/ viernes 20 de septiembre de 2019

No me defienda, compadre


Un borracho llega a su casa acompañado de su mejor amigo, y cuando los recibe su esposa reclamándole agriamente su avanzado estado de ebriedad, su compañero de parranda le dice a la señora que no se enoje con su cónyuge, pues el pobrecito no tuvo la culpa de beber más de lo prudente, sino que fue una mujer quien lo obligó a seguir ingiriendo bebidas alcohólicas en aquella noche de fiesta. Ante lo cual el señor de la casa le dice el consabido: “No me defienda, compadre”.

He de confesar que a menudo me siento defraudado y avergonzado por quienes —pretendiendo defender a la Iglesia en foros públicos y redes sociales en lo tocante a grandes temas como el aborto, el uso de anticonceptivos, la eutanasia, la legalización de uniones entre personas del mismo sexo pretendiendo equipararlas con el matrimonio, etc.— usan argumentos de corte sentimental, o desautorizan a sus contrarios criticándolos por sus gestos, o por otros motivos banales. Lo mismo me sucede cuando alguien expone su opinión en temas de política colocando una imagen religiosa detrás de él, v.g.: un cuadro de la Virgen de Guadalupe.

Sabemos que quienes tenemos fe en Dios y en su Iglesia debemos defender nuestras creencias cuando son atacadas, pero los errores se defienden con argumentos y no valiéndose de imágenes o símbolos religiosos. Una excepción a lo que aquí digo es cuando un jerarca de la Iglesia —entiéndase un obispo— expone la doctrina católica con la autoridad que le da su investidura, pero no los laicos.

Estoy convencido que hoy necesitamos gente preparada, y que sepa exponer la doctrina recta con claridad y sin ridiculeces, pues de no ser así lo único que consiguen es aumentar la animadversión en contra de la Iglesia. Es preferible un mecánico con su ropa de trabajo exponiendo la verdad con serenidad, a un señor o señora muy bien vestidos que no saben disimular su enojo y usan tonos amenazantes como si hubieran recibido la autoridad para hablar a nombre de la Iglesia o de sus millones de fieles.

A esos voceros improvisados les recuerdo que deben hablar siempre a nombre propio y valiéndose de argumentos que convenzan por la verdad que tienen.

www.padrealejandro.org


Un borracho llega a su casa acompañado de su mejor amigo, y cuando los recibe su esposa reclamándole agriamente su avanzado estado de ebriedad, su compañero de parranda le dice a la señora que no se enoje con su cónyuge, pues el pobrecito no tuvo la culpa de beber más de lo prudente, sino que fue una mujer quien lo obligó a seguir ingiriendo bebidas alcohólicas en aquella noche de fiesta. Ante lo cual el señor de la casa le dice el consabido: “No me defienda, compadre”.

He de confesar que a menudo me siento defraudado y avergonzado por quienes —pretendiendo defender a la Iglesia en foros públicos y redes sociales en lo tocante a grandes temas como el aborto, el uso de anticonceptivos, la eutanasia, la legalización de uniones entre personas del mismo sexo pretendiendo equipararlas con el matrimonio, etc.— usan argumentos de corte sentimental, o desautorizan a sus contrarios criticándolos por sus gestos, o por otros motivos banales. Lo mismo me sucede cuando alguien expone su opinión en temas de política colocando una imagen religiosa detrás de él, v.g.: un cuadro de la Virgen de Guadalupe.

Sabemos que quienes tenemos fe en Dios y en su Iglesia debemos defender nuestras creencias cuando son atacadas, pero los errores se defienden con argumentos y no valiéndose de imágenes o símbolos religiosos. Una excepción a lo que aquí digo es cuando un jerarca de la Iglesia —entiéndase un obispo— expone la doctrina católica con la autoridad que le da su investidura, pero no los laicos.

Estoy convencido que hoy necesitamos gente preparada, y que sepa exponer la doctrina recta con claridad y sin ridiculeces, pues de no ser así lo único que consiguen es aumentar la animadversión en contra de la Iglesia. Es preferible un mecánico con su ropa de trabajo exponiendo la verdad con serenidad, a un señor o señora muy bien vestidos que no saben disimular su enojo y usan tonos amenazantes como si hubieran recibido la autoridad para hablar a nombre de la Iglesia o de sus millones de fieles.

A esos voceros improvisados les recuerdo que deben hablar siempre a nombre propio y valiéndose de argumentos que convenzan por la verdad que tienen.

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