/ sábado 31 de julio de 2021

Una más que profunda reflexión de vida Almas flexibles, de Fernando Fernández

Desgarrador testimonio de quien en carne propia ha experimentado los más duros efectos de la pandemia que asola al mundo, con Almas flexibles compartimos el espinoso proceso de curación personal del escritor Fernando Fernández. Coinciden aquí las voces maduras del poeta y el ensayista, del más ocasional prosista que ha sido un voraz y agudo lector, en la génesis de un hermoso texto que igual desborda sabiduría, emoción sutilmente dosificada, dolorosas transparencia y honestidad, conocimiento de primera mano y oportuna investigación, a través de una prosa poética decantada e impecable.

Su certero epígrafe de Montaigne (“Las almas más bellas son aquellas más variables y flexibles”) del cual se desprende el título nos remite al pensamiento del filósofo latino Séneca, sobre todo del más sosegado de Cartas a Lucilio del que Almas flexibles ha abrevado con meridiana inteligencia. Y Fernando decidió transitar esta lastimosa experiencia en la mayor reserva, en el estoicismo, alejado de toda posible “curiosidad sana o malsana”, y entre las vívidas fotografías de los pocos personajes que acompañaron su complicado camino hacia la sanación, la de a quien está dedicado (Verónica o Chicu, hija del desaparecido científico Ricardo Chicurel de quien Fernando también nos obsequia una cálida estampa) responde a que fue quien estuvo más cerca, entre otras razones porque ambos se contagiaron por la misma época y en su arduo itinerario se consolidó un entrañable afecto mutuo.

Conozco a Fernando desde hace casi cuarenta años, desde cuando fuimos compañeros de la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y desde entonces se fraguaron una estrecha amistad y una complicidad lectora imperecederas. Sé cuánto ha representado la figura de su padre a quien mucho aprecio y admiro, y de él nos ofrece un hondo retrato, con una sabiduría y una entereza admirables frente a la adversidad que ha traído consigo el paso implacable de los años. Otros gravitan en mayor o menor medida en esta especie de ascenso dantesco, como su madre y sus hermanos, o nuestro querido Sergio Vela, con quien nos une una no menos firme pasión por esa otra no menos sanadora querencia (“la vida sin música es sencillamente un error”, escribió Nietzsche), o su joven y sabio doctor Benjamín Valente-Acosta, o Sasha Sokol y Alejandro Soberón que acompañaron su proceso, o la no menos pródiga Vicki Clay, o la querida Álber que tuvo un destino más trágico, o su no menos sabia gatita Madrina.

Acopio de saberes múltiples, de sorprendentes ecuanimidad y juicio reflexivos, describiéndonos incluso los olores y sabores ásperos que en él se detonaron contradiciendo el lugar común de pérdida del olfato y el gusto, estas virtudes se acrecientan conforme caemos en cuenta que no ha pasado el tiempo suficiente para analizar los hechos con la perspectiva que sólo la distancia nos proporciona.

Por lo demás, Almas flexibles, de Fernando Fernández, tiene la cualidad superior de ser uno de esos libros que se dejan leer de principio a fin sin pausa, más allá de constituir una invaluable enseñanza en medio de este abrumador parteaguas que pareciera haber metido a la humanidad en un oscuro y absorbente remolino del que sabe Dios cuándo logremos salir definitivamente.

Desgarrador testimonio de quien en carne propia ha experimentado los más duros efectos de la pandemia que asola al mundo, con Almas flexibles compartimos el espinoso proceso de curación personal del escritor Fernando Fernández. Coinciden aquí las voces maduras del poeta y el ensayista, del más ocasional prosista que ha sido un voraz y agudo lector, en la génesis de un hermoso texto que igual desborda sabiduría, emoción sutilmente dosificada, dolorosas transparencia y honestidad, conocimiento de primera mano y oportuna investigación, a través de una prosa poética decantada e impecable.

Su certero epígrafe de Montaigne (“Las almas más bellas son aquellas más variables y flexibles”) del cual se desprende el título nos remite al pensamiento del filósofo latino Séneca, sobre todo del más sosegado de Cartas a Lucilio del que Almas flexibles ha abrevado con meridiana inteligencia. Y Fernando decidió transitar esta lastimosa experiencia en la mayor reserva, en el estoicismo, alejado de toda posible “curiosidad sana o malsana”, y entre las vívidas fotografías de los pocos personajes que acompañaron su complicado camino hacia la sanación, la de a quien está dedicado (Verónica o Chicu, hija del desaparecido científico Ricardo Chicurel de quien Fernando también nos obsequia una cálida estampa) responde a que fue quien estuvo más cerca, entre otras razones porque ambos se contagiaron por la misma época y en su arduo itinerario se consolidó un entrañable afecto mutuo.

Conozco a Fernando desde hace casi cuarenta años, desde cuando fuimos compañeros de la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y desde entonces se fraguaron una estrecha amistad y una complicidad lectora imperecederas. Sé cuánto ha representado la figura de su padre a quien mucho aprecio y admiro, y de él nos ofrece un hondo retrato, con una sabiduría y una entereza admirables frente a la adversidad que ha traído consigo el paso implacable de los años. Otros gravitan en mayor o menor medida en esta especie de ascenso dantesco, como su madre y sus hermanos, o nuestro querido Sergio Vela, con quien nos une una no menos firme pasión por esa otra no menos sanadora querencia (“la vida sin música es sencillamente un error”, escribió Nietzsche), o su joven y sabio doctor Benjamín Valente-Acosta, o Sasha Sokol y Alejandro Soberón que acompañaron su proceso, o la no menos pródiga Vicki Clay, o la querida Álber que tuvo un destino más trágico, o su no menos sabia gatita Madrina.

Acopio de saberes múltiples, de sorprendentes ecuanimidad y juicio reflexivos, describiéndonos incluso los olores y sabores ásperos que en él se detonaron contradiciendo el lugar común de pérdida del olfato y el gusto, estas virtudes se acrecientan conforme caemos en cuenta que no ha pasado el tiempo suficiente para analizar los hechos con la perspectiva que sólo la distancia nos proporciona.

Por lo demás, Almas flexibles, de Fernando Fernández, tiene la cualidad superior de ser uno de esos libros que se dejan leer de principio a fin sin pausa, más allá de constituir una invaluable enseñanza en medio de este abrumador parteaguas que pareciera haber metido a la humanidad en un oscuro y absorbente remolino del que sabe Dios cuándo logremos salir definitivamente.