/ martes 17 de mayo de 2022

Mandarines iluminados 

Toda ideología o religión que odia la imperfección y que es incapaz de convivir con ella, como es usual en el comunismo y sus derivados, considera a la colectividad como un ser vivo con sus propios intereses, y su sistema de creencias rechaza al individuo —la única entidad que literalmente siente el placer y el dolor— como un mero componente que sólo existe para favorecer los intereses del conjunto. Tal individualismo no se tolera. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se deba al partido, ni más amor que el amor al gran hermano o al gobernante en turno.

El partido o el caudillo también cree que los lazos sentimentales con la familia y los amigos son “hábitos” problemáticos. Es difícil escuchar al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y pensar con el mismo entusiasmo en las propuestas de que unos mandarines iluminados van a rediseñar la educación de los hijos, las artes, las fuentes de energía y la relación entre los sexos, en un esfuerzo por construir una sociedad mejor, como bien dice el psicólogo Steven Pinker. Claro, no se puede calificar como totalitarismo a una genuina preocupación por mejorar las relaciones humanas o la sociedad.

Pero como nos enseñan las novelas distópicas, al usar exageraciones grotescas que hacen que cualquier idea parezca aterradora: que, con frecuencia, olvidamos los inconvenientes de pensar que cosas como el lenguaje, el pensamiento y los sentimientos sólo tienen por origen a la sociedad, pero nada deben a nuestra naturaleza biológica innata, y esto da oportunidad de que ingenieros sociales intenten reformar toda nuestra vida íntima, querámoslo o no. Una vez conscientes de los inconvenientes, ya no tenemos que ver a las ideologías como vacas sagradas a las que no se critica.

Más aún. Ya no tenemos por qué subordinar u ocultar los descubrimientos que nacen de los hechos en espera de que una ideología estrafalaria dé resultados en contra de las evidencias. En esto, la Historia no tiene nada de sutil con los resultados, más bien mediocres, de los gobiernos de izquierda o, con franqueza, catastróficamente costosos en términos económicos o de vidas humanas. El ideal de la igualdad política no es garantizar que las personas sean indistinguibles. Su verdadero ideal es tratar a las personas, según sus méritos, en espacios de justicia, educación o política.

La igualdad política incluye no sólo el mérito, sino reconocer el derecho común a todos, sea un cura o político, empresario u obrero, hombre o mujer. No se puede imponer una igualdad obligada ni rebajar el extremo superior, según los talentos de cada persona, en vez de subir el inferior. Esta igualdad impuesta ha conducido a auténticos crímenes contra la humanidad y la naturaleza. Más simple sería retomar los valores tradicionales de la clase media —la responsabilidad, la devoción a la familia, esfuerzo personal, rechazar la violencia machista—, pues son cosas buenas, no malas. agusperezr@hotmail.com


Toda ideología o religión que odia la imperfección y que es incapaz de convivir con ella, como es usual en el comunismo y sus derivados, considera a la colectividad como un ser vivo con sus propios intereses, y su sistema de creencias rechaza al individuo —la única entidad que literalmente siente el placer y el dolor— como un mero componente que sólo existe para favorecer los intereses del conjunto. Tal individualismo no se tolera. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se deba al partido, ni más amor que el amor al gran hermano o al gobernante en turno.

El partido o el caudillo también cree que los lazos sentimentales con la familia y los amigos son “hábitos” problemáticos. Es difícil escuchar al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y pensar con el mismo entusiasmo en las propuestas de que unos mandarines iluminados van a rediseñar la educación de los hijos, las artes, las fuentes de energía y la relación entre los sexos, en un esfuerzo por construir una sociedad mejor, como bien dice el psicólogo Steven Pinker. Claro, no se puede calificar como totalitarismo a una genuina preocupación por mejorar las relaciones humanas o la sociedad.

Pero como nos enseñan las novelas distópicas, al usar exageraciones grotescas que hacen que cualquier idea parezca aterradora: que, con frecuencia, olvidamos los inconvenientes de pensar que cosas como el lenguaje, el pensamiento y los sentimientos sólo tienen por origen a la sociedad, pero nada deben a nuestra naturaleza biológica innata, y esto da oportunidad de que ingenieros sociales intenten reformar toda nuestra vida íntima, querámoslo o no. Una vez conscientes de los inconvenientes, ya no tenemos que ver a las ideologías como vacas sagradas a las que no se critica.

Más aún. Ya no tenemos por qué subordinar u ocultar los descubrimientos que nacen de los hechos en espera de que una ideología estrafalaria dé resultados en contra de las evidencias. En esto, la Historia no tiene nada de sutil con los resultados, más bien mediocres, de los gobiernos de izquierda o, con franqueza, catastróficamente costosos en términos económicos o de vidas humanas. El ideal de la igualdad política no es garantizar que las personas sean indistinguibles. Su verdadero ideal es tratar a las personas, según sus méritos, en espacios de justicia, educación o política.

La igualdad política incluye no sólo el mérito, sino reconocer el derecho común a todos, sea un cura o político, empresario u obrero, hombre o mujer. No se puede imponer una igualdad obligada ni rebajar el extremo superior, según los talentos de cada persona, en vez de subir el inferior. Esta igualdad impuesta ha conducido a auténticos crímenes contra la humanidad y la naturaleza. Más simple sería retomar los valores tradicionales de la clase media —la responsabilidad, la devoción a la familia, esfuerzo personal, rechazar la violencia machista—, pues son cosas buenas, no malas. agusperezr@hotmail.com