/ miércoles 29 de julio de 2020

No hay

“No hay”. ¿Cuál es el sentimiento que se manifiesta cuando se oye esta frase?

¿Enojo, asombro, nostalgia, inconformidad, ansiedad, tristeza, miedo, vergüenza, culpa?

¿Qué es lo que no hay? ¿Acaso lo hubo en algún momento, o se acabó?

Llegué de unas vacaciones donde a menudo oí y dije “no hay” ¿Y qué pasó? Nada, al contrario, aprecié esas múltiples cosas que aquí en la ciudad suelo tener al alcance de la mano, y además me di cuenta de muchas otras más, que realmente no necesito.

No mandé mi colaboración al periódico, por falta de corriente eléctrica e internet, en fin, no tenía toda la infraestructura de la ciudad, me desconecté de los lazos del progreso y viví una deliciosa temporada “sin”.

Utilicé el jabón, la crema y el desodorante que hubo y me olvidé por completo del maquillaje. Mi pelo se alborotaba por esa falta de productos que lo calman, pero para aplacarlo me puse sombrero o pañoleta. Mis uñas se resquebrajaron porque reparé algunas cosas y la falta de bloqueador me acentuó las manchas de la cara y las manos. Comí lo que había e inventé recetas con nuevos ingredientes. Caminé descubriendo de diferente manera esos senderos que ya conozco, sin preocuparme por la hora de regreso. No me llevé mi espejo de aumento y cuando regresé me horroricé al ver el desorden de esos vellos que crecen inoportunos en donde no “deben estar”.

¡Cómo me divertí! Me olvidé de todo eso que tengo y hago en la ciudad, simplifiqué mis actividades y ahí en esa zona de “no hay de todo” me encontré con otras muchas cosas maravillosas que siempre hay.

Aprecié la naturaleza en esa pantalla infinita que nunca se apaga, prendí mi sensibilidad a un ciclo natural que regala a cada paso un magnífico escenario que toca todos los sentidos. Me alegré de ver cómo mi nieta desde su visión infantil, disfrutó el campo y todas sus bondades.

Me olvidé de horarios, gocé de ese silencio adornado de ruidos naturales, desperté con el sonido de los pájaros, de los gallos, dormí arrullada por los grillos, por la lluvia, por el correr del arroyo. No me vi al espejo, no me importó qué ropa me ponía, hice roles de canela, limpié y acomodé lo que había, y sobre todo me conecté con esa magnificencia de vivir la sencillez.

En esta vida de horarios, de rutinas, de costumbres, de prisa, de materialismo, tiene que haber pausas, porque nos tocó vivir en un mundo lleno de seducciones que pueden llevar a la locura.

Sé que en este descanso fallé en las reglas y expectativas sociales, me pude ver descuidada, desorganizada, desprevenida, desarreglada a los ojos de los demás, pero lo que mi corazón experimentó no tiene precio ¡Me liberé del progreso por unos días!

¿Y en ese lapso de libertad qué fue lo que sentí? Una paz que me acurrucó en el regazo de mi Dios que me da lo que necesito en el momento.

¿Qué hay en nuestras vidas? ¿Qué no hay? Y sobre todo ¿Es real lo que hay? ¿Estamos obsesionados en que haya lo imposible?

En este mundo de oferta incesante se espera que haya de todo y en esa búsqueda obsesiva de la materia, de la euforia, se pierde contacto con lo que nunca falta, con lo que no muere, con lo que siempre sana.

No estamos solos, siempre tenemos la mejor compañía, nunca nos falta lo principal ¡Sí hay un Dios! Y está en todo lugar, lo escuchamos claro fuera del alboroto mundano, está debajo de todas esas máscaras que usamos. Dios sí existe, “sí hay un Padre Celestial” que añora el encuentro pleno con sus hijos en la autenticidad y sencillez de cada ser, propiciando un ambiente que nos conecte con su creación y voluntad.

P.D. El haber es un medio, y con actitudes positivas que aprecian lo que hay, se fortalece el ser, valorando y agradeciendo el regalo del momento, que a fin de cuentas es lo único real y verdadero que hay.


ROBERTA CORTAZAR B.

“No hay”. ¿Cuál es el sentimiento que se manifiesta cuando se oye esta frase?

¿Enojo, asombro, nostalgia, inconformidad, ansiedad, tristeza, miedo, vergüenza, culpa?

¿Qué es lo que no hay? ¿Acaso lo hubo en algún momento, o se acabó?

Llegué de unas vacaciones donde a menudo oí y dije “no hay” ¿Y qué pasó? Nada, al contrario, aprecié esas múltiples cosas que aquí en la ciudad suelo tener al alcance de la mano, y además me di cuenta de muchas otras más, que realmente no necesito.

No mandé mi colaboración al periódico, por falta de corriente eléctrica e internet, en fin, no tenía toda la infraestructura de la ciudad, me desconecté de los lazos del progreso y viví una deliciosa temporada “sin”.

Utilicé el jabón, la crema y el desodorante que hubo y me olvidé por completo del maquillaje. Mi pelo se alborotaba por esa falta de productos que lo calman, pero para aplacarlo me puse sombrero o pañoleta. Mis uñas se resquebrajaron porque reparé algunas cosas y la falta de bloqueador me acentuó las manchas de la cara y las manos. Comí lo que había e inventé recetas con nuevos ingredientes. Caminé descubriendo de diferente manera esos senderos que ya conozco, sin preocuparme por la hora de regreso. No me llevé mi espejo de aumento y cuando regresé me horroricé al ver el desorden de esos vellos que crecen inoportunos en donde no “deben estar”.

¡Cómo me divertí! Me olvidé de todo eso que tengo y hago en la ciudad, simplifiqué mis actividades y ahí en esa zona de “no hay de todo” me encontré con otras muchas cosas maravillosas que siempre hay.

Aprecié la naturaleza en esa pantalla infinita que nunca se apaga, prendí mi sensibilidad a un ciclo natural que regala a cada paso un magnífico escenario que toca todos los sentidos. Me alegré de ver cómo mi nieta desde su visión infantil, disfrutó el campo y todas sus bondades.

Me olvidé de horarios, gocé de ese silencio adornado de ruidos naturales, desperté con el sonido de los pájaros, de los gallos, dormí arrullada por los grillos, por la lluvia, por el correr del arroyo. No me vi al espejo, no me importó qué ropa me ponía, hice roles de canela, limpié y acomodé lo que había, y sobre todo me conecté con esa magnificencia de vivir la sencillez.

En esta vida de horarios, de rutinas, de costumbres, de prisa, de materialismo, tiene que haber pausas, porque nos tocó vivir en un mundo lleno de seducciones que pueden llevar a la locura.

Sé que en este descanso fallé en las reglas y expectativas sociales, me pude ver descuidada, desorganizada, desprevenida, desarreglada a los ojos de los demás, pero lo que mi corazón experimentó no tiene precio ¡Me liberé del progreso por unos días!

¿Y en ese lapso de libertad qué fue lo que sentí? Una paz que me acurrucó en el regazo de mi Dios que me da lo que necesito en el momento.

¿Qué hay en nuestras vidas? ¿Qué no hay? Y sobre todo ¿Es real lo que hay? ¿Estamos obsesionados en que haya lo imposible?

En este mundo de oferta incesante se espera que haya de todo y en esa búsqueda obsesiva de la materia, de la euforia, se pierde contacto con lo que nunca falta, con lo que no muere, con lo que siempre sana.

No estamos solos, siempre tenemos la mejor compañía, nunca nos falta lo principal ¡Sí hay un Dios! Y está en todo lugar, lo escuchamos claro fuera del alboroto mundano, está debajo de todas esas máscaras que usamos. Dios sí existe, “sí hay un Padre Celestial” que añora el encuentro pleno con sus hijos en la autenticidad y sencillez de cada ser, propiciando un ambiente que nos conecte con su creación y voluntad.

P.D. El haber es un medio, y con actitudes positivas que aprecian lo que hay, se fortalece el ser, valorando y agradeciendo el regalo del momento, que a fin de cuentas es lo único real y verdadero que hay.


ROBERTA CORTAZAR B.

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