/ viernes 15 de marzo de 2019

La palabra pública y su discusión

En el ámbito de lo público aparece la palabra como expresión de opiniones y transmisión de información. Esa palabra, por el hecho de ser pública, implica una responsabilidad tanto por parte de su emisor como de su receptor, porque pertenece a los dos en el fenómeno comunicativo.

La palabra pública está en los informes de los gobernantes, en los textos del periodista, en los artículos de los científicos, en la denuncia ciudadana, en la exposición docente, en la protesta callejera, entre otros ejemplos.

La palabra pública autónoma, independiente de toda autoridad, es un acto de fidelidad a lo que es. Se trata de un respeto a los hechos. La libertad de expresión debe apegarse al valor verdad determinado por los hechos.

Este respeto a los hechos significa, en dos palabras, ser honestos. Buscar la verdad convierte a la palabra pública en una expresión honesta, sujeta a discusión y crítica, dispuesta a la refutación y a la consecuente corrección.

Donde no hay disposición a la honestidad no puede haber crítica ni, por lo tanto, corrección que ayude a alejarnos del error. La libre discusión y la prueba crítica permiten corregir; y si no se corrige no se mejora.

Los autoritarios rehúyen la crítica, descalificando a la libre discusión y pretendiendo así que su palabra pública se imponga sin oposición o prueba. Pero la palabra pública es por naturaleza cuestionable, debatible, criticable. Esto es lo mejor en un plan democrático.

Una sociedad democrática necesita de una palabra pública honesta, una palabra pública que se ponga en juego de manera limpia, respetuosa de los hechos, animada por la racionalidad, que valore la verdad.

El clima de opinión pública necesita nutrirse de discursos honestos, de palabras interesadas por los hechos y sujetas a la prueba de los mismos. La expresión pública en una democracia supone la libertad y exige la crítica.

El dicho público debe ser discutible. Que nadie imponga, ni con manotazos ni con gritos ni con aires de poder.

La palabra pública debe vincularse, éticamente, con su discusión, reconociendo el error una vez encontrado. Cuestión de honestidad, que no es poca cosa.



En el ámbito de lo público aparece la palabra como expresión de opiniones y transmisión de información. Esa palabra, por el hecho de ser pública, implica una responsabilidad tanto por parte de su emisor como de su receptor, porque pertenece a los dos en el fenómeno comunicativo.

La palabra pública está en los informes de los gobernantes, en los textos del periodista, en los artículos de los científicos, en la denuncia ciudadana, en la exposición docente, en la protesta callejera, entre otros ejemplos.

La palabra pública autónoma, independiente de toda autoridad, es un acto de fidelidad a lo que es. Se trata de un respeto a los hechos. La libertad de expresión debe apegarse al valor verdad determinado por los hechos.

Este respeto a los hechos significa, en dos palabras, ser honestos. Buscar la verdad convierte a la palabra pública en una expresión honesta, sujeta a discusión y crítica, dispuesta a la refutación y a la consecuente corrección.

Donde no hay disposición a la honestidad no puede haber crítica ni, por lo tanto, corrección que ayude a alejarnos del error. La libre discusión y la prueba crítica permiten corregir; y si no se corrige no se mejora.

Los autoritarios rehúyen la crítica, descalificando a la libre discusión y pretendiendo así que su palabra pública se imponga sin oposición o prueba. Pero la palabra pública es por naturaleza cuestionable, debatible, criticable. Esto es lo mejor en un plan democrático.

Una sociedad democrática necesita de una palabra pública honesta, una palabra pública que se ponga en juego de manera limpia, respetuosa de los hechos, animada por la racionalidad, que valore la verdad.

El clima de opinión pública necesita nutrirse de discursos honestos, de palabras interesadas por los hechos y sujetas a la prueba de los mismos. La expresión pública en una democracia supone la libertad y exige la crítica.

El dicho público debe ser discutible. Que nadie imponga, ni con manotazos ni con gritos ni con aires de poder.

La palabra pública debe vincularse, éticamente, con su discusión, reconociendo el error una vez encontrado. Cuestión de honestidad, que no es poca cosa.