/ domingo 29 de noviembre de 2020

La sacudida existencial

Es frecuente la creencia de que las decisiones éticas son aquellas en las que la persona humana elige entre el bien y el mal. La imagen frecuente en los dibujos animados en la que aparecen, a ambos lados del personaje, un diablito y un angelito, ilustra esta idea.

Es verdad que algunas corrientes filosóficas, partidarias de la versión protestante del libre albedrío, que a su vez tiene su origen en la filosofía nominal de la Edad Media, se corresponden con esa creencia. Además, si ella se lleva al extremo, conduce a posiciones maniqueístas, es decir, aquellas que separan la realidad en dos categorías absolutas: lo bueno y lo malo, el santo y el pecador, el impoluto y el putrefacto, etc.

Pero la experiencia revela que la vida real no es así. La toma de decisiones humanas responde habitualmente a consideraciones sobre el bien. El que decide algo busca algún bien. Incluso el narcotraficante suele moverse por el dinero (que es un bien instrumental) y el poder (expresión de la autonomía, que también es un bien), más que por consideraciones sobre el mal que su actividad causará a otros. Este es el sentido en el que Aristóteles afirma, en el Libro I de su Ética a Nicómaco, que el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden.

El mal es entonces la expresión de un juicio erróneo sobre lo que es valioso. El mal se produce cuando se ponen bienes instrumentales por encima de bienes fundamentales. El dinero, por ejemplo, por encima de la vida, de la amistad, de la salud, etcétera. O bien, cuando desconozco que no sólo yo, sino también el otro (el prójimo) tiene derecho a disfrutar de los bienes humanos.

Hace un par de semanas proponíamos que, para poner las cosas en orden, la perspectiva de muerte es un instrumento heurístico, es decir, útil para el hallazgo. Los encuentros con la muerte producen tales sacudidas existenciales. Juan Arnau recordaba, hace poco tiempo en un artículo publicado en El País, el caso de Ludwig Wittgenstein, padre de la filosofía del lenguaje, quien voluntariamente pidió ir a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, para poder escribir, en el contexto de balas que lo rozaban, su famoso Tratado Lógico Filosófico.

El caso es que, cuando una saludable sacudida existencial nos permite ordenar nuestro juicio, es importante no perder de vista que, según el planteamiento tomista, la libertad no es la que nos permite elegir entre el bien y el mal, sino aquella que es sólo para el bien. Somos libres para hacer el bien que, sin nuestra voluntad, no sería realizado. En este planteamiento el mal siempre es un mal por defecto: nuestras imperfecciones nos impiden hacer el bien o hacerlo de mejor manera.

Es claro que esta idea excluye el maniqueísmo. No hay blancos ni negros, sino grises. Lo cual no significa que no haya principios ni valores y, por lo tanto, que no podamos establecer que ciertas acciones son mejores que otras. Pero sí significa que, en nuestra imperfección, nuestra conducta puede aproximarse a lo perfecto, pero nunca alcanzarlo. Es un tema de matices. Como dice el Evangelio: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nuestra vida moral será entonces un caminar hacia la perfección nunca realizable del todo. Una vida lograda será, por tanto, la que sea capaz de no dejar de caminar en esa dirección. Que nuestros grises vayan bajando de tono, aunque nunca lleguen a ser blancos. De eso, me parece, se trata la vida.

Es frecuente la creencia de que las decisiones éticas son aquellas en las que la persona humana elige entre el bien y el mal. La imagen frecuente en los dibujos animados en la que aparecen, a ambos lados del personaje, un diablito y un angelito, ilustra esta idea.

Es verdad que algunas corrientes filosóficas, partidarias de la versión protestante del libre albedrío, que a su vez tiene su origen en la filosofía nominal de la Edad Media, se corresponden con esa creencia. Además, si ella se lleva al extremo, conduce a posiciones maniqueístas, es decir, aquellas que separan la realidad en dos categorías absolutas: lo bueno y lo malo, el santo y el pecador, el impoluto y el putrefacto, etc.

Pero la experiencia revela que la vida real no es así. La toma de decisiones humanas responde habitualmente a consideraciones sobre el bien. El que decide algo busca algún bien. Incluso el narcotraficante suele moverse por el dinero (que es un bien instrumental) y el poder (expresión de la autonomía, que también es un bien), más que por consideraciones sobre el mal que su actividad causará a otros. Este es el sentido en el que Aristóteles afirma, en el Libro I de su Ética a Nicómaco, que el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden.

El mal es entonces la expresión de un juicio erróneo sobre lo que es valioso. El mal se produce cuando se ponen bienes instrumentales por encima de bienes fundamentales. El dinero, por ejemplo, por encima de la vida, de la amistad, de la salud, etcétera. O bien, cuando desconozco que no sólo yo, sino también el otro (el prójimo) tiene derecho a disfrutar de los bienes humanos.

Hace un par de semanas proponíamos que, para poner las cosas en orden, la perspectiva de muerte es un instrumento heurístico, es decir, útil para el hallazgo. Los encuentros con la muerte producen tales sacudidas existenciales. Juan Arnau recordaba, hace poco tiempo en un artículo publicado en El País, el caso de Ludwig Wittgenstein, padre de la filosofía del lenguaje, quien voluntariamente pidió ir a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, para poder escribir, en el contexto de balas que lo rozaban, su famoso Tratado Lógico Filosófico.

El caso es que, cuando una saludable sacudida existencial nos permite ordenar nuestro juicio, es importante no perder de vista que, según el planteamiento tomista, la libertad no es la que nos permite elegir entre el bien y el mal, sino aquella que es sólo para el bien. Somos libres para hacer el bien que, sin nuestra voluntad, no sería realizado. En este planteamiento el mal siempre es un mal por defecto: nuestras imperfecciones nos impiden hacer el bien o hacerlo de mejor manera.

Es claro que esta idea excluye el maniqueísmo. No hay blancos ni negros, sino grises. Lo cual no significa que no haya principios ni valores y, por lo tanto, que no podamos establecer que ciertas acciones son mejores que otras. Pero sí significa que, en nuestra imperfección, nuestra conducta puede aproximarse a lo perfecto, pero nunca alcanzarlo. Es un tema de matices. Como dice el Evangelio: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nuestra vida moral será entonces un caminar hacia la perfección nunca realizable del todo. Una vida lograda será, por tanto, la que sea capaz de no dejar de caminar en esa dirección. Que nuestros grises vayan bajando de tono, aunque nunca lleguen a ser blancos. De eso, me parece, se trata la vida.

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