/ miércoles 2 de septiembre de 2020

Un anhelado vestido amarillo

Hace dos días, los chihuahuenses, en todo el estado, esperábamos buenas noticias: salir del color naranja para vestir de amarillo con lo que, de acuerdo a lo establecido en el Semáforo de Salud, se permitirían mayores libertades aunque atendiendo los cuidados individuales para impactarlo en la comunidad.

Para algunos municipios fue eso: una buena noticia, pero, para otros, el vestido amarillo tuvo que quedarse en el aparador, como en la capital. Por eso la insistencia de las autoridades: vamos a hacer todo lo posible por cambiar de color. ¿Nos hemos puesto a pensar cómo es nuestra ciudad en tiempos normales? ¿Usted ha observado cómo son sus calles, sus rostros, sus actividades?

Esta ciudad, la que es suya y mía, la que tenemos como casa en una comuna llena de orgullo y esperanza, siente y vive, respira, se duele, pero también se enferma, como ahora. Esta pandemia que se ha alargado más de lo que todos hubiésemos deseado, enfermó a nuestra casa grande, México, y le pegó a nuestro hogar, Chihuahua, hasta meterse en la cocina, nuestra capital.

Y a esta ciudad tenemos que cuidarla. Me uno a la petición de que necesitamos, todos, dejar de simular, dejar la fiesta, privilegiar los cuidados necesarios -¡los que nos indiquen!-, y definitivamente recuperar nuestra casa, la de todos. Le ofrezco lo que, desde un simple punto de vista, es parte de una observación que todos hacíamos, a diario, a veces sin darnos cuenta. Hacíamos… pero quiero que volvamos a hacerlo.

Salgo a la calle siempre muy temprano. Veía, mientras recorro la distancia rutinaria, rostros de mujeres apuradas llevando a sus niños a la escuela para luego cumplir con su trabajo diario con el que se lleva parte del sustento a casa; veo hombres cargando cansancio y hastío rumbo a la obra, a la fábrica, a la tienda… puedo escuchar, un poco más temprano, las campanadas de algunas iglesias que llaman a misa a las siete de la mañana y veo que se corren las cortinas de metal de las tiendas de autoservicio… veía…

Esta ciudad respira y siente todos los días y está esperando a que nosotros recorramos sus venas como sangre para vivir; somos la emoción y el pulso de su corazón, el alma que condiciona las formas de convivencia, la mente que mueve sus calles y sus faroles y nos obliga a guardar silencio por las madrugadas para poder dormir, pero nos despierta con frío o sol para reanimar el día.

Todos los días medio millón de personas van a la escuela, sean alumnos, maestros o empleados administrativos; los niños son la pasión que nos hace abrir nuevos caminos para que no los encuentre la delincuencia, las drogas o la violencia. Por ellos somos capaces de rompernos el alma y estoy seguro que no se trata de una sentencia simplista: los niños nos necesitan y estaremos ahí cuando nos llamen. Y necesitamos que ese medio millón de personas regresen a las aulas, físicamente.

Mi ciudad tiene jóvenes que visten a la moda, van a los antros el fin de semana, trabajan media jornada para ayudar en casa, estudian todos los días, se desvelan pensando en el primer beso, o el primer amor de sus vidas; nuestros jóvenes son sanos, vivos, alegres, divertidos, complicados, decididos, fuertes y a veces demasiado consentidos, pero son la parte sustantiva donde se finca el futuro de este país. Ellos están esperando vestirse de amarillo…

Mi ciudad es un laberinto de sorpresas y es ejemplo nacional de limpieza en sus calles, en sus trazos arquitectónicos y en cómo conservamos, de alguna manera, esa vida tradicional de valores. Necesitamos vestirnos de amarillo para no perdernos…

Pero esta ciudad es donde vivimos y es donde vamos a morir seguramente, por eso necesitamos cuidarla; veo mujeres embarazadas que cargan orgullosas al hijo que dentro de poco llegará. Veo en las calles policías honrados que darían la vida por mis hijos, como si fueran los propios porque en mi ciudad aún hay policías buenos. Aquí nos tocó vivir, en esta ciudad, aquí y ahora.

Antes había muchas cosas que hoy no existen. Antes había hermosas costumbres, hoy nos estamos acostumbrando a las cosas hermosas, aunque sean peligrosas. Antes había bondad… y estoy seguro que también hoy, pero tratamos de esconderla.

De una cosa estoy seguro: el antes ya se fue. El hoy es el que necesitamos defender. Si ayer fue bueno, hoy no tiene por qué ser malo, o peor que antes. Ese es el punto de esta reflexión. De nada nos sirve vivir de los recuerdos o de los ayeres, si no estamos seguros de construir el presente para dejar un buen país a nuestras generaciones futuras. El futuro inmediato tiene que ser de color amarillo.

Y el mundo no se construye con ocurrencias o casualidades, sino con oportuna sensatez y humilde sabiduría. Aquí nos tocó vivir, en esta ciudad. México es nuestra patria. Chihuahua es nuestra casa. Es momento de amar la tierra que tenemos y defender lo bello de nuestras raíces y proyectar el futuro de nuestros hijos.

Aquí nos tocó vivir y me parece que es momento de que todos, absolutamente todos, hagamos algo para que nuestra sociedad retome el ritmo de nuestras vidas; por muy modesta que sea tu función, por muy pequeña que parezca tu profesión o por muy joven que seas, todos podemos hacer algo. Si queremos volver a ver nuestras calles como antes, entonces dejemos de simular y saquemos del aparador el vestido amarillo que necesitamos para ir a la fiesta. Son sólo cosas comunes.

Hace dos días, los chihuahuenses, en todo el estado, esperábamos buenas noticias: salir del color naranja para vestir de amarillo con lo que, de acuerdo a lo establecido en el Semáforo de Salud, se permitirían mayores libertades aunque atendiendo los cuidados individuales para impactarlo en la comunidad.

Para algunos municipios fue eso: una buena noticia, pero, para otros, el vestido amarillo tuvo que quedarse en el aparador, como en la capital. Por eso la insistencia de las autoridades: vamos a hacer todo lo posible por cambiar de color. ¿Nos hemos puesto a pensar cómo es nuestra ciudad en tiempos normales? ¿Usted ha observado cómo son sus calles, sus rostros, sus actividades?

Esta ciudad, la que es suya y mía, la que tenemos como casa en una comuna llena de orgullo y esperanza, siente y vive, respira, se duele, pero también se enferma, como ahora. Esta pandemia que se ha alargado más de lo que todos hubiésemos deseado, enfermó a nuestra casa grande, México, y le pegó a nuestro hogar, Chihuahua, hasta meterse en la cocina, nuestra capital.

Y a esta ciudad tenemos que cuidarla. Me uno a la petición de que necesitamos, todos, dejar de simular, dejar la fiesta, privilegiar los cuidados necesarios -¡los que nos indiquen!-, y definitivamente recuperar nuestra casa, la de todos. Le ofrezco lo que, desde un simple punto de vista, es parte de una observación que todos hacíamos, a diario, a veces sin darnos cuenta. Hacíamos… pero quiero que volvamos a hacerlo.

Salgo a la calle siempre muy temprano. Veía, mientras recorro la distancia rutinaria, rostros de mujeres apuradas llevando a sus niños a la escuela para luego cumplir con su trabajo diario con el que se lleva parte del sustento a casa; veo hombres cargando cansancio y hastío rumbo a la obra, a la fábrica, a la tienda… puedo escuchar, un poco más temprano, las campanadas de algunas iglesias que llaman a misa a las siete de la mañana y veo que se corren las cortinas de metal de las tiendas de autoservicio… veía…

Esta ciudad respira y siente todos los días y está esperando a que nosotros recorramos sus venas como sangre para vivir; somos la emoción y el pulso de su corazón, el alma que condiciona las formas de convivencia, la mente que mueve sus calles y sus faroles y nos obliga a guardar silencio por las madrugadas para poder dormir, pero nos despierta con frío o sol para reanimar el día.

Todos los días medio millón de personas van a la escuela, sean alumnos, maestros o empleados administrativos; los niños son la pasión que nos hace abrir nuevos caminos para que no los encuentre la delincuencia, las drogas o la violencia. Por ellos somos capaces de rompernos el alma y estoy seguro que no se trata de una sentencia simplista: los niños nos necesitan y estaremos ahí cuando nos llamen. Y necesitamos que ese medio millón de personas regresen a las aulas, físicamente.

Mi ciudad tiene jóvenes que visten a la moda, van a los antros el fin de semana, trabajan media jornada para ayudar en casa, estudian todos los días, se desvelan pensando en el primer beso, o el primer amor de sus vidas; nuestros jóvenes son sanos, vivos, alegres, divertidos, complicados, decididos, fuertes y a veces demasiado consentidos, pero son la parte sustantiva donde se finca el futuro de este país. Ellos están esperando vestirse de amarillo…

Mi ciudad es un laberinto de sorpresas y es ejemplo nacional de limpieza en sus calles, en sus trazos arquitectónicos y en cómo conservamos, de alguna manera, esa vida tradicional de valores. Necesitamos vestirnos de amarillo para no perdernos…

Pero esta ciudad es donde vivimos y es donde vamos a morir seguramente, por eso necesitamos cuidarla; veo mujeres embarazadas que cargan orgullosas al hijo que dentro de poco llegará. Veo en las calles policías honrados que darían la vida por mis hijos, como si fueran los propios porque en mi ciudad aún hay policías buenos. Aquí nos tocó vivir, en esta ciudad, aquí y ahora.

Antes había muchas cosas que hoy no existen. Antes había hermosas costumbres, hoy nos estamos acostumbrando a las cosas hermosas, aunque sean peligrosas. Antes había bondad… y estoy seguro que también hoy, pero tratamos de esconderla.

De una cosa estoy seguro: el antes ya se fue. El hoy es el que necesitamos defender. Si ayer fue bueno, hoy no tiene por qué ser malo, o peor que antes. Ese es el punto de esta reflexión. De nada nos sirve vivir de los recuerdos o de los ayeres, si no estamos seguros de construir el presente para dejar un buen país a nuestras generaciones futuras. El futuro inmediato tiene que ser de color amarillo.

Y el mundo no se construye con ocurrencias o casualidades, sino con oportuna sensatez y humilde sabiduría. Aquí nos tocó vivir, en esta ciudad. México es nuestra patria. Chihuahua es nuestra casa. Es momento de amar la tierra que tenemos y defender lo bello de nuestras raíces y proyectar el futuro de nuestros hijos.

Aquí nos tocó vivir y me parece que es momento de que todos, absolutamente todos, hagamos algo para que nuestra sociedad retome el ritmo de nuestras vidas; por muy modesta que sea tu función, por muy pequeña que parezca tu profesión o por muy joven que seas, todos podemos hacer algo. Si queremos volver a ver nuestras calles como antes, entonces dejemos de simular y saquemos del aparador el vestido amarillo que necesitamos para ir a la fiesta. Son sólo cosas comunes.

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