/ jueves 5 de julio de 2018

Y Cristo, ¿por qué se fue?

De acuerdo a Fulton J. Sheen, muy a menudo oímos lamentarse a la gente el hallarse tan distantes de Galilea y de Cristo. Les oímos decir que ansían el haber vivido cuando él caminaba sobre la Tierra, haberlo escuchado decir las bienaventuranzas con dulzura y autoridad, verlo dignificar el trabajo manual, el haber permanecido al pie de la Cruz con María, y en la Pascua de Resurrección como Tomás, haber puesto los dedos en las heridas de sus manos, y la mano en la lanzada de su costado. Otros, no desean tanto el haber vivido en su tiempo, sino que él viviera en el nuestro.

Si caminara entre nosotros, podríamos ir a él en momentos de duda para ser consolados o arrodillarnos a sus pies para que perdonara nuestros pecados. Extendería sus manos sobre nuestros hijos, escucharíamos sus doctrinas de economía y justicia social, o verlo sanar a lisiados. Muchos piensan en Nuestro Señor sólo en términos de lo que sus ojos pudieran ver, sus oídos oír, y sus manos tocar. Su vida es una inspiración para determinadas ocasiones, el hombre más grande que ha vivido, un personaje que pertenece a la historia de la humanidad, pero ahí termina.

Pero la noche antes de su muerte dijo: “Es necesario que yo me vaya” (Juan XVI, 7). Extrañas palabras, cuando por él dejaron redes y costumbres; sin capitán, enviados como ovejas en medio de lobos; hombres apegados a lo material y lo sensible. Y, sin embargo, era conveniente que se fuera, y hay razones para ello. Primero, si él hubiera continuado viviendo en la Tierra, las más importantes preguntas sobre la vida hubieran quedado sin respuesta: ¿Cuál es el premio de la virtud? ¿Qué hay más allá de la tumba? El premio de una vida terrena no es un premio terrenal.

Pero hay otras razones, que cumplir nuestra vocación sobrenatural en el mundo. Lo hubiéramos conocido por su apariencia exterior, como un sirviente, sujeto a las limitaciones de su humana naturaleza, pero no como era realmente; ciertamente, inclinados a amarlo sólo como un hombre muy bueno, pero olvidando que él es Dios, oscureciendo su conocimiento interno, dejando sin explicación el nuevo Reino Orgánico de su única Iglesia, donde viviría y habitaría nuestras almas con toda intensidad. Finalmente, era necesario que él se fuera para estar más cerca de nosotros.

Si se quedaba, él sería sólo un ejemplo qué copiar, pero si él se iba enviaría al Consolador que nos llevaría a la plenitud de la verdad, y por él, Cristo se convertiría en una vida qué vivir, en vez de una vida externa. Para nosotros sería una vida interna. En cambio, no se le podría poseer más que por un abrazo. Su cuerpo humano, en el que habitaba la Vida Divina, habría sido un obstáculo de nuestro amor hacia él, que necesita de la unión del pensamiento, del corazón y del alma donde todo amor verdadero termina. Todo hubiera quedado en un ser, la madurez retardada.


No debe dejarse de insistir lo bastante que el Espíritu que descendió al Cuerpo de la Iglesia para hacerla una, no es una simple influencia divina o una efusión de su poder, sino una persona cuya esencia es el amor a la persona de Dios mismo. Su vida no es algo que se vivió, es algo que se vive en nosotros ahora y para siempre.

agusperezr@hotmail.com



De acuerdo a Fulton J. Sheen, muy a menudo oímos lamentarse a la gente el hallarse tan distantes de Galilea y de Cristo. Les oímos decir que ansían el haber vivido cuando él caminaba sobre la Tierra, haberlo escuchado decir las bienaventuranzas con dulzura y autoridad, verlo dignificar el trabajo manual, el haber permanecido al pie de la Cruz con María, y en la Pascua de Resurrección como Tomás, haber puesto los dedos en las heridas de sus manos, y la mano en la lanzada de su costado. Otros, no desean tanto el haber vivido en su tiempo, sino que él viviera en el nuestro.

Si caminara entre nosotros, podríamos ir a él en momentos de duda para ser consolados o arrodillarnos a sus pies para que perdonara nuestros pecados. Extendería sus manos sobre nuestros hijos, escucharíamos sus doctrinas de economía y justicia social, o verlo sanar a lisiados. Muchos piensan en Nuestro Señor sólo en términos de lo que sus ojos pudieran ver, sus oídos oír, y sus manos tocar. Su vida es una inspiración para determinadas ocasiones, el hombre más grande que ha vivido, un personaje que pertenece a la historia de la humanidad, pero ahí termina.

Pero la noche antes de su muerte dijo: “Es necesario que yo me vaya” (Juan XVI, 7). Extrañas palabras, cuando por él dejaron redes y costumbres; sin capitán, enviados como ovejas en medio de lobos; hombres apegados a lo material y lo sensible. Y, sin embargo, era conveniente que se fuera, y hay razones para ello. Primero, si él hubiera continuado viviendo en la Tierra, las más importantes preguntas sobre la vida hubieran quedado sin respuesta: ¿Cuál es el premio de la virtud? ¿Qué hay más allá de la tumba? El premio de una vida terrena no es un premio terrenal.

Pero hay otras razones, que cumplir nuestra vocación sobrenatural en el mundo. Lo hubiéramos conocido por su apariencia exterior, como un sirviente, sujeto a las limitaciones de su humana naturaleza, pero no como era realmente; ciertamente, inclinados a amarlo sólo como un hombre muy bueno, pero olvidando que él es Dios, oscureciendo su conocimiento interno, dejando sin explicación el nuevo Reino Orgánico de su única Iglesia, donde viviría y habitaría nuestras almas con toda intensidad. Finalmente, era necesario que él se fuera para estar más cerca de nosotros.

Si se quedaba, él sería sólo un ejemplo qué copiar, pero si él se iba enviaría al Consolador que nos llevaría a la plenitud de la verdad, y por él, Cristo se convertiría en una vida qué vivir, en vez de una vida externa. Para nosotros sería una vida interna. En cambio, no se le podría poseer más que por un abrazo. Su cuerpo humano, en el que habitaba la Vida Divina, habría sido un obstáculo de nuestro amor hacia él, que necesita de la unión del pensamiento, del corazón y del alma donde todo amor verdadero termina. Todo hubiera quedado en un ser, la madurez retardada.


No debe dejarse de insistir lo bastante que el Espíritu que descendió al Cuerpo de la Iglesia para hacerla una, no es una simple influencia divina o una efusión de su poder, sino una persona cuya esencia es el amor a la persona de Dios mismo. Su vida no es algo que se vivió, es algo que se vive en nosotros ahora y para siempre.

agusperezr@hotmail.com