/ jueves 4 de agosto de 2022

Lo bailado nadie me lo quita

Por Roberta Cortazar B.

Me gusta bailar, me alegra y relaja. Aprenderme una rutina es un trabajo mental maravilloso, empatar la música con pasos que me enseñaron o algunos que me invento en el frenesí de la emoción es un reto que me entretiene y me hace feliz. El gusto me viene de mis papás, que fueron excelentes bailarines, tan buenos que en las fiestas les hacían rueda para verlos y aplaudirles.

La información de que el baile es terapéutico está por todos lados, sin embargo mucha gente no baila, por vergüenza, por miedo a equivocarse o verse ridículo, por algún trauma ocasionado en la niñez o por un convencimiento de falta de coordinación. La frase “tengo dos pies izquierdos” es muy común y mentirosa ¡Todos podemos bailar, es cuestión de práctica!

Muchos se disculpan diciendo que no les gusta bailar, que tienen otros entretenimientos y ese meneo no les hace falta. Otros sólo bailan cuando andan tomados o drogados, y otros muchos sólo les gusta observar y opinar quién se mueve mejor.

Pero de que las personas mueven, aunque sea un pie debajo de la mesa ¡lo mueven! o si son más discretos sólo se conforman con seguir el ritmo con manos y/ o dedos en los muslos o en la mesa o silla donde están como espectadores, y los más inhibidos se conforman con sentir que el corazón les late más de prisa, en una postura que disimula.

Yo recuerdo que desde pequeña la música me cautivaba, a los siete años me dio hepatitis y tuve que estar en casa más de un mes recluida, me decían que no debía moverme porque era importante que estuviera quieta hasta recuperarme, pero en mis momentos de soledad bailaba, daba vueltas, subía y bajaba de la cama, movía la cabeza para que el pelo volara y en un instante paraba si oía que alguien venía.

En el Club de Leones hay o había tardeadas con orquesta los domingos, Raquel, mi hermana, y yo acompañábamos a mis papás y bailábamos unas cuantas horas turnándonos a mi padre, así que había momentos en que sólo estábamos en la mesa mirando, y atrayendo miradas, porque varios caballeros nos sacaban a bailar. Mi hermana Cecilia vive en San Diego, California, y ahí íbamos a un lugar de salsa y otro de música country, donde llegábamos con nuestras botas y sombrero vaquero.

Tomé clases de baile de salón con el profesor Antonio Rubio, fue maravilloso, hasta salíamos en el teatro, gracias profe por su entusiasmo y su profesionalismo. También tomé clases de baile country con Marco Zaragoza, excelente maestro. Con Marco el cubano que es muy talentoso y una finísima persona, con Perla, con Gloria, con Amate. Mis alumnas del Campestre me dieron muchas horas de felicidad, y en Mazatlán tengo un grupo de baile. También di clases en el Montessori, un deleite. Bailo sola cuando oigo una canción que me prende y cuando tuve Covid el baile era un escape al aislamiento.

Desde mi experiencia con el baile sólo me resta recomendarlo ¡Baila! ¡Es medicina!

Por Roberta Cortazar B.

Me gusta bailar, me alegra y relaja. Aprenderme una rutina es un trabajo mental maravilloso, empatar la música con pasos que me enseñaron o algunos que me invento en el frenesí de la emoción es un reto que me entretiene y me hace feliz. El gusto me viene de mis papás, que fueron excelentes bailarines, tan buenos que en las fiestas les hacían rueda para verlos y aplaudirles.

La información de que el baile es terapéutico está por todos lados, sin embargo mucha gente no baila, por vergüenza, por miedo a equivocarse o verse ridículo, por algún trauma ocasionado en la niñez o por un convencimiento de falta de coordinación. La frase “tengo dos pies izquierdos” es muy común y mentirosa ¡Todos podemos bailar, es cuestión de práctica!

Muchos se disculpan diciendo que no les gusta bailar, que tienen otros entretenimientos y ese meneo no les hace falta. Otros sólo bailan cuando andan tomados o drogados, y otros muchos sólo les gusta observar y opinar quién se mueve mejor.

Pero de que las personas mueven, aunque sea un pie debajo de la mesa ¡lo mueven! o si son más discretos sólo se conforman con seguir el ritmo con manos y/ o dedos en los muslos o en la mesa o silla donde están como espectadores, y los más inhibidos se conforman con sentir que el corazón les late más de prisa, en una postura que disimula.

Yo recuerdo que desde pequeña la música me cautivaba, a los siete años me dio hepatitis y tuve que estar en casa más de un mes recluida, me decían que no debía moverme porque era importante que estuviera quieta hasta recuperarme, pero en mis momentos de soledad bailaba, daba vueltas, subía y bajaba de la cama, movía la cabeza para que el pelo volara y en un instante paraba si oía que alguien venía.

En el Club de Leones hay o había tardeadas con orquesta los domingos, Raquel, mi hermana, y yo acompañábamos a mis papás y bailábamos unas cuantas horas turnándonos a mi padre, así que había momentos en que sólo estábamos en la mesa mirando, y atrayendo miradas, porque varios caballeros nos sacaban a bailar. Mi hermana Cecilia vive en San Diego, California, y ahí íbamos a un lugar de salsa y otro de música country, donde llegábamos con nuestras botas y sombrero vaquero.

Tomé clases de baile de salón con el profesor Antonio Rubio, fue maravilloso, hasta salíamos en el teatro, gracias profe por su entusiasmo y su profesionalismo. También tomé clases de baile country con Marco Zaragoza, excelente maestro. Con Marco el cubano que es muy talentoso y una finísima persona, con Perla, con Gloria, con Amate. Mis alumnas del Campestre me dieron muchas horas de felicidad, y en Mazatlán tengo un grupo de baile. También di clases en el Montessori, un deleite. Bailo sola cuando oigo una canción que me prende y cuando tuve Covid el baile era un escape al aislamiento.

Desde mi experiencia con el baile sólo me resta recomendarlo ¡Baila! ¡Es medicina!

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