/ miércoles 30 de diciembre de 2020

Por fortuna, ya te vas

Estás a punto de irte. No volveremos a ti. Cualquier frase que califique tu endémico paso por el mundo será poco comparado con el dolor que has causado, porque el 83 por ciento de tu existencia fue para destruir, dañar, lastimar.

Te llevaste a muchos de mis amigos y hoy mi familia es menos. No puedo darte las gracias, porque la muerte tocó mis puertas, las puertas de gente que amo. Y te los llevaste sin avisar, sin siquiera darles oportunidad de despedirse. Cerraron sus ojos y dejé de sentir sus abrazos, sus palabras y, en el más amable de los casos, ni un adiós de esos que se dicen con el corazón y el alma.

Por la noche, sin pensarlo, extrañé las buenas noches de gente que me honró con su amistad, con su amor de familia y, a la mañana siguiente, simplemente ya no estaban. Tú te los llevaste. Y quería una explicación, pero afuera, en las calles, también cerraron sus puertas las funerarias, porque ya nadie cabía en los hornos crematorios.

Ya no había café con mis amigos, porque cerraron los lugares donde tomábamos el descafeinado horas y horas… ni café ni amigos. Nos quedamos solos, muy solos. No sé si merezcas estas palabras, pero te las dedico porque, en el fondo, con todo y el horror que nos llevaste a domicilio, también nos enseñaste -en lo personal- a valorar lo que tengo, sobre todo a la distancia.

Debiera odiarte, pero no puedo. Ni es prudente hacerlo. En todo lo malo que nos diste, hay algo bueno: también llegó contigo esa parte que nos estaba haciendo falta: dejar de reírnos de la desgracia ajena, porque, en estos diez meses, la desgracia estuvo cada vez más cerca, hasta que se metió a la cocina, a la sala, a los dormitorios, a la más sagrada intimidad.

Me refiero a ti. ¡Te estoy hablando a ti, 2020! No puedes ignorarme porque te estaré recordando hasta el último de mis alientos. ¿Y sabes qué? ¡Fuiste un gran maestro! Nos enseñaste la mejor de las lecciones: amar lo que se nos fue. Tú ya venías enfermo y nosotros, los humanos, te enfermamos más, porque no supimos cuidarte.

Por eso no eres responsable de todo. Cada uno, desde nuestra desastrosa conducta, te clavamos culpas y errores y dejamos que corriera la sangre hasta que los ríos se tiñeron de rojo, corrientes entremezcladas con lágrimas de impotencia. Pero ya te vas. Mañana es tu último día.

Tengo que decirte que, entre muchas cosas, contigo y tu maldita pandemia se fueron dos de mis mejores amigos y, en sus cumpleaños, en vez de abrazarlos, coloqué, a un lado de sus epitafios, la frase que les gustaba; tampoco estuvo en la mesa de Nochebuena el tío que me hizo reír en cada Navidad, porque se fue después de una semana de respirar artificialmente.


Tú, 2020, llegaste enfermo y nos contagiaste a todos, pero todos te ayudamos. Por fortuna ya te vas. El año que inicia mañana después de las doce de la noche será de retos y oportunidades, pero también de revanchas, porque quiero la revancha para hacer las cosas distintas. Ya aprendimos la lección. Yo sólo escribo cosas comunes.


Estás a punto de irte. No volveremos a ti. Cualquier frase que califique tu endémico paso por el mundo será poco comparado con el dolor que has causado, porque el 83 por ciento de tu existencia fue para destruir, dañar, lastimar.

Te llevaste a muchos de mis amigos y hoy mi familia es menos. No puedo darte las gracias, porque la muerte tocó mis puertas, las puertas de gente que amo. Y te los llevaste sin avisar, sin siquiera darles oportunidad de despedirse. Cerraron sus ojos y dejé de sentir sus abrazos, sus palabras y, en el más amable de los casos, ni un adiós de esos que se dicen con el corazón y el alma.

Por la noche, sin pensarlo, extrañé las buenas noches de gente que me honró con su amistad, con su amor de familia y, a la mañana siguiente, simplemente ya no estaban. Tú te los llevaste. Y quería una explicación, pero afuera, en las calles, también cerraron sus puertas las funerarias, porque ya nadie cabía en los hornos crematorios.

Ya no había café con mis amigos, porque cerraron los lugares donde tomábamos el descafeinado horas y horas… ni café ni amigos. Nos quedamos solos, muy solos. No sé si merezcas estas palabras, pero te las dedico porque, en el fondo, con todo y el horror que nos llevaste a domicilio, también nos enseñaste -en lo personal- a valorar lo que tengo, sobre todo a la distancia.

Debiera odiarte, pero no puedo. Ni es prudente hacerlo. En todo lo malo que nos diste, hay algo bueno: también llegó contigo esa parte que nos estaba haciendo falta: dejar de reírnos de la desgracia ajena, porque, en estos diez meses, la desgracia estuvo cada vez más cerca, hasta que se metió a la cocina, a la sala, a los dormitorios, a la más sagrada intimidad.

Me refiero a ti. ¡Te estoy hablando a ti, 2020! No puedes ignorarme porque te estaré recordando hasta el último de mis alientos. ¿Y sabes qué? ¡Fuiste un gran maestro! Nos enseñaste la mejor de las lecciones: amar lo que se nos fue. Tú ya venías enfermo y nosotros, los humanos, te enfermamos más, porque no supimos cuidarte.

Por eso no eres responsable de todo. Cada uno, desde nuestra desastrosa conducta, te clavamos culpas y errores y dejamos que corriera la sangre hasta que los ríos se tiñeron de rojo, corrientes entremezcladas con lágrimas de impotencia. Pero ya te vas. Mañana es tu último día.

Tengo que decirte que, entre muchas cosas, contigo y tu maldita pandemia se fueron dos de mis mejores amigos y, en sus cumpleaños, en vez de abrazarlos, coloqué, a un lado de sus epitafios, la frase que les gustaba; tampoco estuvo en la mesa de Nochebuena el tío que me hizo reír en cada Navidad, porque se fue después de una semana de respirar artificialmente.


Tú, 2020, llegaste enfermo y nos contagiaste a todos, pero todos te ayudamos. Por fortuna ya te vas. El año que inicia mañana después de las doce de la noche será de retos y oportunidades, pero también de revanchas, porque quiero la revancha para hacer las cosas distintas. Ya aprendimos la lección. Yo sólo escribo cosas comunes.