/ jueves 3 de octubre de 2019

Los señores feudales

Junto a Enrique de Gandía, miremos a Europa de un vuelo, a la primera Edad Media, a los siglos semibárbaros. En todas partes reinan tinieblas; pero en el norte un emperador las aclara por un instante que la historia haría eterno: Carlomagno. Su corte parece anacrónica por lo luminosa, mientras los señores feudales hunden a los campesinos en el fango y el horror.


Otro rincón de Europa atrae nuestras miradas: es España. En el siglo XI la lucha constante y terrible de reconquista del cristianismo sobre el islam no producía la misma clase de bárbaros señores feudales del resto de Europa. El feudalismo sería importado a España, pero nunca sería semejante al feudalismo francés. Viajar de una ciudad a otra en Francia, Italia, Alemania o Inglaterra era un peligro que pocos enfrentaban. No así en España.


Si en el resto de Europa los señores feudales se burlaban de los reyes, en España, hasta el Cid se sometía, humildemente, al gobierno de Alfonso VI. En armas, en trajes militares, el lujo de muebles y vestidos, los españoles estaban adelantados en un siglo a los franceses, italianos y alemanes. El odio entre el señor feudal y el campesino de Europa era desconocido.


En medio de sus tinieblas, la vida de los castillos medievales tenía una poesía y una belleza que ninguna otra época ha igualado. Cuando los guerreros se marchaban lejos, castellanas quedaban en el olvido, nacerían los enamoramientos de un paje que sale de la pubertad y de una castellana que descubre en su cabellera un hilo de plata.


Amores generalmente castos, no sólo por los cinturones de castidad, sino porque en aquel entonces los amores, o eran bárbaros, o eran puros. Pero si la castellana era sorprendida por su señor cuando éste volvía, la mataba a palos o apuñaladas, y si el amante no andaba lejos, era seguro que la adúltera tenía que comerse su corazón frito en aceite.


Mientras esto sucedía, en una iglesia cercana, las campañas tañían y los siervos inclinaban la cabeza, y las demás mujeres viven como si observasen una regla monacal, envueltas en el silencio, suaves como sombras, mirando los muros lívidos y la hierba creciendo entre las losas.

agusperezr@hotmil.com

Junto a Enrique de Gandía, miremos a Europa de un vuelo, a la primera Edad Media, a los siglos semibárbaros. En todas partes reinan tinieblas; pero en el norte un emperador las aclara por un instante que la historia haría eterno: Carlomagno. Su corte parece anacrónica por lo luminosa, mientras los señores feudales hunden a los campesinos en el fango y el horror.


Otro rincón de Europa atrae nuestras miradas: es España. En el siglo XI la lucha constante y terrible de reconquista del cristianismo sobre el islam no producía la misma clase de bárbaros señores feudales del resto de Europa. El feudalismo sería importado a España, pero nunca sería semejante al feudalismo francés. Viajar de una ciudad a otra en Francia, Italia, Alemania o Inglaterra era un peligro que pocos enfrentaban. No así en España.


Si en el resto de Europa los señores feudales se burlaban de los reyes, en España, hasta el Cid se sometía, humildemente, al gobierno de Alfonso VI. En armas, en trajes militares, el lujo de muebles y vestidos, los españoles estaban adelantados en un siglo a los franceses, italianos y alemanes. El odio entre el señor feudal y el campesino de Europa era desconocido.


En medio de sus tinieblas, la vida de los castillos medievales tenía una poesía y una belleza que ninguna otra época ha igualado. Cuando los guerreros se marchaban lejos, castellanas quedaban en el olvido, nacerían los enamoramientos de un paje que sale de la pubertad y de una castellana que descubre en su cabellera un hilo de plata.


Amores generalmente castos, no sólo por los cinturones de castidad, sino porque en aquel entonces los amores, o eran bárbaros, o eran puros. Pero si la castellana era sorprendida por su señor cuando éste volvía, la mataba a palos o apuñaladas, y si el amante no andaba lejos, era seguro que la adúltera tenía que comerse su corazón frito en aceite.


Mientras esto sucedía, en una iglesia cercana, las campañas tañían y los siervos inclinaban la cabeza, y las demás mujeres viven como si observasen una regla monacal, envueltas en el silencio, suaves como sombras, mirando los muros lívidos y la hierba creciendo entre las losas.

agusperezr@hotmil.com