Mario se acomodó esa noche en la caceta de vigilancia a la espera del amanecer. Era el nuevo guardia de seguridad de esa vieja quinta ubicada a las orillas de la ciudad de Chihuahua, pero tenía ya al menos dos años de experiencia en el trabajo velando otros edificios más céntricos y menos viejos.
Su compañero se despidió de él con un apretón de manos y luego de eso, Mario procedió a dar su rondín nocturno para asegurarse de que todo estuviera en orden. Hacía frío, recuerda ahora con los ojos entrecerrados aquél hombre de cuarenta y pico.
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El frío de noviembre, en ese entonces calaba ya como el de diciembre de hoy en día y la humedad en el ambiente no hacía que las cosas fueran más fáciles para él, que tenía que limpiar sus gafas constantemente a causa del vaho que se formaba en las micas.
Apresuró el paso y luego de verificar que las puertas y ventanas estuvieran debidamente cerradas, se dirigió hacia la caseta ubicada a la entrada de la propiedad, donde ya desde su llegada había encendido la cafetera y prendido el calentón para ir preparando las condiciones óptimas para su “coyotito”.
Una vez dentro del pequeño recinto, se acomodó casi acostado en una vieja silla de oficina y sacó de su mochila una frazada para cubrir sus pies mientras echaba su habitual “pestañita”. La azulada luz de los monitores le relajaron y el café, lejos de espantarle el sueño, acostumbrado ya a la cafeína, le hicieron roncar en cuestión de minutos.
Ningún monstruo o quimera onírica le hubiera preparado para lo que estaba a punto de ocurrir. El frío descendió abruptamente y un ventarrón hizo que Mario saliera de un salto de su plácido sueño.
Entonces al mirar su reloj se percató de que ya daban las dos de la madrugada. Al sentir la ventisca helada que se colaba por las ranuras de la puerta, optó por subir el nivel al calentón eléctrico que tenía a sus pies.
En dicha tarea se percató de que algo inusual aparecía en uno de los monitores, por lo que tomó su linterna y luego de hacerse la señal de la cruz, caminó hasta el sector donde se encontraba un pequeño comedor de jardín.
Para llegar a tal lugar era necesario recorrer unos treinta metros doblando por la vieja casona hasta llegar al punto que mostraba la cámara de seguridad. Mientras más se acercaba, más sentía cómo sus huesos se helaban y su sangre parecía cuajarse.
A escasos diez metros observó la figura de lo que parecía ser un niño sentado en una de las bancas del comedor mientras el viento arrastraba a oídos de Mario el sonido del llanto del niño.
Apuntó el rayo de luz de su linterna en dirección a donde el pequeño estaba y se aproximó temblando, esta vez más de miedo que de frío. “Niño, ¿cómo te llamas?”, solo atinó a preguntar temeroso mientras el pequeño continuaba llorando mientras extendía su mano señalando en dirección a lo que parecía ser un pozo clausurado por tablones podridos.
La linterna de Mario de pronto se apagó, pero sintiendo que aquél pequeño de escasos ocho años necesitaba su ayuda, se aproximó pronto y preguntó qué ocurría. Pero el niño esta vez solo lo miró a los ojos y volvió a señalar a aquél lugar a pocos metros de distancia.
“Ven conmigo niño”, dijo Mario mientras se retiraba la chamarra para cubrir al pequeño y cargarlo en sus brazos hasta la caseta.
Una vez allí le ofreció al pequeño su lonche y una taza de café mientras intentaba hacer funcionar el radio que misteriosamente había dejado de emitir o recibir señal; dado el fracaso de sus intentos, trató usar el teléfono, pero este tampoco respondía.
El niño, mientras tanto, permanecía inmóvil sobre la silla con el café y el sándwich en la mano sin decir una sola palabra.
Mario observaba detenidamente al pequeño y no dejaba de parecerle raro el tono azul de sus labios y la extrema palidez de su piel. Estaba mirando fijamente al niño cuando de pronto dio un brinco cuando el sonido del teléfono le hizo volver en sí mismo y darle la espalda al chico.
Apenas levantó la bocina giró de nuevo para mirar al niño, pero este había desaparecido dejando solo en el suelo el café, el sándwich y la chamarra de Mario. Del otro lado del teléfono, el jefe del guardia trataba de comunicarse con su subalterno, sin embargo este no respondió hasta una hora después, cuando aturdido, distinguió el rostro de su jefe y el de otro compañero que le miraban extrañados.
Mario narró a sus compañeros lo ocurrido apenas pudo recobrar completamente el conocimiento y como prueba de lo narrado quedó el video de vigilancia.
Esa misma mañana, cuando explicaron al dueño de la finca los hechos acontecidos durante esa noche, este sin mostrar demasiado asombró entró a la casa y luego salió de nuevo con una foto en su sus manos.
Mario reconoció de inmediato el niño que aparecía en ella y aseguró que se trataba del mismo infante que él había socorrido durante la noche; “era mi tío, murió hace treinta años ahogado en la cisterna que está junto al comedor del jardín”, dijo seriamente el propietario de la finca mientras miraba la fotografía.
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Con información de Adrián Berrios