/ sábado 10 de abril de 2021

La integridad como principio inamovible | En recuerdo de Bertrand Tavernie

Cada artista e intelectual tiene la responsabilidad moral

de ser fiel a sus personajes, a su arte y a la verdad.

B. T.

El notable realizador francés Bertrand Tavernier fue también un muy docto historiador y teórico que supo acercarse con pasión y ojo clínico al séptimo arte, de ahí su muy documentada Historia del cine norteamericano, material hoy invaluable por el elocuente diálogo que aquí establece con otras leyendas de lo mejor del quehacer fílmico de la segunda mitad de la pasada centuria. Llegó a afirmar que lo hecho por su padre como valiente editor durante la resistencia contra la invasión alemana había sido determinante en su formación ética y su perspectiva moral como artista, de ahí el peso específico que en su trabajo tiene igualmente la palabra.

Consciente de su vocación desde muy joven, Tavernier creció y se formó viendo con pasión la obra de otros notables realizadores franceses y norteamericanos como Jean Renoir y John Ford, entre otros clásicos con quienes llega incluso a establecer una especie de diálogo interlineado en su ecléctica cinematografía. Marcado por un 1968 particularmente convulso en buena parte del mundo, desde su primera película El relojero de Saint-Paul se percibe el siempre racional sentido crítico que define buena parte de su filmografía, que podría decirse se mueve entre la honda reflexión histórico-político-social y el intelectual discurso metacinematográfico. \u0009

Si bien sus primeros trabajos se caracterizan por el predominio de una entreverada lectura del misterio implícito en todo hecho histórico y hasta privado, como en El juez y el asesino y Dos inquilinos, su cine terminaría por desplazarse hacia el lúcido comentario social más abierto y despiadadas imágenes de la sociedad francesa contemporánea, he ahí, por ejemplo, su multipremiada La vida y nada más, o o su ya clásico Hoy empieza todo.

“¿Qué estamos esperando?” llamó al diario de filmación de su no menos valioso filme Ley 627, tesis de su quehacer por cuanto este sabio humanista suponía debía ser y hacer el arte como contagiante impulso de cambio en una época en que el cinismo y la indolencia parecieran ser los motores que mueven a una sociedad carente de valores. Donde hay que decir que tampoco deja del todo de lado las que son las constantes en su filmografía, un paréntesis son su hermosa y no menos penetrante cinta de aventuras La hija de D’Artagnan, honesto homenaje a la célebre saga y el conflictuado mundo palaciego pintado por Alejandro Dumas, y la también premiada La carnasa, basada en la crónica novelada homónima del igualmente francés Morgan Spotès.

Con Bertrand Tavernier se ha ido quizá el último declarado humanista del quehacer cinematográfico de las más recientes cinco décadas, un creador comprometido con su vocación de tiempo completo, quien siempre entendió y apostó por que el séptimo arte no se convirtiera sólo en una industria de hacer dinero y estrellas, del glamour superficial, porque está obligado a mover conciencias, a despertarnos del sopor y la inanición.

Cada artista e intelectual tiene la responsabilidad moral

de ser fiel a sus personajes, a su arte y a la verdad.

B. T.

El notable realizador francés Bertrand Tavernier fue también un muy docto historiador y teórico que supo acercarse con pasión y ojo clínico al séptimo arte, de ahí su muy documentada Historia del cine norteamericano, material hoy invaluable por el elocuente diálogo que aquí establece con otras leyendas de lo mejor del quehacer fílmico de la segunda mitad de la pasada centuria. Llegó a afirmar que lo hecho por su padre como valiente editor durante la resistencia contra la invasión alemana había sido determinante en su formación ética y su perspectiva moral como artista, de ahí el peso específico que en su trabajo tiene igualmente la palabra.

Consciente de su vocación desde muy joven, Tavernier creció y se formó viendo con pasión la obra de otros notables realizadores franceses y norteamericanos como Jean Renoir y John Ford, entre otros clásicos con quienes llega incluso a establecer una especie de diálogo interlineado en su ecléctica cinematografía. Marcado por un 1968 particularmente convulso en buena parte del mundo, desde su primera película El relojero de Saint-Paul se percibe el siempre racional sentido crítico que define buena parte de su filmografía, que podría decirse se mueve entre la honda reflexión histórico-político-social y el intelectual discurso metacinematográfico. \u0009

Si bien sus primeros trabajos se caracterizan por el predominio de una entreverada lectura del misterio implícito en todo hecho histórico y hasta privado, como en El juez y el asesino y Dos inquilinos, su cine terminaría por desplazarse hacia el lúcido comentario social más abierto y despiadadas imágenes de la sociedad francesa contemporánea, he ahí, por ejemplo, su multipremiada La vida y nada más, o o su ya clásico Hoy empieza todo.

“¿Qué estamos esperando?” llamó al diario de filmación de su no menos valioso filme Ley 627, tesis de su quehacer por cuanto este sabio humanista suponía debía ser y hacer el arte como contagiante impulso de cambio en una época en que el cinismo y la indolencia parecieran ser los motores que mueven a una sociedad carente de valores. Donde hay que decir que tampoco deja del todo de lado las que son las constantes en su filmografía, un paréntesis son su hermosa y no menos penetrante cinta de aventuras La hija de D’Artagnan, honesto homenaje a la célebre saga y el conflictuado mundo palaciego pintado por Alejandro Dumas, y la también premiada La carnasa, basada en la crónica novelada homónima del igualmente francés Morgan Spotès.

Con Bertrand Tavernier se ha ido quizá el último declarado humanista del quehacer cinematográfico de las más recientes cinco décadas, un creador comprometido con su vocación de tiempo completo, quien siempre entendió y apostó por que el séptimo arte no se convirtiera sólo en una industria de hacer dinero y estrellas, del glamour superficial, porque está obligado a mover conciencias, a despertarnos del sopor y la inanición.