/ jueves 5 de abril de 2018

Las cactáceas y la magia

De acuerdo a los autores Elia Bravo Hollis y Léia Scheinvar en su obra “El interesante mundo de las cactáceas”, entre las cactáceas se encuentran algunas especies que poseen substancias alucinógenas perturbadoras de las funciones normales del cuerpo y de la mente, y que han sido consideradas sagradas en las sociedades primitivas. Si bien el consumo de este tipo de plantas ha formado parte de la experiencia humana por milenios, ha sido recientemente que las sociedades occidentales han profundizado en el conocimiento de su acción y efectos.

Del consumo de las drogas más frecuentes en el mundo, América ha contribuido con la mezcalina desde finales del siglo XIX, droga mágica extraída de una cactácea mexicana, la (Lephophora williamsii), peyote o jículi –tarahumaras-, de tallo globoso y aplanado que apenas sobresale del suelo y crece en el desierto chihuahuense hasta más allá del río Bravo. Florece de mayo a junio. Desde épocas prehispánicas los indígenas mexicanos pensaban que esta planta divina curaba, predecía el futuro, daba poderes telepáticos, valentía y buenas cosechas.

Durante la Conquista los misioneros españoles prohibieron el uso del peyote por considerarlo una superstición y medio por el que el demonio poseía a los que lo usaran. Por ello, algunos le llamaban la “raíz diabólica”. Los indígenas le hacían altares de copal y flores, la escondían en establos o en los hábitos de los santos. Si bien la devoción decayó entre los nativos del Altiplano, los ritos (al seni -kiowas-, wokouwi –comanches-) siguieron activos entre las tribus coras, tarahumara y huicholes del noroccidente de la Sierra Madre Occidental.

Los tarahumaras creen que cuando Dios se fue al cielo al principio del mundo, dejó al jículi como un remedio para el pueblo, que canta y habla conforme crece, y que de esta forma les habla Dios por medio de la planta. No se guarda en las casas porque se ofendería al ver alguna cosa indebida. Se coloca en un recipiente especial dentro de la troje y no es sacado nunca sin ofrecerle una ofrenda. El arqueólogo Carl Lumholtz (1902) relata que se hacen penosas peregrinaciones para colectar la planta y al llegar a casa la reciben con música y festejan.

Un curandero o peyotero durante una ceremonia sin baile ni canto, pero con el continuo toque de tambor, sentados alrededor de una fogata hasta que se consume al alba, se traga peyotes libres de pelos setosos. Al amanecer hay, también, un complicado ritual para despedir al espíritu del jículi, que vuela en forma de bola a su país junto al tecolote. Se cree que en esta planta se encuentra la vida que trasciende. Después de que la fama del peyote llegó a los científicos se han detectado hasta 56 diferentes alcaloides con sus derivados de amina.

La mayoría pertenece a las feniletinaminas y a las isoquinolinas simples. La mezcalina es el agente principal que induce las visiones. Esta fama alucinante ha hecho que algunos escritores hayan querido probar sus efectos. El primero fue Haverlok Elli, quien relata a fines del siglo XIX sus experiencias en el Journal Medical Bolletin, al igual que Aldoux Huxley (1970) en su obra “Las puertas de la percepción” y, posteriormente, en “Cielo e infierno”, y el escritor mexicano Fernando Benítez (1968) en su obra “En la Tierra Mágica del Peyote”. Luego, llegaría la contracultura de la psicodelia y los hongos alucinógenos con Timothy Leary.

agusperezr@hotmail.com

De acuerdo a los autores Elia Bravo Hollis y Léia Scheinvar en su obra “El interesante mundo de las cactáceas”, entre las cactáceas se encuentran algunas especies que poseen substancias alucinógenas perturbadoras de las funciones normales del cuerpo y de la mente, y que han sido consideradas sagradas en las sociedades primitivas. Si bien el consumo de este tipo de plantas ha formado parte de la experiencia humana por milenios, ha sido recientemente que las sociedades occidentales han profundizado en el conocimiento de su acción y efectos.

Del consumo de las drogas más frecuentes en el mundo, América ha contribuido con la mezcalina desde finales del siglo XIX, droga mágica extraída de una cactácea mexicana, la (Lephophora williamsii), peyote o jículi –tarahumaras-, de tallo globoso y aplanado que apenas sobresale del suelo y crece en el desierto chihuahuense hasta más allá del río Bravo. Florece de mayo a junio. Desde épocas prehispánicas los indígenas mexicanos pensaban que esta planta divina curaba, predecía el futuro, daba poderes telepáticos, valentía y buenas cosechas.

Durante la Conquista los misioneros españoles prohibieron el uso del peyote por considerarlo una superstición y medio por el que el demonio poseía a los que lo usaran. Por ello, algunos le llamaban la “raíz diabólica”. Los indígenas le hacían altares de copal y flores, la escondían en establos o en los hábitos de los santos. Si bien la devoción decayó entre los nativos del Altiplano, los ritos (al seni -kiowas-, wokouwi –comanches-) siguieron activos entre las tribus coras, tarahumara y huicholes del noroccidente de la Sierra Madre Occidental.

Los tarahumaras creen que cuando Dios se fue al cielo al principio del mundo, dejó al jículi como un remedio para el pueblo, que canta y habla conforme crece, y que de esta forma les habla Dios por medio de la planta. No se guarda en las casas porque se ofendería al ver alguna cosa indebida. Se coloca en un recipiente especial dentro de la troje y no es sacado nunca sin ofrecerle una ofrenda. El arqueólogo Carl Lumholtz (1902) relata que se hacen penosas peregrinaciones para colectar la planta y al llegar a casa la reciben con música y festejan.

Un curandero o peyotero durante una ceremonia sin baile ni canto, pero con el continuo toque de tambor, sentados alrededor de una fogata hasta que se consume al alba, se traga peyotes libres de pelos setosos. Al amanecer hay, también, un complicado ritual para despedir al espíritu del jículi, que vuela en forma de bola a su país junto al tecolote. Se cree que en esta planta se encuentra la vida que trasciende. Después de que la fama del peyote llegó a los científicos se han detectado hasta 56 diferentes alcaloides con sus derivados de amina.

La mayoría pertenece a las feniletinaminas y a las isoquinolinas simples. La mezcalina es el agente principal que induce las visiones. Esta fama alucinante ha hecho que algunos escritores hayan querido probar sus efectos. El primero fue Haverlok Elli, quien relata a fines del siglo XIX sus experiencias en el Journal Medical Bolletin, al igual que Aldoux Huxley (1970) en su obra “Las puertas de la percepción” y, posteriormente, en “Cielo e infierno”, y el escritor mexicano Fernando Benítez (1968) en su obra “En la Tierra Mágica del Peyote”. Luego, llegaría la contracultura de la psicodelia y los hongos alucinógenos con Timothy Leary.

agusperezr@hotmail.com