/ martes 24 de septiembre de 2019

¿Qué ha pasado con el pecado?

Hace unas décadas el Dr. Karl Menninger, reconocido psiquiatra de Kansas, escribió el libro “¿Qué ha pasado con el pecado?”, donde señalaba lo que sucedía con la sociedad respecto al tema, y se adelantó a lo que sucede hoy en muchas partes.

Del latín peccatum, falta o acción culpable, el término pecado alude originalmente, fuera de su connotación religiosa posterior, a una falta, un error o como mucho delito de carácter menor. Fue el cristianismo, con base en el judaísmo, el que introdujo el concepto de pecado como lo conocemos en nuestra cultura occidental.

El pecado –definición del Catecismo de la Iglesia Católica- es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. San Agustín lo define como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna”.

En gran parte de nuestras sociedades el concepto de pecado se diluye. Muchas acciones cotidianas o esporádicas que las personas ejecutan y que de por sí constituyen o pueden constituir un pecado, una ofensa que rompe con Dios o con el prójimo, que destruye las relaciones o las opaca, ya no se consideran pecado.

Dadas las libertades de que se goza en muchos lugares, el sentido que se da a esas libertades, el hombre –y el expresarlo se refiere a hombres y mujeres- puede usar su libertad –expresan muchos- como le venga en gana, y puede realizar cualquier acción, pensamiento o deseo según su conveniencia sin que se cuestione si aquello es bueno o malo. Tenemos derecho –dirán no pocos- a efectuar tal o cual manifestación externa o interna, cualquier acto de distinta clase sin que los demás puedan ponernos coto.

Y el pecado –y con ello la indiferencia o la expulsión de Dios de nuestras vidas- queda guardado en el armario.

Si lo anterior se lleva a cabo las consecuencias en muchos casos resultan desastrosas. El sentido moral se pierde poco a poco, y el sentir que cada uno es dueño de la verdad –de mi verdad- se apodera de cada quien.

Al perder el sentido del pecado se pierde el de la culpa y el del arrepentimiento. No me siento culpable de nada, dirá una canción, aunque con mis actitudes o mi comportamiento haya hecho sufrir a más de uno, o haya destrozado vidas ajenas.

Reconocer que muchos de nuestros actos y actitudes de vida son pecado o pueden conducirnos a él es el primer paso para cambiar nuestra vida y nuestro entorno, hacer una sociedad mejor. ¿Lo ven?


Hace unas décadas el Dr. Karl Menninger, reconocido psiquiatra de Kansas, escribió el libro “¿Qué ha pasado con el pecado?”, donde señalaba lo que sucedía con la sociedad respecto al tema, y se adelantó a lo que sucede hoy en muchas partes.

Del latín peccatum, falta o acción culpable, el término pecado alude originalmente, fuera de su connotación religiosa posterior, a una falta, un error o como mucho delito de carácter menor. Fue el cristianismo, con base en el judaísmo, el que introdujo el concepto de pecado como lo conocemos en nuestra cultura occidental.

El pecado –definición del Catecismo de la Iglesia Católica- es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. San Agustín lo define como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna”.

En gran parte de nuestras sociedades el concepto de pecado se diluye. Muchas acciones cotidianas o esporádicas que las personas ejecutan y que de por sí constituyen o pueden constituir un pecado, una ofensa que rompe con Dios o con el prójimo, que destruye las relaciones o las opaca, ya no se consideran pecado.

Dadas las libertades de que se goza en muchos lugares, el sentido que se da a esas libertades, el hombre –y el expresarlo se refiere a hombres y mujeres- puede usar su libertad –expresan muchos- como le venga en gana, y puede realizar cualquier acción, pensamiento o deseo según su conveniencia sin que se cuestione si aquello es bueno o malo. Tenemos derecho –dirán no pocos- a efectuar tal o cual manifestación externa o interna, cualquier acto de distinta clase sin que los demás puedan ponernos coto.

Y el pecado –y con ello la indiferencia o la expulsión de Dios de nuestras vidas- queda guardado en el armario.

Si lo anterior se lleva a cabo las consecuencias en muchos casos resultan desastrosas. El sentido moral se pierde poco a poco, y el sentir que cada uno es dueño de la verdad –de mi verdad- se apodera de cada quien.

Al perder el sentido del pecado se pierde el de la culpa y el del arrepentimiento. No me siento culpable de nada, dirá una canción, aunque con mis actitudes o mi comportamiento haya hecho sufrir a más de uno, o haya destrozado vidas ajenas.

Reconocer que muchos de nuestros actos y actitudes de vida son pecado o pueden conducirnos a él es el primer paso para cambiar nuestra vida y nuestro entorno, hacer una sociedad mejor. ¿Lo ven?