estudiantes de secundaria si sería justo y deseable que, para no hacer diferencias entre los alumnos, todos tuvieran la misma calificación, pudiera ser un siete. Y si es un estudiante dedicado y responsable que toma muy en serio las tareas y que le gusta tener notas altas, respondió que no. También razonó que en ese caso no tendría mucho sentido preocuparse tanto por las tareas y obligaciones.

Sólo una parte muy pequeña de las diferencias de ingreso y riqueza entre las personas se explican por sus méritos. Mucho más importantes son factores que en nada dependen de los individuos, como el hogar en el que nacen. Que lo bien o mal que nos vaya en nuestra vida depende en gran medida de circunstancias sobre las que no tenemos incidencia es algo ampliamente conocido y documentado en las ciencias sociales. En sociedades desiguales como las latinoamericanas, haber nacido en un hogar de padres pobres (o ricos) casi garantiza ser pobre (o rico) una vez que se es adulto.

En realidad cierto nivel de desigualdad es justo y socialmente deseable. Pero (y es un pero muy grande) la idea de que las desigualdades económicas se explican por las diferencias en los méritos no se sostiene en la realidad. Puede ser que a los privilegiados les guste pensar que sus privilegios no son tales, sino el fruto de su esfuerzo; pero si lo creen se engañan y si no lo creen, intentan engañarnos.

La verdad es que la desigualdad de oportunidades hunde sus raíces en la desigualdad de resultados de la generación anterior. Por tanto, quienes realmente consideren deseable que todos los niños y niñas de hoy tengan igualdad de oportunidades mañana deberían pugnar por una reducción de las desigualdades presentes. No es posible que, como es habitual en este caso, declararse a favor de algo y oponerse a las medidas que permitirían lograr ese algo.

email: antonio.rios@tec.mx, miembro de la Asociación de Editorialistas de Chihuahua