Ricardo y sus camaradas se reunieron ese sábado para pasar el rato en ciudad Delicias en compañía de unas amigas. Los cinco jóvenes abordaron un auto familiar de uno de ellos y emprendieron el camino ya entrada la tarde. La visita fue agradable, charlaron, bebieron y bromearon hasta pasada la medianoche, cuando se percataron de lo tarde que era, subieron de nuevo al auto y luego de despedirse de sus amigas, tomaron carretera con rumbo a la capital.
Fue a la altura de un conocido puente entre Delicias y Meoqui cuando Ignacio, el menor de ellos, pidió que detuvieran el vehículo para bajarse e ir a hacer de sus necesidades. La penumbra de la noche era espesa, pues sobre ellos se cernían unos negros nubarrones que evitaban que las estrellas o la luna iluminaran el paraje. Los amigos descendieron del auto para fumar un cigarrillo y miraban como la luz del celular de Ignacio cada vez se alejaba más hasta desaparecer detrás de los matorrales.
Luego de que terminaran de fumar, los jóvenes volvieron al coche y comenzaron a tiritar debido al intenso frío que les calaba hasta los huesos. Los minutos pasaron y de Ignacio no había señal alguna, tras diez minutos de espera, entre bromas, Ricardo se decidió a llamar a su camarada, sin embargo antes de que presionara el botón de llamado, su teléfono comenzó a sonar; era el número de Ignacio.
Al contestar, Ricardo puso el altavoz para que todos pudieran escuchar, pero en vez de oír la voz de Ignacio, de la bocina del teléfono salieron un montón de gruñidos y gritos de ayuda del joven. Tras algunos segundos, luego de que la voz de Ignacio se ahogara, pudieron escuchar lo que parecía ser un fuerte aleteo, como de alguna criatura extremadamente grande.
La llamada se cortó, e intentaron comunicarse de nuevo con él, pero no les fue posible pues el teléfono solo devolvía el tono de marcado, pero sin que nadie contestara. Fue entonces que decidieron bajar del auto y comenzar a buscar a su amigo entre las espesas tinieblas, alumbrados únicamente por la luz de sus equipos celulares.
Ricardo bajó directamente por la ladera en dirección a donde había visto por última vez a Ignacio e insistió marcando al celular de su amigo; a poco más de doscientos metros, junto al arroyo que pasaba debajo del puente donde habían aparcado, escuchó el celular de Ignacio sonando. Guiado por el sonido, llegó hasta donde pudo encontrar tirado el teléfono, con la pantalla estrellada y con manchas de sangre. Comenzó a gritar al resto de sus amigos y una vez reunidos, entre todos comenzaron a vociferar el nombre de Ignacio para tratar de ubicarlo sin éxito.
Desesperados, volvieron al coche para tratar de contactar con algún policía, sin embargo, para sorpresa de todos, encontraron a Ignacio sentado en la parte trasera del coche con una extraña y pálida expresión en su rostro. De inmediato cuestionaron qué había pasado, pero este contestó que nada había ocurrido. Extrañados, pero sin ánimos de continuar preguntando nada más, emprendieron el camino de vuelta a Chihuahua, dejando primero en su casa al pálido y casi irreconocible Ignacio.
Antes de que ingresara al domicilio, Ricardo hizo entrega del celular a su amigo, para luego ver como este entraba a su casa cerrando la puerta a sus espaldas. Fue a la mañana siguiente cuando una llamada robó el sueño de Ricardo; era la madre de Ignacio, quien preguntaba si su hijo había pasado la noche con él en su casa, pues solo había encontrado su teléfono roto sobre la mesa, lo que extrañó al joven, quien luego de negar que así fuera, aseguró que había sido el primero en ser dejado en su domicilio durante la madrugada.
La mujer, en evidente estado de pánico, exigió a Ricardo que le dijera qué le había ocurrido a su hijo y en dónde estaba. De inmediato se reunieron todos los amigos y se dirigieron de nuevo en compañía de la mujer a aquel puente entre Meoqui y Delicias donde habían parado la noche anterior con el fin de buscar indicios de Ignacio.
Esta vez con la luz del día, pudieron cubrir más terreno, encontrando entre la vegetación la billetera de Ignacio y allá, en lo alto, enredada en las ramas de un árbol, su chamarra. Esta estaba rasgada por la parte del cuello y cubierta casi completamente de sangre. Pese al intenso rastreo que llevaron a cabo, nada más pudieron encontrar.
La madre de Ignacio rompió en llanto tras el hallazgo y comenzó a culpar a los amigos de haber asesinado a su hijo. Recordó entonces Ricardo que, durante el trayecto de vuelta a casa, Ignacio se miraba constantemente las mangas de la chamarra, la misma que habían encontrado, y al mismo tiempo se tocaba la nuca.
El rostro de Ignacio comenzó a aparecer en todos lados; televisión, periódicos y redes sociales. Sin embargo, a la fecha nada se sabe de él. Ricardo aún hoy cree que aquello que los acompañó en el auto no era su amigo, sino alguna extraña criatura que se transfiguró en Ignacio.
“Solo Dios sabe en dónde habrá quedado su cuerpo”, señala Ricardo al mencionar que durante las noches a veces cree escuchar sus gritos en la oscuridad, cuando el viento y las tormentas arrastran consigo viejos ecos.
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Con información de Adrián Berrios