/ viernes 26 de noviembre de 2021

La función de la fe

Cuando todo tiene una explicación, todo deja de ser maravilloso o misterioso. La función de la fe es precisamente no poder explicar claramente lo que creemos. Tener fe nos ensancha el corazón, de donde brotan los más sublimes sentimientos. Tener fe es creer sin condiciones. Tener fe es tener aspiraciones.

Imaginar lo que es una realidad según nuestra fe es crear en nuestra mente imágenes que no se perciben por los sentidos. De otra forma, es como el pintor que sólo pinta lo que ve sin agregar nada de su inspiración, y se convierte en un simple fotógrafo. O el músico que sólo reproduce lo que escucha y se convierte en un reproductor de sonido. O el que escribe sólo los hechos y se convierte en escritor sólo hasta que da su toque personal a su escrito.

La realidad no le reconoce al espíritu todo su esplendor, pues no todo conocimiento nos viene por los sentidos. La realidad es que puede saber más un corazón lleno de tristeza y amargura que un cerebro lleno de información y conocimientos. Ningún matemático puede calcular con sus fórmulas, el dolor y decepción que producen la traición y la ingratitud.

Si reducimos nuestra vida sólo a entender las cosas que comprendemos, nunca encontraremos suficiente alimento para el alma.

La fe en realidad sí obra milagros y nunca nos falla. No le pone atención a los obstáculos ni a las limitaciones. Con una absoluta fe, tanto en los aspectos religiosos como en uno mismo y en nuestros proyectos, el éxito está garantizado.

Si no tenemos ideales nos volvemos más infelices al ver pasar la vida frente a nosotros. Sentimos cómo perdemos algo diariamente, en lugar de ganarlo. Y el que no tiene fe voltea su vista hacia el pasado, porque el futuro lo acobarda y lo acorrala. Cuando descubre que las arterias de la felicidad ya se han endurecido, ya es demasiado tarde.

Se dice que “las causas por las cuales las personas se convencen de la veracidad de una fe dependerán de los enunciados filosóficos en los que las personas confían”. La fe no necesariamente es algo que uno ve, sino más bien algo que uno siente. ¿Qué nos dice la ley de las probabilidades respecto al origen del universo y del ser humano? ¿Fuimos meramente espontáneos, y qué tantas probabilidades hay de que esto suceda?

Tener fe es contar con la esperanza de que el anhelo que se tiene por algo, será resuelto en buen término. O como le expresó Sor Juana Inés de la Cruz a don Carlos de Sigüenza y Góngora en un soneto: “Pues por no profanar tanto decoro, mi entendimiento admira lo que entiendo y mi fe reverencia lo que ignoro”.

Se trata de fe divina cuando es Dios en quien se cree. Se trata de fe humana cuando se cree a un ser humano, incluyéndonos a nosotros mismos. Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le debemos fe absoluta porque él tiene absoluto conocimiento y es absolutamente veraz. Y no, muchos no creemos que el presidente sea un “dios”, como él lo cree y como el padre Solalinde lo catalogó.


Cuando todo tiene una explicación, todo deja de ser maravilloso o misterioso. La función de la fe es precisamente no poder explicar claramente lo que creemos. Tener fe nos ensancha el corazón, de donde brotan los más sublimes sentimientos. Tener fe es creer sin condiciones. Tener fe es tener aspiraciones.

Imaginar lo que es una realidad según nuestra fe es crear en nuestra mente imágenes que no se perciben por los sentidos. De otra forma, es como el pintor que sólo pinta lo que ve sin agregar nada de su inspiración, y se convierte en un simple fotógrafo. O el músico que sólo reproduce lo que escucha y se convierte en un reproductor de sonido. O el que escribe sólo los hechos y se convierte en escritor sólo hasta que da su toque personal a su escrito.

La realidad no le reconoce al espíritu todo su esplendor, pues no todo conocimiento nos viene por los sentidos. La realidad es que puede saber más un corazón lleno de tristeza y amargura que un cerebro lleno de información y conocimientos. Ningún matemático puede calcular con sus fórmulas, el dolor y decepción que producen la traición y la ingratitud.

Si reducimos nuestra vida sólo a entender las cosas que comprendemos, nunca encontraremos suficiente alimento para el alma.

La fe en realidad sí obra milagros y nunca nos falla. No le pone atención a los obstáculos ni a las limitaciones. Con una absoluta fe, tanto en los aspectos religiosos como en uno mismo y en nuestros proyectos, el éxito está garantizado.

Si no tenemos ideales nos volvemos más infelices al ver pasar la vida frente a nosotros. Sentimos cómo perdemos algo diariamente, en lugar de ganarlo. Y el que no tiene fe voltea su vista hacia el pasado, porque el futuro lo acobarda y lo acorrala. Cuando descubre que las arterias de la felicidad ya se han endurecido, ya es demasiado tarde.

Se dice que “las causas por las cuales las personas se convencen de la veracidad de una fe dependerán de los enunciados filosóficos en los que las personas confían”. La fe no necesariamente es algo que uno ve, sino más bien algo que uno siente. ¿Qué nos dice la ley de las probabilidades respecto al origen del universo y del ser humano? ¿Fuimos meramente espontáneos, y qué tantas probabilidades hay de que esto suceda?

Tener fe es contar con la esperanza de que el anhelo que se tiene por algo, será resuelto en buen término. O como le expresó Sor Juana Inés de la Cruz a don Carlos de Sigüenza y Góngora en un soneto: “Pues por no profanar tanto decoro, mi entendimiento admira lo que entiendo y mi fe reverencia lo que ignoro”.

Se trata de fe divina cuando es Dios en quien se cree. Se trata de fe humana cuando se cree a un ser humano, incluyéndonos a nosotros mismos. Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le debemos fe absoluta porque él tiene absoluto conocimiento y es absolutamente veraz. Y no, muchos no creemos que el presidente sea un “dios”, como él lo cree y como el padre Solalinde lo catalogó.