/ martes 16 de abril de 2019

Una senda de muerte

Eran los últimos días de marzo. Jesús subía a Jerusalén e inquietaba a los celosos guardianes de los ritos y de la seguridad pública. No les hacía gracia ni el profeta ni el agitador. Los fariseos dieron la alarma. La resurrección de Lázaro, que había motivado a no pocos a seguir a Jesús, los decidió a obrar. Los pontífices se asustaron. Y hubo reuniones para tratar el caso.

Empezaron así los últimos días vividos por Jesús sobre la tierra: ¡la Semana Santa!, que ofrece el recuerdo de fiestas contrastadas que alternan la alegría y el dolor, y es teatro de una tragedia constantemente reanudada. Apenas manifestado el eco de los “hosanna” de Israel, se hunde en el oficio de tinieblas, que las lecturas de los profetas y de los salmos apuntan al drama que se acerca y a las promesas que están por cumplirse. El Jueves Santo parece interrumpir con una sonrisa la subida al Calvario, pero lo que el pueblo arrodillado adora en la hostia es la misma carne de la víctima.

La intriga y el odio tramaban definitivamente el complot que creyó acabar con Jesús. Él lo sabía y no pensaba en eludir con la huida a quienes, al matarle, consagrarían su propio envilecimiento. Se acercaba su hora, la hora de las tinieblas, en la cual la redención de los hombres nacería del misterio sangriento.

¿Qué haremos? –se preguntaban en un conciliábulo- Ese hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos obrar, todos creerán en él y los romanos destruirán nuestra ciudad y nuestra nación. Caifás, sumo sacerdote en ejercicio, espetó: “No comprenden nada; no reflexionan que les interesa que un solo hombre muera por el pueblo, en vez de que perezca toda la nación”. Al hablar así Caifás no era más que una voz profética, anunciaba un acontecimiento muy distinto al del arresto y muerte de un vulgar agitador.

Hubo otras reuniones. Se tanteaba, se discutía aún, cuando con increíble audacia, el agitador reapareció en Jerusalén, desafiando –en esos primeros días santos- a escribas, doctores, ancianos y sacerdotes, y a todo el Sanhedrín.

Día a día, paso a paso, Jesús marchaba hacia la decisión suprema. La gloria de Jesús brilló el Domingo de Ramos, pero él en aquel momento en que todo el pueblo reunido para la Pascua repetía su nombre, no perdió ni un instante la conciencia del destino que le esperaba y que él quería. “En verdad, en verdad les digo que si la semilla de trigo caída en tierra no muere, sigue siendo única; mientras que si muere, da fruto abundante”.

En el huerto de Gethsemaní, ante ese porvenir tan terrible y tan próximo, una espantosa angustia sobrecogió a Jesús. ”Mi alma se turba ahora. ¿Qué diré? Líbrame de esa hora, Padre. Aunque para esto llegué hasta este momento…”.

Ante Annás, ante Caifás, ante el Sanhedrín, ante Pilato, ante Herodes… Jesús pasó más de diez horas en un siniestro desfile, y luego la tortura, la flagelación, la corona de espinas y el camino de la cruz hasta el “todo está consumado”. Mas la luz del domingo por la mañana brilló en el que afirma Bossuet es “el acontecimiento central de toda la Historia”. (Con textos de Daniel Rops)






Eran los últimos días de marzo. Jesús subía a Jerusalén e inquietaba a los celosos guardianes de los ritos y de la seguridad pública. No les hacía gracia ni el profeta ni el agitador. Los fariseos dieron la alarma. La resurrección de Lázaro, que había motivado a no pocos a seguir a Jesús, los decidió a obrar. Los pontífices se asustaron. Y hubo reuniones para tratar el caso.

Empezaron así los últimos días vividos por Jesús sobre la tierra: ¡la Semana Santa!, que ofrece el recuerdo de fiestas contrastadas que alternan la alegría y el dolor, y es teatro de una tragedia constantemente reanudada. Apenas manifestado el eco de los “hosanna” de Israel, se hunde en el oficio de tinieblas, que las lecturas de los profetas y de los salmos apuntan al drama que se acerca y a las promesas que están por cumplirse. El Jueves Santo parece interrumpir con una sonrisa la subida al Calvario, pero lo que el pueblo arrodillado adora en la hostia es la misma carne de la víctima.

La intriga y el odio tramaban definitivamente el complot que creyó acabar con Jesús. Él lo sabía y no pensaba en eludir con la huida a quienes, al matarle, consagrarían su propio envilecimiento. Se acercaba su hora, la hora de las tinieblas, en la cual la redención de los hombres nacería del misterio sangriento.

¿Qué haremos? –se preguntaban en un conciliábulo- Ese hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos obrar, todos creerán en él y los romanos destruirán nuestra ciudad y nuestra nación. Caifás, sumo sacerdote en ejercicio, espetó: “No comprenden nada; no reflexionan que les interesa que un solo hombre muera por el pueblo, en vez de que perezca toda la nación”. Al hablar así Caifás no era más que una voz profética, anunciaba un acontecimiento muy distinto al del arresto y muerte de un vulgar agitador.

Hubo otras reuniones. Se tanteaba, se discutía aún, cuando con increíble audacia, el agitador reapareció en Jerusalén, desafiando –en esos primeros días santos- a escribas, doctores, ancianos y sacerdotes, y a todo el Sanhedrín.

Día a día, paso a paso, Jesús marchaba hacia la decisión suprema. La gloria de Jesús brilló el Domingo de Ramos, pero él en aquel momento en que todo el pueblo reunido para la Pascua repetía su nombre, no perdió ni un instante la conciencia del destino que le esperaba y que él quería. “En verdad, en verdad les digo que si la semilla de trigo caída en tierra no muere, sigue siendo única; mientras que si muere, da fruto abundante”.

En el huerto de Gethsemaní, ante ese porvenir tan terrible y tan próximo, una espantosa angustia sobrecogió a Jesús. ”Mi alma se turba ahora. ¿Qué diré? Líbrame de esa hora, Padre. Aunque para esto llegué hasta este momento…”.

Ante Annás, ante Caifás, ante el Sanhedrín, ante Pilato, ante Herodes… Jesús pasó más de diez horas en un siniestro desfile, y luego la tortura, la flagelación, la corona de espinas y el camino de la cruz hasta el “todo está consumado”. Mas la luz del domingo por la mañana brilló en el que afirma Bossuet es “el acontecimiento central de toda la Historia”. (Con textos de Daniel Rops)