/ sábado 14 de diciembre de 2019

Nuestra dictadura

El pensar que nadie tiene la razón sino ellos, es lo que vuelve dictadores aún a los bienintencionados. En realidad, las dictaduras son gobiernos de hombres, no de leyes, y todo, absolutamente todo, está sujeto al temperamento, al estado de ánimo, a la salud o a la enfermedad de los dictadores, quienes controlan todas las instituciones gubernamentales, incluyendo la justicia. Al dictador le gusta intimidar a los demás. Es el “bully” de una nación. Por medio del miedo, del odio y otras perversiones colectivas donde se incluye la violencia, generan una civilización tan abyecta, que la gente se convierte en esclava voluntaria. En su gestación, las dictaduras cuentan con un sinnúmero de adeptos interesados en su beneficio personal, ya sea económico o de poder sobre los demás. Para ellos, que utilizan a los pobres con miles de promesas para llegar al poder, la capacidad de abuso sobre sus benefactores les produce un placer orgásmico.

Recuerdo a un amigo cubano que nos contaba cómo empezó todo: “Empezaron halagando a los trabajadores y aún más a los ‘pobres’ para cobrar fuerza, y un vez en el poder, apretaron parejo y ya nadie se pudo mover. El que se movía se moría o iba a la cárcel. Así acabaron con el movimiento estudiantil y casi enseguida con el movimiento obrero. ¿Quién podría imaginárselo...? ¡Nadie lo creía! Nos decían que todo era para defender la democracia y la voluntad popular”.

Contar con la libertad de tener intereses diversos en algunas cosas e intereses comunes en otras, todos sujetos al bienestar general y unidos solamente en caso de amenaza común, eso es democracia.

El socialismo y el comunismo no son sino simples teorías. Ni China, ni Cuba, ni Venezuela, ni Nicaragua, ni Corea son comunistas, son simplemente países de esclavos. ¿Cómo se sentirían nuestros jóvenes, aun los ‘pobres’ o “ninis” si de pronto les prohibiéramos entrar al Internet como sucede en esos países? ¿Creen ustedes que les gustaría ser otro “territorio libre de América” como lo proclamaba el gobierno de Fidel Castro teniendo al pueblo que dicen amar a base de raciones? Todos los poderes en manos de un solo hombre, entraña graves peligros. Los déspotas, como el presidente que tenemos, son producto de una democracia que se cansó en nuestro caso, prácticamente al momento de nacer. Son producto de una sociedad que no quiere luchar ni por la vida, ni contra la intolerancia ni contra el abuso.

Un estado como el que pretende el ‘abanderado de los pobres’, rápidamente sabe más que nosotros cómo educar a nuestros hijos, cómo cuidar nuestra salud, cómo cultivar nuestras praderas, cómo conducir nuestras empresas, qué ver y qué no ver.

Es cierto lo que alguien comentó una vez: “La soberbia presume ciega que gana de autoridad lo que añade altivez”. Y así, esos soberbios siempre, repito, “siempre” culparán a alguien más de todas sus ineptitudes.

El único modo de remediar las injusticias a las que quiere someternos ese loco peligroso, es oponerse definitivamente a ellas. La indignación de nada nos sirve, a menos que la respaldemos por algo que amedrente no al adversario, sino al enemigo.

El pensar que nadie tiene la razón sino ellos, es lo que vuelve dictadores aún a los bienintencionados. En realidad, las dictaduras son gobiernos de hombres, no de leyes, y todo, absolutamente todo, está sujeto al temperamento, al estado de ánimo, a la salud o a la enfermedad de los dictadores, quienes controlan todas las instituciones gubernamentales, incluyendo la justicia. Al dictador le gusta intimidar a los demás. Es el “bully” de una nación. Por medio del miedo, del odio y otras perversiones colectivas donde se incluye la violencia, generan una civilización tan abyecta, que la gente se convierte en esclava voluntaria. En su gestación, las dictaduras cuentan con un sinnúmero de adeptos interesados en su beneficio personal, ya sea económico o de poder sobre los demás. Para ellos, que utilizan a los pobres con miles de promesas para llegar al poder, la capacidad de abuso sobre sus benefactores les produce un placer orgásmico.

Recuerdo a un amigo cubano que nos contaba cómo empezó todo: “Empezaron halagando a los trabajadores y aún más a los ‘pobres’ para cobrar fuerza, y un vez en el poder, apretaron parejo y ya nadie se pudo mover. El que se movía se moría o iba a la cárcel. Así acabaron con el movimiento estudiantil y casi enseguida con el movimiento obrero. ¿Quién podría imaginárselo...? ¡Nadie lo creía! Nos decían que todo era para defender la democracia y la voluntad popular”.

Contar con la libertad de tener intereses diversos en algunas cosas e intereses comunes en otras, todos sujetos al bienestar general y unidos solamente en caso de amenaza común, eso es democracia.

El socialismo y el comunismo no son sino simples teorías. Ni China, ni Cuba, ni Venezuela, ni Nicaragua, ni Corea son comunistas, son simplemente países de esclavos. ¿Cómo se sentirían nuestros jóvenes, aun los ‘pobres’ o “ninis” si de pronto les prohibiéramos entrar al Internet como sucede en esos países? ¿Creen ustedes que les gustaría ser otro “territorio libre de América” como lo proclamaba el gobierno de Fidel Castro teniendo al pueblo que dicen amar a base de raciones? Todos los poderes en manos de un solo hombre, entraña graves peligros. Los déspotas, como el presidente que tenemos, son producto de una democracia que se cansó en nuestro caso, prácticamente al momento de nacer. Son producto de una sociedad que no quiere luchar ni por la vida, ni contra la intolerancia ni contra el abuso.

Un estado como el que pretende el ‘abanderado de los pobres’, rápidamente sabe más que nosotros cómo educar a nuestros hijos, cómo cuidar nuestra salud, cómo cultivar nuestras praderas, cómo conducir nuestras empresas, qué ver y qué no ver.

Es cierto lo que alguien comentó una vez: “La soberbia presume ciega que gana de autoridad lo que añade altivez”. Y así, esos soberbios siempre, repito, “siempre” culparán a alguien más de todas sus ineptitudes.

El único modo de remediar las injusticias a las que quiere someternos ese loco peligroso, es oponerse definitivamente a ellas. La indignación de nada nos sirve, a menos que la respaldemos por algo que amedrente no al adversario, sino al enemigo.