/ domingo 6 de febrero de 2022

Se puede crecer luchando contra la pobreza y la desigualdad 

Por: Juan Carlos Loera

Durante la semana el presidente en la Mañanera del miércoles 2 de febrero aludió al dilema entre crecimiento y desigualdad. Mostró gráficos de la evolución de la desigualdad preparados por la OCDE y el Banco Mundial que mostraban cómo después de la crisis que comenzó justo hace cuarenta años en 1982 representó además de un bajo crecimiento del PIB una notable expansión de la desigualdad; también evidenció que durante los noventa y los primeros años de esta centuria, cuando los gobiernos de la transición dieron lugar a los de la alternancia, el crecimiento de la riqueza, no contribuyó a la reducción de la desigualdad, por el contrario en algunos periodos, como el de Salinas, la acentuó notablemente.

En realidad, en pocas palabras nos introdujo al tema central sobre la importancia de crecer, pero sin menospreciar el reparto de la nueva riqueza generada, y tampoco el reparto de la riqueza patrimonial.

Este debate es el centro de las preocupaciones académicas, desde que la escuela de Chicago, liderada por Milton Friedman y Friedrich Von Hayek, a la cabeza de la escuela austriaca, comenzaron una contrarrevolución en el pensamiento económico, que simplificó los grandes objetivos del desarrollo en uno solo: crecer sin inflación a cualquier precio, dejando de lado otros temas centrales, como el de la distribución del ingreso y la riqueza, la pobreza, el cuidado del medio ambiente y el intercambio desigual entre los países altamente desarrollados y las naciones pobres.

La gran apuesta de esta escuela siempre sostuvo que al paso del tiempo de manera casi automática las mejoras del ingreso y la riqueza se difundirían, siempre y cuando la intervención estatal se limitara al mínimo. Su dogma era que las intervenciones gubernamentales siempre traerían consigo efectos perversos, manifiestos en altas tasas de inflación y crisis periódicas.

En México este dogma hizo fortuna en el pensamiento de presidentes, funcionarios de Hacienda y del Banco de México y nos hundió en años sombríos en los que al principio la falta de crecimiento explicaba la mayor pobreza (1982-1989); después vivimos un periodo de crecimiento inestable, sin que la pobreza y la desigualdad cedieran (1990-1997) y un largo y último periodo (1997-2018), en el que hubo un crecimiento lento pero estable, sólo interrumpido por la recesión del 2008, pero la desigualdad y la pobreza persistieron.

Por su trascendencia y proximidad en el tiempo interesa a detenernos en este último periodo en el que transcurrieron el último gobierno del PRI, los dos de la llamada alternancia y el periodo de Peña Nieto. Durante estos años los gobiernos, siguiendo una tendencia internacional, al hacer un balance de la situación, encontraron que los grados de pobreza y desigualdad eran profundos y crecientes, por lo que era preciso instrumentar políticas que por lo menos paliaran la pobreza, aunque la desigualdad esperara.

Fueron los años en que emergieron como grandes soluciones a la pobreza: Progresa, Oportunidades y finalmente Prospera que, con extrema parsimonia y timidez, invirtieron recursos limitados para atender a los pobres de nuestro México. Sus logros fueron imperceptibles, por cuatro razones: detrás de ellos se mantuvo vivo el credo neoliberal y como consecuencia los recursos invertidos fueron limitados y profundamente afectados por el intermediarismo y la corrupción.

En realidad, su gran debilidad estaba en el espíritu que los animaba. En su dogma, las intervenciones contra la pobreza, y la desigualdad no aparecían en los capítulos de su obra, estaban relegadas al apéndice; porque concebían que la única manera de procurar mayor bienestar a la sociedad pasaba por un largo periodo, sin término predecible, durante el cual lo central era cuidar, proteger, fomentar e impulsar la inversión privada.

En este marco los programas estelares para atenuar la pobreza tenían como fin la formación de capital humano, sin tener claro si el mercado, después de años, reconocería con mejores salarios y prestaciones, el esfuerzo realizado por las familias para educar a sus hijos. Pero extrañamente, en su agenda nunca se preocuparon por mejorar ni los salarios ni las prestaciones de los trabajadores, porque suponían que esto ocurriría en un futuro incierto, cuando los trabajadores fueran más productivos.

Bajo ese espíritu tan decaído, los recursos destinados a estas acciones de gobierno nunca fueron relevantes ni suficientes y siempre estuvieron afectadas por la coyuntura. Un grave error acompañaba su estrategia administrativa: gran cantidad de los recursos se entregaban a intermediarios para que éstos los hicieran llegar en forma de servicios a los beneficiarios. Al final esto creaba un ambiente muy propicio para la corrupción y la simulación, que terminaba por anular el impacto de estos proyectos sobre la pobreza.

Era necesario dar un golpe de timón y éste ha llegado con el espíritu de la cuarta transformación, que en su divisa principal declara abiertamente su gran proyecto de atender primero a los pobres y de no dejar a nadie atrás y a nadie afuera.

Con toda la voluntad que proporciona la certeza de que no habrá progreso económico si no se combate en paralelo la pobreza y la desigualdad, el gobierno de López Obrador está haciendo la mayor inversión de que se tenga memoria en los programas sociales. Sólo la Pensión para Adultos Mayores supera la inversión que hicieron todos los gobiernos anteriores en desarrollo social.

Nunca los mexicanos habían tenido un programa que los protegiera a todos sin excepción alguna y ahora lo tiene. Éste ya beneficia a 10 millones y medio de personas y pronto llegará a doce millones. Además, reparte una pensión que ahora asciende a 3,800 pesos bimestrales y en 2024 llegará a 6,000. A lo que suma otras grandes acciones, que en este gobierno van mejorar significativamente la situación de las y los mexicanos más vulnerables.

Pero además hablamos de que la entrega de los beneficios se hace de manera directa a través de mecanismos que minimizan el riesgo y la tentación de dar espacio a la corrupción.

Pero lo más importante, además de atender a las familias más vulnerables, en pobreza extrema, se tiene una estrategia para mejorar los salarios, las prestaciones y todo el ambiente laboral que viven los trabajadores formales. Esta misma semana hemos tenido una muestra de democracia en los sindicatos, que nadie imaginó que fuera algún día posible. Elecciones directas y libres en el sindicato petrolero.

No hay duda: El crecimiento moderado no ha sido pretexto para empobrecer a los trabajadores formales, tampoco para reducir el presupuesto de los programas sociales, como no lo será para llevar a un plano superior las prácticas democráticas de nuestro México.

Se puede crecer, mejorar la situación de los pobres, reducir las brechas sociales y mejorar nuestra democracia. Nuestro presidente esta semana nos ha enseñado el camino.



Por: Juan Carlos Loera

Durante la semana el presidente en la Mañanera del miércoles 2 de febrero aludió al dilema entre crecimiento y desigualdad. Mostró gráficos de la evolución de la desigualdad preparados por la OCDE y el Banco Mundial que mostraban cómo después de la crisis que comenzó justo hace cuarenta años en 1982 representó además de un bajo crecimiento del PIB una notable expansión de la desigualdad; también evidenció que durante los noventa y los primeros años de esta centuria, cuando los gobiernos de la transición dieron lugar a los de la alternancia, el crecimiento de la riqueza, no contribuyó a la reducción de la desigualdad, por el contrario en algunos periodos, como el de Salinas, la acentuó notablemente.

En realidad, en pocas palabras nos introdujo al tema central sobre la importancia de crecer, pero sin menospreciar el reparto de la nueva riqueza generada, y tampoco el reparto de la riqueza patrimonial.

Este debate es el centro de las preocupaciones académicas, desde que la escuela de Chicago, liderada por Milton Friedman y Friedrich Von Hayek, a la cabeza de la escuela austriaca, comenzaron una contrarrevolución en el pensamiento económico, que simplificó los grandes objetivos del desarrollo en uno solo: crecer sin inflación a cualquier precio, dejando de lado otros temas centrales, como el de la distribución del ingreso y la riqueza, la pobreza, el cuidado del medio ambiente y el intercambio desigual entre los países altamente desarrollados y las naciones pobres.

La gran apuesta de esta escuela siempre sostuvo que al paso del tiempo de manera casi automática las mejoras del ingreso y la riqueza se difundirían, siempre y cuando la intervención estatal se limitara al mínimo. Su dogma era que las intervenciones gubernamentales siempre traerían consigo efectos perversos, manifiestos en altas tasas de inflación y crisis periódicas.

En México este dogma hizo fortuna en el pensamiento de presidentes, funcionarios de Hacienda y del Banco de México y nos hundió en años sombríos en los que al principio la falta de crecimiento explicaba la mayor pobreza (1982-1989); después vivimos un periodo de crecimiento inestable, sin que la pobreza y la desigualdad cedieran (1990-1997) y un largo y último periodo (1997-2018), en el que hubo un crecimiento lento pero estable, sólo interrumpido por la recesión del 2008, pero la desigualdad y la pobreza persistieron.

Por su trascendencia y proximidad en el tiempo interesa a detenernos en este último periodo en el que transcurrieron el último gobierno del PRI, los dos de la llamada alternancia y el periodo de Peña Nieto. Durante estos años los gobiernos, siguiendo una tendencia internacional, al hacer un balance de la situación, encontraron que los grados de pobreza y desigualdad eran profundos y crecientes, por lo que era preciso instrumentar políticas que por lo menos paliaran la pobreza, aunque la desigualdad esperara.

Fueron los años en que emergieron como grandes soluciones a la pobreza: Progresa, Oportunidades y finalmente Prospera que, con extrema parsimonia y timidez, invirtieron recursos limitados para atender a los pobres de nuestro México. Sus logros fueron imperceptibles, por cuatro razones: detrás de ellos se mantuvo vivo el credo neoliberal y como consecuencia los recursos invertidos fueron limitados y profundamente afectados por el intermediarismo y la corrupción.

En realidad, su gran debilidad estaba en el espíritu que los animaba. En su dogma, las intervenciones contra la pobreza, y la desigualdad no aparecían en los capítulos de su obra, estaban relegadas al apéndice; porque concebían que la única manera de procurar mayor bienestar a la sociedad pasaba por un largo periodo, sin término predecible, durante el cual lo central era cuidar, proteger, fomentar e impulsar la inversión privada.

En este marco los programas estelares para atenuar la pobreza tenían como fin la formación de capital humano, sin tener claro si el mercado, después de años, reconocería con mejores salarios y prestaciones, el esfuerzo realizado por las familias para educar a sus hijos. Pero extrañamente, en su agenda nunca se preocuparon por mejorar ni los salarios ni las prestaciones de los trabajadores, porque suponían que esto ocurriría en un futuro incierto, cuando los trabajadores fueran más productivos.

Bajo ese espíritu tan decaído, los recursos destinados a estas acciones de gobierno nunca fueron relevantes ni suficientes y siempre estuvieron afectadas por la coyuntura. Un grave error acompañaba su estrategia administrativa: gran cantidad de los recursos se entregaban a intermediarios para que éstos los hicieran llegar en forma de servicios a los beneficiarios. Al final esto creaba un ambiente muy propicio para la corrupción y la simulación, que terminaba por anular el impacto de estos proyectos sobre la pobreza.

Era necesario dar un golpe de timón y éste ha llegado con el espíritu de la cuarta transformación, que en su divisa principal declara abiertamente su gran proyecto de atender primero a los pobres y de no dejar a nadie atrás y a nadie afuera.

Con toda la voluntad que proporciona la certeza de que no habrá progreso económico si no se combate en paralelo la pobreza y la desigualdad, el gobierno de López Obrador está haciendo la mayor inversión de que se tenga memoria en los programas sociales. Sólo la Pensión para Adultos Mayores supera la inversión que hicieron todos los gobiernos anteriores en desarrollo social.

Nunca los mexicanos habían tenido un programa que los protegiera a todos sin excepción alguna y ahora lo tiene. Éste ya beneficia a 10 millones y medio de personas y pronto llegará a doce millones. Además, reparte una pensión que ahora asciende a 3,800 pesos bimestrales y en 2024 llegará a 6,000. A lo que suma otras grandes acciones, que en este gobierno van mejorar significativamente la situación de las y los mexicanos más vulnerables.

Pero además hablamos de que la entrega de los beneficios se hace de manera directa a través de mecanismos que minimizan el riesgo y la tentación de dar espacio a la corrupción.

Pero lo más importante, además de atender a las familias más vulnerables, en pobreza extrema, se tiene una estrategia para mejorar los salarios, las prestaciones y todo el ambiente laboral que viven los trabajadores formales. Esta misma semana hemos tenido una muestra de democracia en los sindicatos, que nadie imaginó que fuera algún día posible. Elecciones directas y libres en el sindicato petrolero.

No hay duda: El crecimiento moderado no ha sido pretexto para empobrecer a los trabajadores formales, tampoco para reducir el presupuesto de los programas sociales, como no lo será para llevar a un plano superior las prácticas democráticas de nuestro México.

Se puede crecer, mejorar la situación de los pobres, reducir las brechas sociales y mejorar nuestra democracia. Nuestro presidente esta semana nos ha enseñado el camino.