/ lunes 19 de octubre de 2020

Una deuda histórica, aún por ser cumplida

En lo que ahora es el estado de Chihuahua, son originarias las naciones rarámuris o tarahumaras, ódami o tepehuán, makurawe o guarojío suroeste y la o’oba o pima. Entre todas, hoy constituyen el 11.3% de la población del estado.

En México como en Chihuahua las poblaciones originarias son consideradas grupos vulnerables por su alto grado de marginación y pobreza, lo cual es consecuencia directa del abandono gubernamental y la discriminación sistémica. Las personas de pueblos originarios se han enfrentado a un sistema clasi-racista que ha derivado en su falta de acceso a derechos básicos, como lo son la salud, la educación y la vivienda digna. Es inaceptable, por ejemplo, que en nuestro estado, el hambre y la desnutrición sigan comprometiendo la salud de las personas indígenas.

De acuerdo con el Coneval (2018), 7 de cada 10 personas indígenas viven en pobreza en nuestro país y el 90% vive con al menos una carencia social. Dicho de otro modo, sólo el 6.9% de la población indígena total cuenta con ingresos suficientes y no presenta carencia social alguna. En México, las desigualdades de oportunidades y de ingreso entre personas indígenas y no indígenas son abismales: el decil más rico no indígena tiene un ingreso corriente total per cápita 52 veces superior al decil más pobre indígena. En Chihuahua, más del 60% de la población indígena se encuentra en situación de pobreza, en contraste con el 26% de la población no indígena que se encuentra en esa misma situación. En la región de la Tarahumara, particularmente, el 74% de la población se encuentra en situación de pobreza.

Lo que es más, a los pueblos originarios se les ha apartado históricamente de la arena pública. Esto tiene que cambiar con urgencia. No sólo se debe asegurar la participación de personas pertenecientes a pueblos originarios en el diseño de políticas y programas públicos que les afectan directamente, sino también en la vida pública general. Los programas sociales, diseñados desde los escritorios y creados en administraciones pasadas, sólo han mitigado los efectos de la pobreza. En 2018, sin programas sociales, la población indígena en situación de pobreza extrema se incrementa por 13 puntos porcentuales, de 28% a 41%; aún peor, la población indígena con carencia por acceso a la seguridad social pasa de un 15% a un 75%.

Me gustaría ver más personas de pueblos originarios tomando decisiones en cargos públicos y de elección popular, en candidaturas, diputaciones, alcaldías y secretarías. Los retos de un futuro compartido lo requieren.

En lo que ahora es el estado de Chihuahua, son originarias las naciones rarámuris o tarahumaras, ódami o tepehuán, makurawe o guarojío suroeste y la o’oba o pima. Entre todas, hoy constituyen el 11.3% de la población del estado.

En México como en Chihuahua las poblaciones originarias son consideradas grupos vulnerables por su alto grado de marginación y pobreza, lo cual es consecuencia directa del abandono gubernamental y la discriminación sistémica. Las personas de pueblos originarios se han enfrentado a un sistema clasi-racista que ha derivado en su falta de acceso a derechos básicos, como lo son la salud, la educación y la vivienda digna. Es inaceptable, por ejemplo, que en nuestro estado, el hambre y la desnutrición sigan comprometiendo la salud de las personas indígenas.

De acuerdo con el Coneval (2018), 7 de cada 10 personas indígenas viven en pobreza en nuestro país y el 90% vive con al menos una carencia social. Dicho de otro modo, sólo el 6.9% de la población indígena total cuenta con ingresos suficientes y no presenta carencia social alguna. En México, las desigualdades de oportunidades y de ingreso entre personas indígenas y no indígenas son abismales: el decil más rico no indígena tiene un ingreso corriente total per cápita 52 veces superior al decil más pobre indígena. En Chihuahua, más del 60% de la población indígena se encuentra en situación de pobreza, en contraste con el 26% de la población no indígena que se encuentra en esa misma situación. En la región de la Tarahumara, particularmente, el 74% de la población se encuentra en situación de pobreza.

Lo que es más, a los pueblos originarios se les ha apartado históricamente de la arena pública. Esto tiene que cambiar con urgencia. No sólo se debe asegurar la participación de personas pertenecientes a pueblos originarios en el diseño de políticas y programas públicos que les afectan directamente, sino también en la vida pública general. Los programas sociales, diseñados desde los escritorios y creados en administraciones pasadas, sólo han mitigado los efectos de la pobreza. En 2018, sin programas sociales, la población indígena en situación de pobreza extrema se incrementa por 13 puntos porcentuales, de 28% a 41%; aún peor, la población indígena con carencia por acceso a la seguridad social pasa de un 15% a un 75%.

Me gustaría ver más personas de pueblos originarios tomando decisiones en cargos públicos y de elección popular, en candidaturas, diputaciones, alcaldías y secretarías. Los retos de un futuro compartido lo requieren.

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