/ martes 25 de diciembre de 2018

Termina la espera   

Hechos y criterios

Temas no faltan ni ganas de tratarlos, pero el del día de hoy se impone. La Navidad es un acontecimiento –no una simple fiesta- que el mundo, cuando menos el occidental, festeja. Quizá muchos no lo hagan en su profundo significado religioso y teológico, pero en su interior –y lo exterior es un signo de ello- reconocen el sello, aunque sea cultural, en que hemos sido imbuidos por el nacimiento de Cristo.

Tras nueve meses dentro del vientre de María, el nacimiento de Jesús nos invita a meditar en el gran misterio de la Encarnación, es decir Dios que se encarna, se hace carne, hombre como uno de nosotros, con todas las características del ser humano. Quiso el Todopoderoso poner su morada entre nosotros. Y –como exclamara Benedicto XVI: Cristo también fue embrión, y logró bajo el amor y el amparo de su madre y los cuidados de José, su madurez para ver la luz de este mundo.

El nacimiento prometido a la virgen-madre se cumplía, y fue primero objeto de fe para ella misma, pues al anuncio hecho por el ángel, supo responder con maravillosa sencillez: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,37). La encarnación de Dios reclamaba una aceptación humana, pues para que el hombre se salvara, hacía falta algo más que una intervención exterior, aunque ésta fuera de Dios.

Así nació Jesús, culminación de una larga espera de un pueblo, espera significada por el Adviento que termina, espera que hoy los creyentes hacen suya. Nadie esperó con mayor amor y ternura a Jesús que su madre. Y Jesús recibió en sus brazos todas las bendiciones que puede esperar un hijo.

Hoy, como ayer, podemos alegrarnos y llenarnos de gozo porque un Niño nos ha nacido, un Niño se nos ha dado, un niño que no vino al mundo entre oro y plata, sino sobre barro.

Ese Niño que hoy festejamos ha venido a salvarnos, a quitarnos nuestros miedos y temores, a sacarnos de la fosa de nuestros pecados, a disipar nuestras obscuridades y tinieblas; y a darnos la luz –él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo-, a darnos la paz y la alegría a nuestro corazón.

Hoy, como los pastores que recibieron el mensaje de su nacimiento y acudieron al pesebre y vieron al Niño y a su madre, alabemos a Dios con sus palabras: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!



Hechos y criterios

Temas no faltan ni ganas de tratarlos, pero el del día de hoy se impone. La Navidad es un acontecimiento –no una simple fiesta- que el mundo, cuando menos el occidental, festeja. Quizá muchos no lo hagan en su profundo significado religioso y teológico, pero en su interior –y lo exterior es un signo de ello- reconocen el sello, aunque sea cultural, en que hemos sido imbuidos por el nacimiento de Cristo.

Tras nueve meses dentro del vientre de María, el nacimiento de Jesús nos invita a meditar en el gran misterio de la Encarnación, es decir Dios que se encarna, se hace carne, hombre como uno de nosotros, con todas las características del ser humano. Quiso el Todopoderoso poner su morada entre nosotros. Y –como exclamara Benedicto XVI: Cristo también fue embrión, y logró bajo el amor y el amparo de su madre y los cuidados de José, su madurez para ver la luz de este mundo.

El nacimiento prometido a la virgen-madre se cumplía, y fue primero objeto de fe para ella misma, pues al anuncio hecho por el ángel, supo responder con maravillosa sencillez: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,37). La encarnación de Dios reclamaba una aceptación humana, pues para que el hombre se salvara, hacía falta algo más que una intervención exterior, aunque ésta fuera de Dios.

Así nació Jesús, culminación de una larga espera de un pueblo, espera significada por el Adviento que termina, espera que hoy los creyentes hacen suya. Nadie esperó con mayor amor y ternura a Jesús que su madre. Y Jesús recibió en sus brazos todas las bendiciones que puede esperar un hijo.

Hoy, como ayer, podemos alegrarnos y llenarnos de gozo porque un Niño nos ha nacido, un Niño se nos ha dado, un niño que no vino al mundo entre oro y plata, sino sobre barro.

Ese Niño que hoy festejamos ha venido a salvarnos, a quitarnos nuestros miedos y temores, a sacarnos de la fosa de nuestros pecados, a disipar nuestras obscuridades y tinieblas; y a darnos la luz –él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo-, a darnos la paz y la alegría a nuestro corazón.

Hoy, como los pastores que recibieron el mensaje de su nacimiento y acudieron al pesebre y vieron al Niño y a su madre, alabemos a Dios con sus palabras: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!