/ viernes 18 de septiembre de 2020

Ustedes los ricos

A la mayoría de los adultos nos resultan familiares aquellas películas de Pedro Infante tituladas “Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos”, que forman parte de la época dorada del cine mexicano. Resulta evidente que el problema de la pobreza en el mundo ha estado presente desde el principio de la humanidad, del mismo modo que el tema de la injusticia y, muy especialmente, de la injusticia social.

El mayor pecado contra los pobres tal vez sea la indiferencia, fingir que no los vemos, el dar un rodeo y pasar de largo (Lucas 10 31). Ignorar las inmensas multitudes de gentes hambrientas, de mendigos, sin techo, sin asistencia médica y sobre todo sin esperanza en un futuro mejor —escribía el Papa Juan Pablo II en su encíclica “Sollicitudo rei socialis”—, significa parecernos al rico Epulón que fingía no conocer a Lázaro, el mendigo que estaba echado a su puerta.

Como enseña Raniero Cantalamessa: Nosotros tendemos a colocar, entre nosotros y los pobres, unos cristales dobles. El efecto de los cristales dobles —que hoy tanto se utilizan— es que impiden el paso del frío y de los ruidos, que lo diluyen todo, que hacen que todo nos llegue aplacado, acolchado. Y así, vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar en la pantalla del televisor, en las páginas de los periódicos y de las revistas misionales, pero su grito nos llega como de muy lejos. No nos traspasa el corazón.

Lo primero, pues, que tenemos que hacer ante los pobres es romper los cristales dobles, superar la indiferencia, la insensibilidad. Arrojar las defensas y dejarnos invadir por una sana preocupación ante la espantosa miseria que existe en el mundo. Dejar que los pobres se nos metan por las carnes. Tenemos que “percatarnos” de los pobres. Percatarse quiere decir abrir los ojos de repente, sobresaltársenos la conciencia, con lo que empezamos a ver algo que ya antes estaba allí, pero que no lo veíamos. “El grito de los pobres —escribía Pablo VI— nos obliga a despertar la conciencia frente al drama de la miseria, e ir a las exigencias del Evangelio”.

Nos hemos habituado a la miseria ajena, a las imágenes de esos cuerpos esqueléticos a causa del hambre. Ya no nos impresionan, nos parecen casi inevitables y algo con lo que hay que contar. Pero pongámonos por un momento en el lugar de Dios, tratemos de ver las cosas como Él las ve. Alguien ha comparado la Tierra a una nave espacial en pleno vuelo en el cosmos, en la que uno de los tres cosmonautas que va a bordo consumiese el 85% de las provisiones y luchase por acaparar para sí también el otro 15%.


A la mayoría de los adultos nos resultan familiares aquellas películas de Pedro Infante tituladas “Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos”, que forman parte de la época dorada del cine mexicano. Resulta evidente que el problema de la pobreza en el mundo ha estado presente desde el principio de la humanidad, del mismo modo que el tema de la injusticia y, muy especialmente, de la injusticia social.

El mayor pecado contra los pobres tal vez sea la indiferencia, fingir que no los vemos, el dar un rodeo y pasar de largo (Lucas 10 31). Ignorar las inmensas multitudes de gentes hambrientas, de mendigos, sin techo, sin asistencia médica y sobre todo sin esperanza en un futuro mejor —escribía el Papa Juan Pablo II en su encíclica “Sollicitudo rei socialis”—, significa parecernos al rico Epulón que fingía no conocer a Lázaro, el mendigo que estaba echado a su puerta.

Como enseña Raniero Cantalamessa: Nosotros tendemos a colocar, entre nosotros y los pobres, unos cristales dobles. El efecto de los cristales dobles —que hoy tanto se utilizan— es que impiden el paso del frío y de los ruidos, que lo diluyen todo, que hacen que todo nos llegue aplacado, acolchado. Y así, vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar en la pantalla del televisor, en las páginas de los periódicos y de las revistas misionales, pero su grito nos llega como de muy lejos. No nos traspasa el corazón.

Lo primero, pues, que tenemos que hacer ante los pobres es romper los cristales dobles, superar la indiferencia, la insensibilidad. Arrojar las defensas y dejarnos invadir por una sana preocupación ante la espantosa miseria que existe en el mundo. Dejar que los pobres se nos metan por las carnes. Tenemos que “percatarnos” de los pobres. Percatarse quiere decir abrir los ojos de repente, sobresaltársenos la conciencia, con lo que empezamos a ver algo que ya antes estaba allí, pero que no lo veíamos. “El grito de los pobres —escribía Pablo VI— nos obliga a despertar la conciencia frente al drama de la miseria, e ir a las exigencias del Evangelio”.

Nos hemos habituado a la miseria ajena, a las imágenes de esos cuerpos esqueléticos a causa del hambre. Ya no nos impresionan, nos parecen casi inevitables y algo con lo que hay que contar. Pero pongámonos por un momento en el lugar de Dios, tratemos de ver las cosas como Él las ve. Alguien ha comparado la Tierra a una nave espacial en pleno vuelo en el cosmos, en la que uno de los tres cosmonautas que va a bordo consumiese el 85% de las provisiones y luchase por acaparar para sí también el otro 15%.