/ domingo 26 de agosto de 2018

[ENTRE MEDIOS] Ya no somos los mismos

Primera parte


No hay que demonizar la tecnología, pero sí agregarle profundidad, era la tesis principal del presidente de la Academia Argentina de Letras y de la Nacional de Educación, en una entrevista con la revista El Federal del país del Cono Sur, en una exposición para hablar de cómo la tecnología impacta en los lenguajes, en el surgimiento de nuevas palabras y por lo tanto, en nuevas visiones.

Le quedaba muy claro que una de las palabras surgidas al calor de las nuevas tecnologías era “cibernauta”, que es una palabra mixta y viene del griego “cyber”, que significa “timón”, y el latín “nauta”, que es “navegante”. Por lo tanto, cibernauta es el que tiene el timón, el que navega bien en internet. Esto significa que no todas las personas son cibernautas, aunque tengan acceso a internet, porque no saben buscar bien, o no tienen orientación, o sea timón.

En cambio, Nicholas Carr crea la expresión de que navegamos en la red o en internet, y nos deslizamos como si se tratara de surfear en una tabla sobre las olas del mar. Pero justamente, esa figura de “navegar” por encima de las olas, es lo que no nos permite conocer las profundidades del mar. De aquí se genera una comparación de que navegar en pantalla es surfear, mientras que leer es bucear.

Ciertamente que no por el solo hecho de ser usuarios de la red de internet, las personas se convierten en superficiales, como tampoco pueden dejar de ser profundos o analíticos. La cuestión son las formas de conocer. Por ejemplo, en las redes sociales, la velocidad y la inmediatez son sus características. Y la velocidad no es compatible con la profundidad, y la inmediatez nos impide la reflexión. Velocidad e inmediatez desembocan en superficialidad.

Siendo gratis, hasta mentiras…
.

No se trata de cuestionar o buscar sólo el lado negativo de la tecnología digital. Es un hecho que vivimos en un ecosistema digital. Estamos inmersos en la gran pecera, donde tiene sentido la metáfora de Marshall McLuhan, que sostenía que:

un pez mientras está en la pecera no se percata de que está mojado, pero en el momento que lo “pescan” o lo extraen de ese ambiente, de inmediato sentirá que se muere porque está aislado de su ecosistema. El pez no siente que está mojado mientras está en el agua.

Algo parecido nos sucede: vivimos inmersos en un ambiente digital, pero no nos percatamos de ello hasta el día –hipotético- que pudiéramos salirnos. Ahora es la normalidad, como el pez que nada en el interior de su pecera. No sentimos el ambiente digital mientras estamos viviendo dentro de él. Debemos percatarnos entonces de que ese ecosistema digital, representado principalmente por internet y las redes sociales, ha cambiado radicalmente nuestras vidas.

El punto neurálgico es que las reglas del juego han cambiado, y de ello debemos tener conciencia. La tecnología no es mala ni buena. Sólo es una herramienta potente que el hombre crea, perfecciona y administra para facilitar o ampliar las funciones. El buen o mal uso que hagamos de la tecnología es imputable al ser humano, porque es donde radica la voluntad o perversión de dañar o hacer el bien.

A lo largo de la historia, las generaciones y culturas han avanzado gracias a la tecnología. También han existido seres que han utilizado para mal esas tecnologías o expresamente han creado herramientas con la finalidad de controlar, engañar o defraudar a los demás.

Dentro de esas nuevas reglas del juego se centra el análisis. De una cultura lecto-escritora se ha ido migrando a una cultura de pantalla. Nuestras vidas giran en torno a pantallas, como si fueran grandes ventanas por las cuales nos llegan datos y mensajes.

Vivimos en el nuevo mundo de la ventana mágica, donde esas pantallas de los televisores, computadoras portátiles o de escritorio, tabletas y teléfonos celulares, son ventanas por donde entra todo. Son como los rayos solares que penetran por las ventanas al abrir las cortinas.

Por esas ventanas de las pantallas nos llegan noticias, avisos, ofrecimientos de servicio, promociones, invitaciones, estados bancarios, deudas, mensajes, cobros, notificaciones, fotos, fraudes, extorsiones, calificaciones de los hijos, ofrecimientos amorosos, de todo. Es como una oficialía de partes.

Y lo atractivo, que al mismo tiempo es la trampa, es la gratuidad de muchos productos. Por el solo hecho de que aparentemente son productos que entran por esas ventanas sin ningún costo, sentimos que estamos obteniendo una ganancia o un plus.

No nos ponemos a pensar que la calidad difícilmente puede ser gratis. Sin embargo, ya surgió la cultura de lo gratis y lamentablemente, esto nos condujo a una cultura del plagio o pirateaje. Y como se trata de obtener gratuitamente los contenidos, pues aunque sean mentiras, consideran que obtuvieron algo de beneficio sin costo. Por esa sensación, las redes están saturadas de falsas noticias.

Internet y las redes sociales son ahora los principales vehículos para la circulación de ideas, productos y servicios suplantados o extraídos de un original para ser transformados en imitaciones o falsos.

Como nunca, la propiedad intelectual ha resultado vulnerada por los piratas digitales, quienes con gran destreza han aprendido el uso de la tecnología para el mal. Toda revolución tiene sus costos y la revolución digital dejará damnificados. Existe un cálculo aproximado que indica que cerca del 25 por ciento del tráfico por las redes de internet son contenidos “pirateados”. O sea, se obtuvieron de manera ilícita, sin pagar su producción.


La identidad o huella digital


Otra de las reglas del juego que han cambiado drásticamente es la creación de lo que llamamos “identidad digital” o “huella digital”, que viene a ser nuestra presencia en un nuevo ambiente. La realidad virtual ha pasado a ser parte de la realidad “real”, porque es lo que da presencia y prestigio.

Esa identidad empieza desde una neo-clasificación general que nos separa o divide. Somos otra sociedad conformada por los nativos digitales y los inmigrantes digitales. Somos una sociedad que confluencia entre las generaciones análogas y las digitales.

Y lógicamente, esto ha creado una brecha, que antes era generacional, entre padres e hijos; económica, entre pobres y ricos; cultural, entre analfabetas y cultos. Hoy la brecha es digital: los que tienen acceso a la red de redes y los que todavía no tienen la posibilidad de conectarse a internet.

Esa brecha plantea nuevos retos y nuevas diferencias por los cambios sustanciales que se han dado. Las generaciones llamadas millennials son los que nacieron en un ambiente de cultura digital, mientras que los que nacieron antes –los análogos- todavía no conocieron la tecnología digital.

Por eso se les llama inmigrantes digitales, porque han estado pasando –de manera gradual- a adaptarse a nuevos lenguajes. Esa mudanza de la cultura análoga a la cultura digital ha provocado conflictos, avances y retrocesos. Casi equivaldría a pensar en un gran salto de los que nacieron en la cultura de Gutenberg, la de la imprenta y la lectura, a la de Google, donde el lenguaje binario y la consulta en pantallas es la forma de conocer y vivir.




No hay que demonizar la tecnología, pero sí agregarle profundidad, era la tesis principal del presidente de la Academia Argentina de Letras y de la Nacional de Educación, en una entrevista con la revista El Federal del país del Cono Sur, en una exposición para hablar de cómo la tecnología impacta en los lenguajes, en el surgimiento de nuevas palabras y por lo tanto, en nuevas visiones.

Le quedaba muy claro que una de las palabras surgidas al calor de las nuevas tecnologías era “cibernauta”, que es una palabra mixta y viene del griego “cyber”, que significa “timón”, y el latín “nauta”, que es “navegante”. Por lo tanto, cibernauta es el que tiene el timón, el que navega bien en internet. Esto significa que no todas las personas son cibernautas, aunque tengan acceso a internet, porque no saben buscar bien, o no tienen orientación, o sea timón.

En cambio, Nicholas Carr crea la expresión de que navegamos en la red o en internet, y nos deslizamos como si se tratara de surfear en una tabla sobre las olas del mar. Pero justamente, esa figura de “navegar” por encima de las olas, es lo que no nos permite conocer las profundidades del mar. De aquí se genera una comparación de que navegar en pantalla es surfear, mientras que leer es bucear.

Ciertamente que no por el solo hecho de ser usuarios de la red de internet, las personas se convierten en superficiales, como tampoco pueden dejar de ser profundos o analíticos. La cuestión son las formas de conocer. Por ejemplo, en las redes sociales, la velocidad y la inmediatez son sus características. Y la velocidad no es compatible con la profundidad, y la inmediatez nos impide la reflexión. Velocidad e inmediatez desembocan en superficialidad.

Siendo gratis, hasta mentiras…
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No se trata de cuestionar o buscar sólo el lado negativo de la tecnología digital. Es un hecho que vivimos en un ecosistema digital. Estamos inmersos en la gran pecera, donde tiene sentido la metáfora de Marshall McLuhan, que sostenía que:

un pez mientras está en la pecera no se percata de que está mojado, pero en el momento que lo “pescan” o lo extraen de ese ambiente, de inmediato sentirá que se muere porque está aislado de su ecosistema. El pez no siente que está mojado mientras está en el agua.

Algo parecido nos sucede: vivimos inmersos en un ambiente digital, pero no nos percatamos de ello hasta el día –hipotético- que pudiéramos salirnos. Ahora es la normalidad, como el pez que nada en el interior de su pecera. No sentimos el ambiente digital mientras estamos viviendo dentro de él. Debemos percatarnos entonces de que ese ecosistema digital, representado principalmente por internet y las redes sociales, ha cambiado radicalmente nuestras vidas.

El punto neurálgico es que las reglas del juego han cambiado, y de ello debemos tener conciencia. La tecnología no es mala ni buena. Sólo es una herramienta potente que el hombre crea, perfecciona y administra para facilitar o ampliar las funciones. El buen o mal uso que hagamos de la tecnología es imputable al ser humano, porque es donde radica la voluntad o perversión de dañar o hacer el bien.

A lo largo de la historia, las generaciones y culturas han avanzado gracias a la tecnología. También han existido seres que han utilizado para mal esas tecnologías o expresamente han creado herramientas con la finalidad de controlar, engañar o defraudar a los demás.

Dentro de esas nuevas reglas del juego se centra el análisis. De una cultura lecto-escritora se ha ido migrando a una cultura de pantalla. Nuestras vidas giran en torno a pantallas, como si fueran grandes ventanas por las cuales nos llegan datos y mensajes.

Vivimos en el nuevo mundo de la ventana mágica, donde esas pantallas de los televisores, computadoras portátiles o de escritorio, tabletas y teléfonos celulares, son ventanas por donde entra todo. Son como los rayos solares que penetran por las ventanas al abrir las cortinas.

Por esas ventanas de las pantallas nos llegan noticias, avisos, ofrecimientos de servicio, promociones, invitaciones, estados bancarios, deudas, mensajes, cobros, notificaciones, fotos, fraudes, extorsiones, calificaciones de los hijos, ofrecimientos amorosos, de todo. Es como una oficialía de partes.

Y lo atractivo, que al mismo tiempo es la trampa, es la gratuidad de muchos productos. Por el solo hecho de que aparentemente son productos que entran por esas ventanas sin ningún costo, sentimos que estamos obteniendo una ganancia o un plus.

No nos ponemos a pensar que la calidad difícilmente puede ser gratis. Sin embargo, ya surgió la cultura de lo gratis y lamentablemente, esto nos condujo a una cultura del plagio o pirateaje. Y como se trata de obtener gratuitamente los contenidos, pues aunque sean mentiras, consideran que obtuvieron algo de beneficio sin costo. Por esa sensación, las redes están saturadas de falsas noticias.

Internet y las redes sociales son ahora los principales vehículos para la circulación de ideas, productos y servicios suplantados o extraídos de un original para ser transformados en imitaciones o falsos.

Como nunca, la propiedad intelectual ha resultado vulnerada por los piratas digitales, quienes con gran destreza han aprendido el uso de la tecnología para el mal. Toda revolución tiene sus costos y la revolución digital dejará damnificados. Existe un cálculo aproximado que indica que cerca del 25 por ciento del tráfico por las redes de internet son contenidos “pirateados”. O sea, se obtuvieron de manera ilícita, sin pagar su producción.


La identidad o huella digital


Otra de las reglas del juego que han cambiado drásticamente es la creación de lo que llamamos “identidad digital” o “huella digital”, que viene a ser nuestra presencia en un nuevo ambiente. La realidad virtual ha pasado a ser parte de la realidad “real”, porque es lo que da presencia y prestigio.

Esa identidad empieza desde una neo-clasificación general que nos separa o divide. Somos otra sociedad conformada por los nativos digitales y los inmigrantes digitales. Somos una sociedad que confluencia entre las generaciones análogas y las digitales.

Y lógicamente, esto ha creado una brecha, que antes era generacional, entre padres e hijos; económica, entre pobres y ricos; cultural, entre analfabetas y cultos. Hoy la brecha es digital: los que tienen acceso a la red de redes y los que todavía no tienen la posibilidad de conectarse a internet.

Esa brecha plantea nuevos retos y nuevas diferencias por los cambios sustanciales que se han dado. Las generaciones llamadas millennials son los que nacieron en un ambiente de cultura digital, mientras que los que nacieron antes –los análogos- todavía no conocieron la tecnología digital.

Por eso se les llama inmigrantes digitales, porque han estado pasando –de manera gradual- a adaptarse a nuevos lenguajes. Esa mudanza de la cultura análoga a la cultura digital ha provocado conflictos, avances y retrocesos. Casi equivaldría a pensar en un gran salto de los que nacieron en la cultura de Gutenberg, la de la imprenta y la lectura, a la de Google, donde el lenguaje binario y la consulta en pantallas es la forma de conocer y vivir.



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