/ sábado 30 de julio de 2022

Ulises, de James Joyce, cien años después

Por: Mario Saavedra

Para mi entrañable hermano Armando G. Tejeda, en su cincuenta aniversario

Una de las obras de las que más se ha escrito y dicho a raudales, como modelo paradigmático de la narrativa contemporánea, Ulises significó el gran proyecto de escritura de James Joyce (Rathgar, 1882-Zúrich, 1941), quizá sólo superado por su ulterior Finnegans Wake. De proporciones heroicas, como la calificó su alguna vez secretario e igualmente notable escritor irlandés Samuel Beckett, Ulises plantea una por demás ingeniosa reelaboración del universo homérico como piedra angular de la literatura occidental, haciendo patente una herencia que bien enfatiza aquella sabia expresión del poeta matritense Pedro Salinas de que el arte se explica a partir de dos coordenadas en apariencia contrarias pero complementarias: tradición y originalidad.

Una de las obras nodales del siglo XX, Joyce la empezó a publicar por entregas desde 1918, y su primera edición completa no vio la luz sino hasta cuatro años después, en París, gracias a la mecenas y no menos visionaria editora norteamericana Sylvia Beach (fundadora de la icónica librería Shakespeare and Company), también su entrañable amiga. El título de la novela responde a una traslación irónica y hasta paródica de la estructura de la epopeya homérica, desde luego que con personajes, escenario y época diferentes. Así, aquí Leopold Bloom, hombre frustrado socialmente y engañado por su mujer, encarna al héroe mítico, pero de igual modo es su antítesis, porque el ser humano es afirmación y negación de sí mismo, decía el propio Joyce; Molly Bloom, fémina de intensa vida erótica y ardiente sensualidad, a Penélope; y Stephen Dedalus (el mismo de anterior y preparatoria Retrato un artista adolescente, alter ego del novelista), a Telémaco.

También espejo fidedigno de vida a través del lenguaje, el gran Umberto Eco escribió que el aquí no menos inaugural manejo magistral del monólogo interior, del característicamente joyceano estilo indirecto, contribuye a intensificar la savia vital de los personajes, su prosaica complejidad, lejos ya de esa tradicional primera persona omnisciente que escritores como Fernando Vallejo han desestimado por su “falsedad”. En este sentido, lo que en el terreno de la música representa el leitmotiv wagneriano, en la no menos influyente narrativa joyceana lo son los fragmentos repetidos que a manera de engranajes contribuyen a entender mejor la arquitectura de un todo más elaborado, como unidad formal y temática, y por qué no estilística. No hay que perder de vista la importancia que tenían para Joyce, como agudo intelectual de su tiempo, el uso de los diferentes recursos y lenguajes a su alcance, como elementos formativos de su complejo tiempo ––que es también el nuestro––; de las demás manifestaciones, la música, las artes plásticas y el novedoso cinematógrafo; de distintos usos periodísticos y hasta publicitarios; y por qué no hasta de lo que estaba por venir y que en un escritor genial como él es material inestimable de su raigambre visionaria.

La obra cumbre de James Joyce sigue resultando reveladora y alucinante, apenas apta para un lector enterado y atento, obsesivo como su creador, de lo que el inmortal escritor irlandés volvería a dar fe en su testamentaria Finnegans Wake.

Por: Mario Saavedra

Para mi entrañable hermano Armando G. Tejeda, en su cincuenta aniversario

Una de las obras de las que más se ha escrito y dicho a raudales, como modelo paradigmático de la narrativa contemporánea, Ulises significó el gran proyecto de escritura de James Joyce (Rathgar, 1882-Zúrich, 1941), quizá sólo superado por su ulterior Finnegans Wake. De proporciones heroicas, como la calificó su alguna vez secretario e igualmente notable escritor irlandés Samuel Beckett, Ulises plantea una por demás ingeniosa reelaboración del universo homérico como piedra angular de la literatura occidental, haciendo patente una herencia que bien enfatiza aquella sabia expresión del poeta matritense Pedro Salinas de que el arte se explica a partir de dos coordenadas en apariencia contrarias pero complementarias: tradición y originalidad.

Una de las obras nodales del siglo XX, Joyce la empezó a publicar por entregas desde 1918, y su primera edición completa no vio la luz sino hasta cuatro años después, en París, gracias a la mecenas y no menos visionaria editora norteamericana Sylvia Beach (fundadora de la icónica librería Shakespeare and Company), también su entrañable amiga. El título de la novela responde a una traslación irónica y hasta paródica de la estructura de la epopeya homérica, desde luego que con personajes, escenario y época diferentes. Así, aquí Leopold Bloom, hombre frustrado socialmente y engañado por su mujer, encarna al héroe mítico, pero de igual modo es su antítesis, porque el ser humano es afirmación y negación de sí mismo, decía el propio Joyce; Molly Bloom, fémina de intensa vida erótica y ardiente sensualidad, a Penélope; y Stephen Dedalus (el mismo de anterior y preparatoria Retrato un artista adolescente, alter ego del novelista), a Telémaco.

También espejo fidedigno de vida a través del lenguaje, el gran Umberto Eco escribió que el aquí no menos inaugural manejo magistral del monólogo interior, del característicamente joyceano estilo indirecto, contribuye a intensificar la savia vital de los personajes, su prosaica complejidad, lejos ya de esa tradicional primera persona omnisciente que escritores como Fernando Vallejo han desestimado por su “falsedad”. En este sentido, lo que en el terreno de la música representa el leitmotiv wagneriano, en la no menos influyente narrativa joyceana lo son los fragmentos repetidos que a manera de engranajes contribuyen a entender mejor la arquitectura de un todo más elaborado, como unidad formal y temática, y por qué no estilística. No hay que perder de vista la importancia que tenían para Joyce, como agudo intelectual de su tiempo, el uso de los diferentes recursos y lenguajes a su alcance, como elementos formativos de su complejo tiempo ––que es también el nuestro––; de las demás manifestaciones, la música, las artes plásticas y el novedoso cinematógrafo; de distintos usos periodísticos y hasta publicitarios; y por qué no hasta de lo que estaba por venir y que en un escritor genial como él es material inestimable de su raigambre visionaria.

La obra cumbre de James Joyce sigue resultando reveladora y alucinante, apenas apta para un lector enterado y atento, obsesivo como su creador, de lo que el inmortal escritor irlandés volvería a dar fe en su testamentaria Finnegans Wake.