/ viernes 20 de noviembre de 2020

La interculturalidad, un reto para México


En México hay muchos Méxicos -se dice coloquialmente-. El siglo XXI trae para los mexicanos el reto educativo de convertir en realidad la interculturalidad, después de que el paso dado en el siglo anterior nos llevó al reconocimiento del multiculturalismo. Sí, somos muchas culturas, pero ahora necesitamos integrarnos en un convivio profundo y respetuoso.

Estamos dejando atrás la idea moderna de una nación identificada por una cultura suprema o dominante, un modo de ser civilizado frente a lo no civilizado. Ahora es el momento de buscar que las relaciones entre las diferentes culturas se basen en su propio valor y el derecho a convivir con apego a sus tradiciones y costumbres.

Etnólogos y sociólogos se están poniendo de acuerdo para defender la idea de una interculturalidad o pluriculturalidad como opción ante la pretensión colonialista de someter a las culturas “menores” para lograr la homogeneización de la sociedad. Los estudiosos de la cultura coinciden en que no hay cultura mayor ni cultura menor, concluyendo que todas las culturas tienen los mismos derechos.

Ignacio Ramírez sostuvo en 1857 que, “entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer que nuestra patria es una nación homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola” (Discurso en el Constituyente).

Cuando en 1994 entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, en la selva chiapaneca se puso de manifiesto la inconformidad contra las pautas de una globalización que prácticamente borra a “los otros”, a las culturas que no marchan por la vía de la “civilización” económica homogeneizadora, las que enfrentan al mundo con otras perspectivas y anhelos.

Las “cien naciones” a que refería Ramírez son los pueblos que luchan por ser, con sus creencias y tradiciones; y su batalla es contra el afán de dominio de la visión “civilizada” del país, desde lo económico hasta lo lingüístico. Esta es la ilusión funesta. Educar así a los habitantes del país es prepararlos para no reconocer la diversidad cultural y negarse a procesos de interculturalidad.

En Chihuahua, por ejemplo, no habrá interculturalidad mientras veamos a los rarámuris como objetos del paisaje serrano o urbano, sin aspirar a aprender de ellos a través de un convivio donde el diálogo sea el método que nos permita enriquecernos culturalmente.

Mientras el indígena sólo sea visto como objeto de explotación, la interculturalidad será nula. La emigración de la sierra a la ciudad no es más que desplazamiento de mano de obra.

La interculturalidad es el intercambio respetuoso de experiencias entre esas “cien naciones”, sin querer imponerse una sobre otras. Eso es, más que todo, un derecho.



En México hay muchos Méxicos -se dice coloquialmente-. El siglo XXI trae para los mexicanos el reto educativo de convertir en realidad la interculturalidad, después de que el paso dado en el siglo anterior nos llevó al reconocimiento del multiculturalismo. Sí, somos muchas culturas, pero ahora necesitamos integrarnos en un convivio profundo y respetuoso.

Estamos dejando atrás la idea moderna de una nación identificada por una cultura suprema o dominante, un modo de ser civilizado frente a lo no civilizado. Ahora es el momento de buscar que las relaciones entre las diferentes culturas se basen en su propio valor y el derecho a convivir con apego a sus tradiciones y costumbres.

Etnólogos y sociólogos se están poniendo de acuerdo para defender la idea de una interculturalidad o pluriculturalidad como opción ante la pretensión colonialista de someter a las culturas “menores” para lograr la homogeneización de la sociedad. Los estudiosos de la cultura coinciden en que no hay cultura mayor ni cultura menor, concluyendo que todas las culturas tienen los mismos derechos.

Ignacio Ramírez sostuvo en 1857 que, “entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer que nuestra patria es una nación homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola” (Discurso en el Constituyente).

Cuando en 1994 entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, en la selva chiapaneca se puso de manifiesto la inconformidad contra las pautas de una globalización que prácticamente borra a “los otros”, a las culturas que no marchan por la vía de la “civilización” económica homogeneizadora, las que enfrentan al mundo con otras perspectivas y anhelos.

Las “cien naciones” a que refería Ramírez son los pueblos que luchan por ser, con sus creencias y tradiciones; y su batalla es contra el afán de dominio de la visión “civilizada” del país, desde lo económico hasta lo lingüístico. Esta es la ilusión funesta. Educar así a los habitantes del país es prepararlos para no reconocer la diversidad cultural y negarse a procesos de interculturalidad.

En Chihuahua, por ejemplo, no habrá interculturalidad mientras veamos a los rarámuris como objetos del paisaje serrano o urbano, sin aspirar a aprender de ellos a través de un convivio donde el diálogo sea el método que nos permita enriquecernos culturalmente.

Mientras el indígena sólo sea visto como objeto de explotación, la interculturalidad será nula. La emigración de la sierra a la ciudad no es más que desplazamiento de mano de obra.

La interculturalidad es el intercambio respetuoso de experiencias entre esas “cien naciones”, sin querer imponerse una sobre otras. Eso es, más que todo, un derecho.