/ viernes 12 de octubre de 2018

El enfermero asesino

Parte I

Como todos los días, aquel domingo por la mañana el señor Gazolaz leía la nota roja principal de El Heraldo. Había otras novedades, como el llamado a votar y la eliminación, casi simultánea, de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo del Mundial de Rusia, pero nada que llamara su atención tanto como el asesinato de cinco miembros de una familia en una reunión.

Ciertamente, no ojeaba la crónica policiaca con el morbo de muchos. Le producía un desagradable escalofrío que la noticia se diera en el otrora pacífico “ranchito” de Chihuahua, y más en un fraccionamiento cercano a donde él vivía.

De acuerdo a la información, el agresor utilizó un arma de fuego calibre nueve milímetros y disparó contra las cinco víctimas (tres mujeres y dos hombres) a quienes sorprendió a tiros, dando muerte primero a un par que estaba junto con él en la sala.

Posteriormente fue a donde estaban dos más en la cocina, y por último le dio alcance a la quinta víctima, quien al escuchar los disparos trató de escapar por la escalera a la segunda planta pero fue asesinado en el primer escalón.

Supuestamente, el asesino había subido a la planta alta de la vivienda, donde encontró a un niño de dos años y medio y a quien desistió de darle muerte. Luego, tomó algunas cosas de la vivienda salió de ahí para perderse en las calles aledañas.

Las fotos que mostraban los cuerpos de las víctimas tendidas boca abajo, sembradas en la sala y la cocina de la vivienda donde fueron encontrados terminaron por quitarle el apetito. De manera que hizo a un lado la charola que su trabajadora doméstica le había llevado hasta su habitación y sólo “desayunó” el medicamento para el corazón que su enfermero le había dejado en el pastillero desde la noche anterior.

Ese asistente había sido un verdadero hallazgo en épocas donde el buen servicio, la disciplina y, sobre todo, la lealtad son ya valores escasos. Un acierto de su esposa Carey, sin duda, siempre preocupada por su últimamente quebrantada salud.


Se tachó de masoquista por continuar una lectura que, a todas luces, no tendría un buen desenlace. Las primeras declaraciones de gente allegada a las víctimas, los Romero Armendáriz, señalaron que los occisos habrían pagado por adelantar a al jefe de la familia en la lista de espera para un trasplante de riñón.

Pero quien ofreció dicho servicio no cumplió y en vez de regresar el dinero asesinó a cinco de ellos. Quien encontró los cadáveres fue el esposo de una de las víctimas. Sabía que su pareja estaba en casa de sus familiares, pero al no regresar la noche anterior, fue a buscarla muy de mañana, encontrando la macabra escena.

A Gazolaz le conmovió sobremanera que el o los responsables del crimen hubiesen dejando vivo y sin lesiones a un niño de tan sólo dos años y medio; al menos, se consoló, algunos criminales aún conservaban un poco de escrúpulos.

Dejó de lado el periódico. Aún era muy temprano para ir a votar. Además, a esa hora del domingo, su mujer apenas estaría en el quinto sueño. No se animó a recorrer las habitaciones que los separaban (hacía tiempo que no dormían juntos por cuestiones de comodidad), de manera que intentó hacer cómplice a su almohada e invocar a Morfeo un ratito más.

Empero, no pudo dormir. Retumbaban en su mente los nombres de Ricardo Chávez Pérez y María Romero Armendáriz. Él ingeniero civil y ella, arquitecto, ambos esposos que laboraban en una constructora. Daniela Romero, hermana de María, también era profesionista.

Daniel Gregorio Romero Vega y Rita Armendáriz Barraza, padres de las dos mujeres completaban la lista de víctimas. ¿Se habían reunido esa fatal velada para darse apoyo por la delicada situación de salud del patriarca o simple y llanamente su victimario les puso un cuatro? Las dudas le espantaban el sueño, literalmente.

Luego de un par de horas en los que sólo se dedicó a dar vueltas sobre la cama, se levantó con la intención de ir a cumplir su deber como ciudadano, pero más que nada para ocupar su mente en otra cosa que no fuera estar pensando en tan horrendo crimen.

En el pasillo se encontró a su esposa, quien traía la misma idea de votar, de manera que se dirigieron a la casilla. Gazolaz llevaba una especie de temor de encontrarse a algún vecino chismoso que le incomodara con el tema del día, pero afortunadamente para él, su jornada electoral transcurrió sin novedad y pudo regresar a su casa a descansar. El desafortunado acontecimiento lo dejó sin ánimos de nada más.

Como pudo, se durmió desde en la tarde, pero le salió peor: soñó que estaba en su casa discutiendo sobre su salud, cuando repentinamente, un desconocido agresor arremetía contra ellos, vaciándoles el contenido de una pistola nueve milímetros.

Su pesadilla fue casi una fiel calca de la noticia que le había impactado, pero tomó proporciones dantescas cuando, en su sueño, pudo ver el rostro de su asesino, que no era otro que el enfermero que su mujer había contratado días antes.

Se despertó en la mitad de la noche con una ansiedad alarmante: uno de los síntomas más comunes de un infarto.

***

Por la mañana del lunes, agradeció la llegada, muy temprano, de su socio y amigo, el señor Mollinedo. Sin duda, los pendientes que tratarían sobre el negocio que tenían en común terminarían con desterrar todas las malas sensaciones que le había dejado la nota del múltiple asesinato.

Nada más alejado de su realidad, porque después de saludar y abordar aspectos laborales y de salud, el visitante “disparó” la novedad con la que Chihuahua había amanecido ese lunes: “Arrestan a presunto asesino de familia”.

Aunque la noticia acerca de que agentes de la Fiscalía General del Estado y de la Policía Municipal habían detenido a Jorge Ceballos como hipotético implicado en la masacre de Lomas Universidad debía haber tranquilizado a Gazolaz, había algo que no encajaba del todo.

A fin de no ser considerado como un maleducado, no le quedó más que escuchar a su interlocutor, su socio le informó que la detención resultó de un operativo de la dependencia que consistió en cinco cateos simultáneos al norte de la ciudad, en los que no se obtuvieron más detenidos.

“La captura fue en el fraccionamiento Misiones de Universidad II, en su propia casa” le dijo su socio con aires de sabihondez. “Se requirieron cerca de 25 agentes ministeriales y siete policías municipales para detenerlo. Supuestamente, estaba en compañía de su esposa, su hijo mayor de edad y un niño, de los que no se conoce el nombre”.

El relato de su amigo continuó con la enumeración de lo que se resguardó en un cateo paralelo que se realizó en una casa ubicada sobre la misma calle, presuntamente propiedad de Jorge: cuatro vehículos de lujo: un Camaro, un Challenger, una Suburban y una Hummer, todos decomisados.

Resignado ya a la suerte de seguirse empapando de un asunto que no quería, Gazolaz aceptó ver la foto del sospechoso, que le mostró su socio en la edición de ese día: un tipo de complexión robusta, piel morena y una edad entre 40 y 45 años recargado sobre un vehículo de lujo amarillo.

De acuerdo con los cánones periodísticos, los ojos del presunto culpable eran tapados por una cinta negra. Sin embargo, el resto de la expresión le pareció cruel al señor Mollinedo, férreo defensor de que el carácter de una persona se podía deducir por su faz.

“Por nada del mundo me fiaría de él”, sentenció. “Por cierto, ¿su esposa no podría recomendarme un enfermero como el que contrataron? Necesito uno para mi suegra”.

“No lo creo”, replicó el interpelado, “conseguir al de nosotros fue obra de la suerte y…” reparó. “¿Por qué dijo ‘por cierto’?”

“Porque el detenido es empleado del Seguro Social, y su esposa alguna vez me comentó que el enfermero que habían conseguido también labora ahí”.

La ansiedad regresó a Gazolaz. Hasta entonces reparó en ese detalle sobre el imputado. Quizá conocía su enfermero. Tal vez su enfermero sabía que su compañero laboral mató a una familia por una venta de un órgano.

Quizá su enfermero también un criminal.

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Como todos los días, aquel domingo por la mañana el señor Gazolaz leía la nota roja principal de El Heraldo. Había otras novedades, como el llamado a votar y la eliminación, casi simultánea, de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo del Mundial de Rusia, pero nada que llamara su atención tanto como el asesinato de cinco miembros de una familia en una reunión.

Ciertamente, no ojeaba la crónica policiaca con el morbo de muchos. Le producía un desagradable escalofrío que la noticia se diera en el otrora pacífico “ranchito” de Chihuahua, y más en un fraccionamiento cercano a donde él vivía.

De acuerdo a la información, el agresor utilizó un arma de fuego calibre nueve milímetros y disparó contra las cinco víctimas (tres mujeres y dos hombres) a quienes sorprendió a tiros, dando muerte primero a un par que estaba junto con él en la sala.

Posteriormente fue a donde estaban dos más en la cocina, y por último le dio alcance a la quinta víctima, quien al escuchar los disparos trató de escapar por la escalera a la segunda planta pero fue asesinado en el primer escalón.

Supuestamente, el asesino había subido a la planta alta de la vivienda, donde encontró a un niño de dos años y medio y a quien desistió de darle muerte. Luego, tomó algunas cosas de la vivienda salió de ahí para perderse en las calles aledañas.

Las fotos que mostraban los cuerpos de las víctimas tendidas boca abajo, sembradas en la sala y la cocina de la vivienda donde fueron encontrados terminaron por quitarle el apetito. De manera que hizo a un lado la charola que su trabajadora doméstica le había llevado hasta su habitación y sólo “desayunó” el medicamento para el corazón que su enfermero le había dejado en el pastillero desde la noche anterior.

Ese asistente había sido un verdadero hallazgo en épocas donde el buen servicio, la disciplina y, sobre todo, la lealtad son ya valores escasos. Un acierto de su esposa Carey, sin duda, siempre preocupada por su últimamente quebrantada salud.


Se tachó de masoquista por continuar una lectura que, a todas luces, no tendría un buen desenlace. Las primeras declaraciones de gente allegada a las víctimas, los Romero Armendáriz, señalaron que los occisos habrían pagado por adelantar a al jefe de la familia en la lista de espera para un trasplante de riñón.

Pero quien ofreció dicho servicio no cumplió y en vez de regresar el dinero asesinó a cinco de ellos. Quien encontró los cadáveres fue el esposo de una de las víctimas. Sabía que su pareja estaba en casa de sus familiares, pero al no regresar la noche anterior, fue a buscarla muy de mañana, encontrando la macabra escena.

A Gazolaz le conmovió sobremanera que el o los responsables del crimen hubiesen dejando vivo y sin lesiones a un niño de tan sólo dos años y medio; al menos, se consoló, algunos criminales aún conservaban un poco de escrúpulos.

Dejó de lado el periódico. Aún era muy temprano para ir a votar. Además, a esa hora del domingo, su mujer apenas estaría en el quinto sueño. No se animó a recorrer las habitaciones que los separaban (hacía tiempo que no dormían juntos por cuestiones de comodidad), de manera que intentó hacer cómplice a su almohada e invocar a Morfeo un ratito más.

Empero, no pudo dormir. Retumbaban en su mente los nombres de Ricardo Chávez Pérez y María Romero Armendáriz. Él ingeniero civil y ella, arquitecto, ambos esposos que laboraban en una constructora. Daniela Romero, hermana de María, también era profesionista.

Daniel Gregorio Romero Vega y Rita Armendáriz Barraza, padres de las dos mujeres completaban la lista de víctimas. ¿Se habían reunido esa fatal velada para darse apoyo por la delicada situación de salud del patriarca o simple y llanamente su victimario les puso un cuatro? Las dudas le espantaban el sueño, literalmente.

Luego de un par de horas en los que sólo se dedicó a dar vueltas sobre la cama, se levantó con la intención de ir a cumplir su deber como ciudadano, pero más que nada para ocupar su mente en otra cosa que no fuera estar pensando en tan horrendo crimen.

En el pasillo se encontró a su esposa, quien traía la misma idea de votar, de manera que se dirigieron a la casilla. Gazolaz llevaba una especie de temor de encontrarse a algún vecino chismoso que le incomodara con el tema del día, pero afortunadamente para él, su jornada electoral transcurrió sin novedad y pudo regresar a su casa a descansar. El desafortunado acontecimiento lo dejó sin ánimos de nada más.

Como pudo, se durmió desde en la tarde, pero le salió peor: soñó que estaba en su casa discutiendo sobre su salud, cuando repentinamente, un desconocido agresor arremetía contra ellos, vaciándoles el contenido de una pistola nueve milímetros.

Su pesadilla fue casi una fiel calca de la noticia que le había impactado, pero tomó proporciones dantescas cuando, en su sueño, pudo ver el rostro de su asesino, que no era otro que el enfermero que su mujer había contratado días antes.

Se despertó en la mitad de la noche con una ansiedad alarmante: uno de los síntomas más comunes de un infarto.

***

Por la mañana del lunes, agradeció la llegada, muy temprano, de su socio y amigo, el señor Mollinedo. Sin duda, los pendientes que tratarían sobre el negocio que tenían en común terminarían con desterrar todas las malas sensaciones que le había dejado la nota del múltiple asesinato.

Nada más alejado de su realidad, porque después de saludar y abordar aspectos laborales y de salud, el visitante “disparó” la novedad con la que Chihuahua había amanecido ese lunes: “Arrestan a presunto asesino de familia”.

Aunque la noticia acerca de que agentes de la Fiscalía General del Estado y de la Policía Municipal habían detenido a Jorge Ceballos como hipotético implicado en la masacre de Lomas Universidad debía haber tranquilizado a Gazolaz, había algo que no encajaba del todo.

A fin de no ser considerado como un maleducado, no le quedó más que escuchar a su interlocutor, su socio le informó que la detención resultó de un operativo de la dependencia que consistió en cinco cateos simultáneos al norte de la ciudad, en los que no se obtuvieron más detenidos.

“La captura fue en el fraccionamiento Misiones de Universidad II, en su propia casa” le dijo su socio con aires de sabihondez. “Se requirieron cerca de 25 agentes ministeriales y siete policías municipales para detenerlo. Supuestamente, estaba en compañía de su esposa, su hijo mayor de edad y un niño, de los que no se conoce el nombre”.

El relato de su amigo continuó con la enumeración de lo que se resguardó en un cateo paralelo que se realizó en una casa ubicada sobre la misma calle, presuntamente propiedad de Jorge: cuatro vehículos de lujo: un Camaro, un Challenger, una Suburban y una Hummer, todos decomisados.

Resignado ya a la suerte de seguirse empapando de un asunto que no quería, Gazolaz aceptó ver la foto del sospechoso, que le mostró su socio en la edición de ese día: un tipo de complexión robusta, piel morena y una edad entre 40 y 45 años recargado sobre un vehículo de lujo amarillo.

De acuerdo con los cánones periodísticos, los ojos del presunto culpable eran tapados por una cinta negra. Sin embargo, el resto de la expresión le pareció cruel al señor Mollinedo, férreo defensor de que el carácter de una persona se podía deducir por su faz.

“Por nada del mundo me fiaría de él”, sentenció. “Por cierto, ¿su esposa no podría recomendarme un enfermero como el que contrataron? Necesito uno para mi suegra”.

“No lo creo”, replicó el interpelado, “conseguir al de nosotros fue obra de la suerte y…” reparó. “¿Por qué dijo ‘por cierto’?”

“Porque el detenido es empleado del Seguro Social, y su esposa alguna vez me comentó que el enfermero que habían conseguido también labora ahí”.

La ansiedad regresó a Gazolaz. Hasta entonces reparó en ese detalle sobre el imputado. Quizá conocía su enfermero. Tal vez su enfermero sabía que su compañero laboral mató a una familia por una venta de un órgano.

Quizá su enfermero también un criminal.

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