/ jueves 12 de abril de 2018

Los gobiernos de la Iglesia

De acuerdo a Fulton J. Sheen, después de la Ascensión de Cristo, no dejó de contestar la pregunta de cómo las generaciones futuras reconoceríamos su cuerpo místico, concediendo que él y la Iglesia son uno mismo. En esta materia, el asunto más interesante y asombroso en la manera de obrar de Nuestro Señor es que parece que tomó en cuenta las opiniones de aquellos que diferían de las de Él. Si su voluntad fue encomendarle su autoridad y su poder a una cabeza visible, sus criaturas podían pensar en dos planes: el democrático y el aristocrático.

La forma democrática de gobierno le disputa a Dios el que cada individuo sea él la suprema autoridad, permitiéndose interpretar las Escrituras privadamente o interpretar sus propias experiencias religiosas sin ninguna regla personal; cada uno vota por lo que debe creer, rechaza todo credo; sus creencias y dogmas corren de acuerdo con sus dogmas y prejuicios, se determina él mismo la clase de Dios que desea adorar, la clase de altar ante el cual desea arrodillarse, en resumen, adora todos los santuarios que él mismo se ha construido.

La segunda forma de gobierno de la Iglesia que las criaturas creen que Dios debió haber escogido es la aristocrática, en la cual un grupo selecto, un consejo, una federación o un parlamento, los representantes de diferentes cuerpos religiosos debían ellos mismos determinar, tan lejos como fuera posible, las creencias, culto y credos de aquellos que están bajo ellos, como el caso de la Iglesia de Inglaterra. La forma que escogió Nuestro Señor no fue ninguna de éstas, pero debe ser llamada monárquica, con una cabeza visible de esa unidad.

La pregunta para mostrarles lo inadecuado de sus planes y conducirlos a la sabiduría divina de su propio plan fue: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mateo XVI, 16). Tomen nota que es el llamamiento a la forma democrática de gobierno de la Iglesia, que dicen los hombres individualmente según su experiencia y su juicio. La contestación fue la de la confusión. No había unidad ni el acuerdo querido por Dios; unos Juan, Elías o Jeremías. En lenguaje moderno sería decir que una religión es tan buena como la otra. Sólo quedó el silencio del Maestro.

Y luego, pasó al aristocrático. Ahora se dirigió a los primeros, los doce escogidos, el grupo que formaba el consejo selecto, su federación, su parlamento. Pero ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Y los doce no contestaron. ¿Por qué estaban tan silenciosos? Tal vez porque ninguno se sentía el primero, o tenían una idea distinta de las relaciones de Jesús y su Padre, o dudaban de su divinidad como Tomás o que la verdad de la Iglesia y de Dios no sería absoluta si dependía de la creencia de la mayoría. La forma aristocrática falló también. No hay unidad.

Como las formas democráticas y aristocráticas sugeridas por los hombres para el gobierno de la Iglesia fueron eliminadas, no quedó más que otra, la monárquica que encontró su centro en Pedro. Él se había adelantado algunos pasos, no porque se lo pidieran los apóstoles, ni porque individualmente se le ocurriera, sino porque lo iluminaba una gran luz que Cristo mismo reconoció como divina, con palabras que no pudo guardar: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Pedro sabía quién era él. Aquí el plan de Cristo sobre su reino visible se completa.

Pedro reconoce a Cristo, sin el consentimiento de los demás y con la asistencia divina, y Cristo lo hace signo de unidad, lo hace piedra y le da autoridad. La Iglesia tendría una cabeza visible. El sentido de las palabras de Cristo fue indiscutible.

agusperezr@hotmail.com

De acuerdo a Fulton J. Sheen, después de la Ascensión de Cristo, no dejó de contestar la pregunta de cómo las generaciones futuras reconoceríamos su cuerpo místico, concediendo que él y la Iglesia son uno mismo. En esta materia, el asunto más interesante y asombroso en la manera de obrar de Nuestro Señor es que parece que tomó en cuenta las opiniones de aquellos que diferían de las de Él. Si su voluntad fue encomendarle su autoridad y su poder a una cabeza visible, sus criaturas podían pensar en dos planes: el democrático y el aristocrático.

La forma democrática de gobierno le disputa a Dios el que cada individuo sea él la suprema autoridad, permitiéndose interpretar las Escrituras privadamente o interpretar sus propias experiencias religiosas sin ninguna regla personal; cada uno vota por lo que debe creer, rechaza todo credo; sus creencias y dogmas corren de acuerdo con sus dogmas y prejuicios, se determina él mismo la clase de Dios que desea adorar, la clase de altar ante el cual desea arrodillarse, en resumen, adora todos los santuarios que él mismo se ha construido.

La segunda forma de gobierno de la Iglesia que las criaturas creen que Dios debió haber escogido es la aristocrática, en la cual un grupo selecto, un consejo, una federación o un parlamento, los representantes de diferentes cuerpos religiosos debían ellos mismos determinar, tan lejos como fuera posible, las creencias, culto y credos de aquellos que están bajo ellos, como el caso de la Iglesia de Inglaterra. La forma que escogió Nuestro Señor no fue ninguna de éstas, pero debe ser llamada monárquica, con una cabeza visible de esa unidad.

La pregunta para mostrarles lo inadecuado de sus planes y conducirlos a la sabiduría divina de su propio plan fue: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mateo XVI, 16). Tomen nota que es el llamamiento a la forma democrática de gobierno de la Iglesia, que dicen los hombres individualmente según su experiencia y su juicio. La contestación fue la de la confusión. No había unidad ni el acuerdo querido por Dios; unos Juan, Elías o Jeremías. En lenguaje moderno sería decir que una religión es tan buena como la otra. Sólo quedó el silencio del Maestro.

Y luego, pasó al aristocrático. Ahora se dirigió a los primeros, los doce escogidos, el grupo que formaba el consejo selecto, su federación, su parlamento. Pero ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Y los doce no contestaron. ¿Por qué estaban tan silenciosos? Tal vez porque ninguno se sentía el primero, o tenían una idea distinta de las relaciones de Jesús y su Padre, o dudaban de su divinidad como Tomás o que la verdad de la Iglesia y de Dios no sería absoluta si dependía de la creencia de la mayoría. La forma aristocrática falló también. No hay unidad.

Como las formas democráticas y aristocráticas sugeridas por los hombres para el gobierno de la Iglesia fueron eliminadas, no quedó más que otra, la monárquica que encontró su centro en Pedro. Él se había adelantado algunos pasos, no porque se lo pidieran los apóstoles, ni porque individualmente se le ocurriera, sino porque lo iluminaba una gran luz que Cristo mismo reconoció como divina, con palabras que no pudo guardar: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Pedro sabía quién era él. Aquí el plan de Cristo sobre su reino visible se completa.

Pedro reconoce a Cristo, sin el consentimiento de los demás y con la asistencia divina, y Cristo lo hace signo de unidad, lo hace piedra y le da autoridad. La Iglesia tendría una cabeza visible. El sentido de las palabras de Cristo fue indiscutible.

agusperezr@hotmail.com