/ jueves 27 de agosto de 2020

México quiere un rey

La elección de una presidente carismático, populista, con el mayor poder que un gobernante ha tenido en México desde hace décadas, gracias al capital político otorgado por el electorado, ha llevado a que hoy, más que nunca, se perfile, peligrosamente, un republicanismo mexicano que sea, en realidad, un monarquismo disfrazado, en palabras del intelectual Héctor Aguilar Camín, en lo que sería un posible síntoma del sentimiento que predomina entre quienes votaron por el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO). ¿No deseará un rey, en realidad, nuestra sociedad?

Si lo que la gente quiere es alguien que represente al Estado y que modere el funcionamiento de sus instituciones, en cuyas manos se concentre el poder y sus acciones no estén sujetas ni a restricciones legales externas, ni a mecanismos regulativos de control popular, entonces hablaríamos de alguien cercano a la definición de un rey autócrata. Por otro lado, pensaríamos en un rey constitucional si responde, en nuestro caso, al Congreso, que vela por los derechos de las personas e impide que el monarca tome decisiones que pongan en peligro la estabilidad social.

Actualmente, llueven los amparos y los recursos de inconstitucionalidad ante las iniciativas de un Estado que parece no valorar las leyes, y ante la falta de resultados significativos en lo económico y social de los órganos gubernamentales, la popularidad del presidente AMLO no parece resentirse mucho. Es como si no se cayera en cuenta de que las políticas públicas dependieran de él, en lo esencial, y las grandes decisiones económicas no fueran su responsabilidad. Es como si no hubiera emprendedores sociales que solucionen los problemas de la comunidad, sólo la figura de AMLO.

Nada de esto le preocupa al ciudadano común. Sólo a la oposición política y las personalidades que les inquieta el rumbo que toma el país y vislumbran su futuro, lo consideran un peligro, cuya lógica llevada al extremo sitúa al país en una posición similar al lastimoso estado de Cuba o Venezuela. Si ninguna organización civil u órgano público es digno de confianza, sólo queda la figura de un personaje carismático que siga una guía tan arbitraria como la personalidad y argumentos tan tranquilizadores como las promesas, los enemigos irreconciliables y las buenas intenciones.

Incluso, nada de esto sería tan malo si no existiera el riesgo de que alguien con intenciones menos honestas y la decidida intención de instalarse en el poder de forma permanente y hereditaria, no tomara provecho del debilitamiento y paulatina destrucción de las instituciones para beneficiarse personalmente y a sus allegados. No se trataría, ya, de una monarquía con disfraz de república, sino de una dictadura con ropajes de democracia. Tal vez, así, la sociedad quede, por fin, satisfecha. agusperezr@hotmail.com

La elección de una presidente carismático, populista, con el mayor poder que un gobernante ha tenido en México desde hace décadas, gracias al capital político otorgado por el electorado, ha llevado a que hoy, más que nunca, se perfile, peligrosamente, un republicanismo mexicano que sea, en realidad, un monarquismo disfrazado, en palabras del intelectual Héctor Aguilar Camín, en lo que sería un posible síntoma del sentimiento que predomina entre quienes votaron por el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO). ¿No deseará un rey, en realidad, nuestra sociedad?

Si lo que la gente quiere es alguien que represente al Estado y que modere el funcionamiento de sus instituciones, en cuyas manos se concentre el poder y sus acciones no estén sujetas ni a restricciones legales externas, ni a mecanismos regulativos de control popular, entonces hablaríamos de alguien cercano a la definición de un rey autócrata. Por otro lado, pensaríamos en un rey constitucional si responde, en nuestro caso, al Congreso, que vela por los derechos de las personas e impide que el monarca tome decisiones que pongan en peligro la estabilidad social.

Actualmente, llueven los amparos y los recursos de inconstitucionalidad ante las iniciativas de un Estado que parece no valorar las leyes, y ante la falta de resultados significativos en lo económico y social de los órganos gubernamentales, la popularidad del presidente AMLO no parece resentirse mucho. Es como si no se cayera en cuenta de que las políticas públicas dependieran de él, en lo esencial, y las grandes decisiones económicas no fueran su responsabilidad. Es como si no hubiera emprendedores sociales que solucionen los problemas de la comunidad, sólo la figura de AMLO.

Nada de esto le preocupa al ciudadano común. Sólo a la oposición política y las personalidades que les inquieta el rumbo que toma el país y vislumbran su futuro, lo consideran un peligro, cuya lógica llevada al extremo sitúa al país en una posición similar al lastimoso estado de Cuba o Venezuela. Si ninguna organización civil u órgano público es digno de confianza, sólo queda la figura de un personaje carismático que siga una guía tan arbitraria como la personalidad y argumentos tan tranquilizadores como las promesas, los enemigos irreconciliables y las buenas intenciones.

Incluso, nada de esto sería tan malo si no existiera el riesgo de que alguien con intenciones menos honestas y la decidida intención de instalarse en el poder de forma permanente y hereditaria, no tomara provecho del debilitamiento y paulatina destrucción de las instituciones para beneficiarse personalmente y a sus allegados. No se trataría, ya, de una monarquía con disfraz de república, sino de una dictadura con ropajes de democracia. Tal vez, así, la sociedad quede, por fin, satisfecha. agusperezr@hotmail.com