/ miércoles 27 de octubre de 2021

Muerte asistida

Visité a un amigo y lo encontré con su salud muy deteriorada. A sus 24 años de edad sufrió un accidente carretero y se rompió el cuello. Quedó tetrapléjico y ha vivido en esas circunstancias durante casi 20 años. Me dice: “Estoy hasta la madre, siento mi cuerpo como mi prisión eterna. Nadie se presta a ayudarme para morir dignamente, a quitarme las sondas, a darme alguna bebida, ¿todavía no hay leyes que permitan que alguien como yo decida su muerte?”.

Francamente me impresionaron sus palabras y me llevó a reflexiones y preguntas sin respuesta.

Socializo mis dudas y recibo comentarios como: “Oye, las personas terminales necesitan más ayuda para vivir, no para morir”.

Entiendo y simpatizo con aquellos desesperados como mi amigo, o con otros enfermos y sus familias cuyos dolores aumentan con frecuencia viendo a sus seres queridos sin mucho que ofrecer salvo acompañarlos y brindar apoyo en casa o en el hospital, esto donde hay dinero suficiente de los seguros o de la familia.

Sin embargo, estoy consciente de que vivimos en un país polarizado y mayoritariamente la muerte asistida no es bien vista, pero también estoy convencido de que reclamar el privilegio de la verdad y la compostura no es una forma de ganar el debate sobre tal muerte.

Me queda claro que, si un conocido me hablara para que escuche sus últimas palabras con una pistola en la sien, me preguntaría ¿Qué debo hacer? La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que el acto moral sería hablar con él para tratar de persuadirlo de que no lo haga. Otros estarían de acuerdo en que animarlo “a cabo eso es lo que quería", sería cometer un asesinato.

Debatir sobre la muerte asistida no es coser y bordar porque no hay respuestas simples. Es una discusión en la que debemos reconocer que la verdad y la decencia moral se encuentran equidistantes e influye el contexto para juzgar lo que está bien y lo que está mal.

Con todo, la lid ya está presente con un alto grado de sensibilidad e ideas como las de que, la oposición a la muerte asistida es impulsada principalmente por trabas religiosas, o la de que sus partidarios son equivalentes a criminales no dignos de confianza, son posiciones que no invitan a iniciar un debate relevante por lo que el terreno de la disputa debe negociarse cuidadosamente.

En tanto, morir sigue marcado por la posición social y económica: unos pueden pagar lo necesario para que a su “enfermo terminal” le prolonguen la vida por meses y hasta años; otros, los pobres, quizá su oportunidad sea morir con dignidad. Sin recursos para pagar médicos y hospitales tienden a acompañar a los suyos con efectos distintos a los pudientes.

Sucede luego que jamás pensamos en la muerte, aunque es la única certidumbre que tenemos de nuestro futuro. La muerte forma parte de la vida, y es justamente por respeto a la vida por lo que hay que debatir el derecho a una buena muerte.


Visité a un amigo y lo encontré con su salud muy deteriorada. A sus 24 años de edad sufrió un accidente carretero y se rompió el cuello. Quedó tetrapléjico y ha vivido en esas circunstancias durante casi 20 años. Me dice: “Estoy hasta la madre, siento mi cuerpo como mi prisión eterna. Nadie se presta a ayudarme para morir dignamente, a quitarme las sondas, a darme alguna bebida, ¿todavía no hay leyes que permitan que alguien como yo decida su muerte?”.

Francamente me impresionaron sus palabras y me llevó a reflexiones y preguntas sin respuesta.

Socializo mis dudas y recibo comentarios como: “Oye, las personas terminales necesitan más ayuda para vivir, no para morir”.

Entiendo y simpatizo con aquellos desesperados como mi amigo, o con otros enfermos y sus familias cuyos dolores aumentan con frecuencia viendo a sus seres queridos sin mucho que ofrecer salvo acompañarlos y brindar apoyo en casa o en el hospital, esto donde hay dinero suficiente de los seguros o de la familia.

Sin embargo, estoy consciente de que vivimos en un país polarizado y mayoritariamente la muerte asistida no es bien vista, pero también estoy convencido de que reclamar el privilegio de la verdad y la compostura no es una forma de ganar el debate sobre tal muerte.

Me queda claro que, si un conocido me hablara para que escuche sus últimas palabras con una pistola en la sien, me preguntaría ¿Qué debo hacer? La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que el acto moral sería hablar con él para tratar de persuadirlo de que no lo haga. Otros estarían de acuerdo en que animarlo “a cabo eso es lo que quería", sería cometer un asesinato.

Debatir sobre la muerte asistida no es coser y bordar porque no hay respuestas simples. Es una discusión en la que debemos reconocer que la verdad y la decencia moral se encuentran equidistantes e influye el contexto para juzgar lo que está bien y lo que está mal.

Con todo, la lid ya está presente con un alto grado de sensibilidad e ideas como las de que, la oposición a la muerte asistida es impulsada principalmente por trabas religiosas, o la de que sus partidarios son equivalentes a criminales no dignos de confianza, son posiciones que no invitan a iniciar un debate relevante por lo que el terreno de la disputa debe negociarse cuidadosamente.

En tanto, morir sigue marcado por la posición social y económica: unos pueden pagar lo necesario para que a su “enfermo terminal” le prolonguen la vida por meses y hasta años; otros, los pobres, quizá su oportunidad sea morir con dignidad. Sin recursos para pagar médicos y hospitales tienden a acompañar a los suyos con efectos distintos a los pudientes.

Sucede luego que jamás pensamos en la muerte, aunque es la única certidumbre que tenemos de nuestro futuro. La muerte forma parte de la vida, y es justamente por respeto a la vida por lo que hay que debatir el derecho a una buena muerte.


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